“Tenemos un caso”, dicen las traducciones en castellano neutro de ficciones anglosajonas sobre investigaciones policiacas. Tenemos un caso con el fútbol, con el campeonato, con el clásico, con los futbolistas y con los aficionados, que seguramente no podremos desarrollar en una crónica de fútbol, pero sí nos podríamos apoyar en algunas situaciones, pruebas, hipótesis, que finalmente demostrarán que el fútbol era una cosa distinta a la que las empresas de marketing y publicidad nos quisieron hacer creer. El provisorio –o definitivo– cambio de paradigma en torno al espectáculo y las competencias nos demuestra, parcialmente, que sí podríamos vivir sin el producto fútbol que nos quieren vender. La ausencia sentida, la necesidad de, estaba focalizada en el fútbol que la mayoría de nosotros aprendimos a vivir.
Estamos ante el fútbol de la sobremodernidad, pero, además, con lo extraordinario de la pandemia inquietante y aislante. Es un proceso largo, nuevo y sin experiencias previas. Lo vivimos cada uno a su manera, pero también como colectivo. Es “un tiempo” que en las relaciones puede significar todo el tiempo, o es una espera cargada de incertidumbre. Hay una cosa: en Uruguay precisamos el fútbol, cada día, por lo menos desde la enorme eclosión mundial de los olímpicos de 1924 en adelante. Lo precisamos para jugar, para ver, para hablar, para opinar, para iniciar y perseguir adhesiones, para conformar amistades y relaciones, para soñar, para crecer, para emular ese permanente camino a lo imposible. Lo precisamos para eso y mucho más, pero no para vivir, en el extremo erróneo y falaz de que si no hay fútbol no hay vida.
La vida en píxeles
No debemos acompañar ni promover, ni siquiera poner en discusión esa idea masiva e interesada de los dueños del fútbol –que ya no somos los que lo jugamos–, los que lo organizan, los que con el ejercicio le dieron visibilidad legitimada e institucional. Los dueños son ahora estos usureros legitimados por sus camisas blancas y sus sacos de marca de pura lana virgen que apenas disimulan las gruesas cadenas que cuelgan de sus cuellos, que saben que sus pagarés a cambio de 200 partidos de fútbol se tienen que cumplir sí o sí, sin importar cómo, dónde ni si el cuándo es ahora, aunque la peste y/o su parafernalia nos consuman.
Negocian con aquel juego cosas que no tienen nada que ver con destrezas técnicas y esfuerzos físicos, sino con porcentajes en compras y ventas, retornos comerciales, derechos de imagen y hasta ambiciones políticas y de poder. Todo está pronto, con un par de cámaras y el servicio básico al cliente, que ya ha dejado de ser un hincha de cancha. Ahora nos hemos transformado en abonados de televisión, al que el avisador de turno le podrá vender su producto.
Hace décadas, hace billones de dólares, billones de euros, el show pasó a ser no ya lo que se hacía dentro de la cancha y se disfrutaba visualizándolo desde la tribuna o contra el alambrado, sino que conforme a los avances de la tecnología se fue transformando en un envío televisivo para que nos agarre en nuestras casas, con la misma expectativa de quien mira la novela, la serie o la película.
Dar todo, esperar nada
¿Cuál es entonces el papel de nosotros, los hinchas? Ya no vale la visión discepoleana que filosóficamente se pregunta para qué trabajamos, para qué vivimos, si no es para ir a romperse los pulmones a la tribuna hinchando por un ideal. No, no tenemos tribuna. Pero seguir hinchando por un ideal claro que vale. Cuando en el arranque de los años 50 el fútbol era el elemento social más catalizador en el Río de la Plata, Discépolo juega en el texto de la película con la vida y realiza una elegía peronista. Pero también lleva a esa unidad básica del colectivo, el hincha, las contradicciones de la vida del sistema capitalista y feroz. Un oligarca de un club poderoso que quiere quedarse con el mejor jugador del Victoria discute con el Ñato –que va vestido de overol– y lo llama atorrante. “¿Atorrante? ¡Atorrante es usted! Yo soy un trabajador, mientras que usted y sus amigos viven del cuento y de la estafa”.
Es interesante ver cómo quienes quieren negociar con mis emociones, el sistema y sus centros de poder, me inculcan en el discurso que no puedo vivir sin fútbol, que no es el juego, mi acción y mi sublimación como ejecutante de mi pasión lúdica, sino el producto plástico y tóxico que me consigan vender. 70 años atrás, en otro mundo, pero acá mismo en el Río de la Plata, Discepolín afirmaba: “El hincha es todo en la vida... ¿Qué sería de un club sin el hincha?, ¡sería una bolsa vacía! El hincha es el alma de los colores, ese que no se ve, ese que da todo sin esperar nada, ese es el hincha... ese soy yo”.
La emoción en sillas o sillones
“Hola, fanáticos del deporte, tiempo de juego nuevamente, y un gran día para castigar los tendones y los huesos”, dice en su versión original en inglés, en la edición del 1° de setiembre de 1973 de la revista estadounidense Esquire, el acápite del cuento “Roller Ball Murder”, que años más tarde, con guion adaptado por el propio William Harrison, se transformaría en la primera –y la única, excepcional– película Rollerball. En aquel distópico cuento del deporte del siglo XXI, del mundo del siglo XXI, “los hombres más poderosos del mundo son los ejecutivos. Dirigen las grandes corporaciones que fijan precios, salarios y la economía en general, y todos sabemos que son corruptos, que tienen poder y dinero casi ilimitados”. Aparece el hincha, ya no en su concepción original y puramente uruguaya, la que con su vida cotidiana generó Prudencio Reyes, sino el de aquella ficción global que ya es pasado. En el relato distópico de 1973, Harrison se centra en 2018 sin saber que lo viviremos en 2020: “La multitud grita y sé que los camarógrafos lo tienen en una toma aislada y que los espectadores en Melbourne, Berlín, Río y Los Ángeles están llenos de emoción en sus sillones”.
Todos los días, no importa la hora, no importa el lugar, un dispositivo que ya no importa si es un televisor, un monitor o un teléfono, nos coloca en un no-lugar donde el verde enmarcado en el cemento nos recrea sintéticamente, casi artificialmente, el fútbol que tal vez algún día nos hizo algo parecido a fútbol-dependientes.
No-lugar
La cancha vacía, no importa si es el Tróccoli, el Complejo Rentistas, el Centenario, el Camp Nou o el Azteca, seguro es un no-lugar. Tal vez Marc Augé, el sociólogo, antropólogo y etnólogo, si ahora se sentara en un lugar, su lugar, podría catalogar esos estadios vacíos, sin gente que haga la historia de esa historia, como no-lugar. El francés que en los años 90 desarrolló fuertemente la teoría del no-lugar sostenía: “Sistemáticamente, en los espacios que nos sirven como bien, los espacios de consumo, como los centros comerciales, me di cuenta de que la lectura de la sociedad a través del espacio no era posible porque no había esta estricta correspondencia entre la disposición espacial y la disposición social, y llamé a esto no-lugar”.
Antes de la pandemia, en 2019, al presentar su libro Las pequeñas alegrías. La felicidad del instante, Augé, creador también de la teoría de la sobremodernidad, establecía: “Hoy se puede decir que el no-lugar es el contexto de todo lugar posible. Estamos en el mundo con referencias que son totalmente artificiales, incluso en nuestra casa, el espacio más personal posible: sentados ante la tele, mirando a la vez el móvil, la tableta, con los auriculares… Estamos en un no-lugar permanente; esos aparatos nos están colocando permanentemente en un no-lugar. Llevamos el no-lugar encima, con nosotros...”.
La patria futbolera
¿Entonces, que es el fútbol para nosotros? El fútbol es parte de un todo de las vidas de algunos de nosotros en estos confines del mundo. El fútbol nos legó un primigenio concepto de patria, a través de las emociones del Indio Pedro Arispe en Colombes. El fútbol, que no tenía hinchas hasta que Prudencio Reyes, además de inflar, o sea hinchar las pelotas de Nacional, les empezó a gritar con su vozarrón a los jugadores, alentando, estimulando, tampoco tenía de arranque aficionados a mirarlo, aunque sí a jugarlo. Sin embargo, uno de los pocos insistentes en mirarlo y promoverlo, aunque no en jugarlo, fue don José Batlle y Ordóñez, quien sostuvo y promovió su práctica, y entendió al deporte, pero particularmente al fútbol, como elemento de cohesión de los pocos criollos y los muchos llegados de los barcos que, a través de la celeste, se hibridaron e hicieron de aquel aluvión acrisolado de inmigrantes a los uruguayos.
Los hinchas, una de las patas del fútbol desde hace 100 años –en el entendido de que debió pasar toda una generación para que nacieran los nativos del fútbol uruguayo– siempre hemos sido primero futbolistas, y tan pronto como pudimos movernos libremente en nuestras ciudades pasamos a ser las dos cosas, hasta que la biología, las aptitudes o las oportunidades nos transformaron para siempre en hinchas.
Ética y moral: ser tele hincha
Soy hincha, no potencial consumidor de un camión, un chorizo o un préstamo telefónico. Soy hincha, no un asociado especial del cableoperador. Soy hincha. Hace casi medio año que no siento el embriagador perfume del césped, que no aprieto con mis manos el alambrado, que no me despatarro al sol mientras le pregunto al de al lado si el 17 es el que jugaba de 9 en la cuarta o si es un gurí que trajeron este año. Soy hincha y me hace falta todo eso, pero no me muero ni me voy a morir por eso.
Soy hincha y me esnifo tus partidos de sobremodernidad en esos no-lugares que sin gente no son nada. Sé lo que me estás haciendo. Sé lo que me están haciendo. Ya bastante me vendés una idea de felicidad fatua y corrosiva, a la que acudo a toda hora, para que la corones diciéndome que me estás dando algo vital sin lo que no podría vivir.
Dice Marc Augé que el gran mal de las redes y las formas de comunicación contemporáneas es que “están trastocando la naturaleza misma de la relación humana, alteran espacio y tiempo. Se puede contactar con alguien en cualquier lugar y circunstancia, cuando relacionarse con el otro necesita dedicar un tiempo y un espacio concretos. Es paradójico: las redes sociales están destruyendo las relaciones sociales. La gente debería detectar que no es suficiente lo que nos dan. Y pasa también que provocan que los efectos de reconocimiento sean sustituidos por los efectos de conocimiento: vemos a gente por televisión como si la conociéramos, pero solo la reconocemos; y eso pasa con todo y con todos”. También con el futbol de la sobremodernidad en la pandemia.