Triste destino el de los deportistas que deben desarrollar su tarea en medio de un universo regentado de hecho por cuatro o cinco emisores principales que hacen de sus discutibles opiniones la verdad revelada e indiscutida.
Con pobres y opacos guiones seducen y envilecen el ambiente, a sus protagonistas y a nosotros, la comparsa que acompaña escuchando, leyendo y yendo a la cancha, sintiéndonos como seguidores diarios de la vida de Truman en The Truman Show.
Los Truman de esta historia de deterministas futboleros son todos los cuadros que van a ir perdiendo en el papel cuando deban enfrentarse a un país que es el más poderoso, o a uno que puede vender tres millones de camisetas en un día o a aquel que es el único representante del continente que queda, o lo que sea.
Algunos muchachos, otros hombres grandes y hasta añosos para el fútbol de elite han sido condenados a entrenar y trabajar en doble o triple horario, quedarse sin vacaciones, hacer viajes largos y cansadores para saber que perderán con el platudo o el acomodado de turno y, entonces, de acuerdo al escalón en el que tropiecen con el campeón, podrán hacer el balance de temporada.
A estos respetables comunicadores, a los que el vampiro del utilitarismo les chupó hasta la más mínima gota de ilusión por la gloria, de sueños de superación, de sudoración segregada por esfuerzo, les parecía desde hace meses, según sus oráculos de bocas abiertas, que este Mundial ya estaba definido desde antes de que se empezara a jugar, y que, por tanto, las opciones de éxito - no gloria, un concepto al parecer bastante esquivo en sus fallidas tesis- radican en perder lo más tarde posible con el equipo del poder, o del éxito, o de las transnacionales, para, así, llegar a lo máximo que se puede.
La falta de respeto por uno de los principios ineludibles en las competencias deportivas colectivas hace que vaticinen triunfos de acuerdo a la bandera del país, a cuantos equipos deportivos se pueden vender en ese mercado, a la nómina de los jugadores o los números que arroja una planilla o una tabla de posiciones. Digamos que hasta ahí se banca, pero que la mofa y la irrespetuosidad trasciendan la pobreza de un primario y rústico silogismo para transformarse en burla, ahí ya resulta una experiencia por lo menos hiriente para quien edificó sus sueños tras una pelota creyendo que en una cancha todo es posible.
Ya nos habían vendido que si Uruguay no le ganaba a Perú en Lima no iba al Mundial. Ya nos habían anticipado que así, habiendo sido el último en clasificar y en la serie que nos había tocado, el vuelo sería corto. Con los franceses, que no se qué tienen pero son franceses , con los dueños de casa que nunca pueden quedar afuera y con los mexicanos que vos sabés la guita que mueven, íbamos a quedar afuera. Clasificamos, primeros, y fue para quienes los vimos otro apretado abrazo al deporte. Clasificó Uruguay, pero ya había que tomarse el avión, le ganamos a Corea del Sur y ahí sí viste, los ghaneses son los únicos africanos que quedan y entonces la celeste, el pobre e ignorado antagonista condenado al ostracismo mucho antes de que su oncena saliera a la cancha, estaba en el horno y aunque los refutadores de leyendas seguramente saldrán a desmentirme, juro que vi a cientos, tal vez a miles de personas llorando por la emoción que significó aquella escenificación deportiva saldada como una de las más increíbles victorias acaecidas en los últimos años. Truman, Uruguay, casi escapó del set de la realidad donde están prohibidos o descartados los sueños.
Ojo que anda suelto.
.