Acá, enfrente, justo enfrente, ella llora.
No es que llora uno de esos llantos que inundan la tierra hasta justificar por qué hay tierra. No, no, lo que llora es un llanto chiquito, uno de esos llantos que nadie escucha, uno de esos llantos que deberían figurar en todos los diccionarios para explicar qué cosa es la tristeza. “Qué tristeza”, dice ella, claro que dice “qué tristeza”, acá enfrente, mientras atrapa como puede la bolsa del pan con los dedos, y el aire que le fluye difícil, y los recuerdos que se le mezclan en desorden, y la cara de su papá que ahora debe ser una cara desolada, y la memoria de los goles increíbles, de los goles más increíbles que los goles increíbles, y la foto de la copa más grande muy arriba, y el respeto por la osadía consecutiva de atrevérseles de modos parecidos a todos los defensores recios y a unos cuantos de los poderosos feos, y la admiración por el coraje para la risa y para la bronca en el potrero que fuera, y atrapa, también ella atrapa, con la yema libre de uno de esos dedos al borde del temblor, el llanto chiquito que le sale y no le deja de salir porque lo que ocurre es que se murió el Diego.
Ella, enfrente, es ahora ese llanto. Ese llanto que brota como una gota unida a otras gotas, a millones y a millones de llantos hechos gotas, de gentes anónimas como ella que, con o sin la bolsa del pan entre los dedos, andan como perdidas, o como vencidas, o como huecas, o como rotas, o como mudas o como nadas, por las calles sin fama de una Argentina que es, en este rato, una ruta de perdidos y de vencidos y de huecos y de rotos y de mudas y de nadas.
Maradona, el jugador, el ídolo, el mito, jugó el juego de la pelota y el juego de la existencia en la frontera de lo imposible, triunfando en la edad del cuerpo a pleno y en la de las vísceras lastimadas, ganando en las circunstancias que para los corrientes hubieran sido de derrota, escupiéndole a la adversidad hasta asustarla, por lo que la noticia de la muerte siembra llantos chiquitos, profundos y múltiples y una perplejidad que requiere pellizcarse con la esperanza de que esa noticia represente una trampa, una falsedad o un error.
“Diego”, desde luego, es la otra palabra que, en soledad, bolsa de pan en la mano, llanto chiquito en la mejilla, pronuncia ella. Y también otras ellas, y otros ellos, y los que en este momento son viejos y dejaron de decir que el fútbol de antes era siempre mejor en cuanto la segunda mitad de los setenta les trajo a Maradona iluminando cada yuyo de cada cancha, y además quienes confiesan que lo vieron aquella tarde con los colores de Argentinos Juniors, o de Boca, o de la selección, o en una filmación que va envejeciendo envuelto en las ropas de Barcelona o Nápoli, y por supuesto los que hace rato repiten mejor que su número de documento, o que el nombre de sus pibes, frases como “la pelota no se mancha” o “me cortaron las piernas”, y desde luego los cuantísimos que aseguran haber asistido al debut en primera el 20 de octubre de 1976 contra Talleres, y ni hablar quienes son jóvenes y heredaron la pasión por el Diego porque el Diego de las piernas valientes y zigzagueantes, el Diego de los zapatos como trucos y como flores, alumbró a otro Diego, falible como millones de individuos y emblemático de mil y una rebeliones.
Ella, enfrente, avanza seguro que hacia su laburo, o hacia las puertas de su casa, o hacia encender el televisor desde el que le narrarán inflaciones o pronósticos del clima o desamores ajenos, o hacia cualquier otra rutina buena o densa de la vida densa o buena que le toca, pero larga el “qué tristeza”, y larga el llanto chiquito y larga una, dos, un montón de veces ese “Diego” que suena en un solo eco, tan bello como angustiante y tan de cualquier día como de este día porque Diego, enorme Diego, había nacido y había creado y había hablado y había goleado precisamente para gambetear a la tentación de cada rutina, para certificar que en medio de los agobios es posible que germine el asombro, para ser campeón y, al ser campeón, volver campeonas y campeones a los seres tan humanos y tan anónimos de esta patria y de este mundo.
Si ella no tuviera otro llanto chiquito luego del primer llanto chiquito, y luego otro, y luego otro, porque así, al cabo, se enlazan los llantos de la tristeza, darían ganas de consolarla con la brevedad esa del escritor Rodolfo Braceli que ficciona a doña Tota pariendo a su nene y plantea que Dieguito “estará condenado a dar felicidad a los demás”, o con otra brevedad, la de un amigo que también anda mojando alguna vereda con sus llantos chiquitos, un desconocido que nunca emergerá de ser desconocido, una maradoniano que perseverará hasta la eternidad como maradoniano, que sugiere algo que retumba como una verdad: “Con Diego se muere mucho de lo que fuimos, pero en Diego vive mucho de lo que seguiremos siendo”.
Las tristezas colectivas portan la paradoja de ser, en simultáneo, íntimas e imponentes. Ahora, mientras ella, enfrente, prolifera en llantos chiquitos, infinitas personas se conceden un minuto que interrumpe los ritmos de esta Argentina de vértigos y de esta era de vértigos para abrazarse a las evocaciones más tiernas del Diego, a los momentos entre los momentos, a lo que el tipo que esta vez no pudo eludir a la muerte les regaló como luz, como fiesta, como sueño. Y lo notable, lo extraordinario, lo extraordinario que crece y crecerá casi tan extraordinario como el propio Maradona es que esas infinitas personas se reconocen y se reconocerán en las infinitas personas a las que les está pasando eso mismo.
Por eso, acá enfrente, justo enfrente, ella, ella a quien nunca habíamos visto, llora, continúa llorando.
Ella somos muchos y muchas, quizás todas y todos.
Tanto que, de golpe, apenas dándonos cuenta, ya no estamos enfrente sino bien cerca de ella. Entonces es ella la que nos observa susurrando nuestro “qué tristeza”, repitiendo nuestro “Diego, Diego” desde el alma y desde los botines y llorando nuestro montón de llantos chiquitos porque queremos mucho a Maradona y porque, cuando se nos acaben los llantos, lo vamos a seguir queriendo.
Ariel Scher, desde Buenos Aires.