Una niña corre descuidadamente en una verde pradera suavemente ondulada, mientras el sol hace brillar su rubia cabellera. La pequeña recorre el pasto con los pasitos cortos y torpes propios de su edad. La mirada clavada en el suelo, buscando algo que no aparece entre las flores rosadas y amarillas que, como todos sabemos, dominan las verdes praderas suavemente onduladas. Sus tropezones despiertan las carcajadas de su padre, que la alienta a seguir con su búsqueda. “¿Dónde está?, ¿dónde está?”. Las risas de la nena, que se llama Patricia, afinan con los pájaros que cantan en los árboles, y las de su padre con los motores que resoplan furiosos por la carretera de tierra que serpentea al final de la sierra. Patricia se detiene de golpe, los ojos se iluminan y la risa se transforma en un grito feliz de sorpresa. Se agacha como se agachan las niñas pequeñas, llevando todo el cuerpo hasta el final del suelo, la cola como punto más alto, la cabeza hundida entre los pastos, comprometiendo en la búsqueda cada uno de sus pequeños músculos. Una mano hace de punto de equilibrio, la otra escarba entre la tierra. El grito de sorpresa es ahora chillido de felicidad, se incorpora como puede, apretando fuerte el puño.
Busca la mirada cómplice de su papá, estira el brazo hacia arriba y abre la mano sosteniendo cuidadosamente su tesoro entre el índice y el pulgar. Una tuerca grande, sucia y brillante aparece triunfal sobre su cabeza. El sol hace brillar la grasa que recubre todo: a la tuerca y a la niña. Patricia corre feliz hacia los brazos de su padre, que la recibe y la alza en el aire con el mismo cuidado y amor con que ella alzó la tuerca. El mismo cuidado con que la deposita en el pasto. Acompañados de la risa fuerte del papá, los motores lejanos y los pajaritos, caminan hacia el auto desarmado que se prepara para la carrera, una fecha más del Campeonato Nacional de Rally. Patricia se acuesta en el pasto, como si ese fuese el único lugar importante del mundo. Y lo es.
Casa y cuna. Patricia Pita nació y vivió así. En un picnic futurista. Una escena donde el pasto, los árboles y los fierros se mezclan como si hubiesen nacido de la misma madre naturaleza. Como si los caños de escape crecieran de los árboles y los tornillos brotasen entre el pasto. Algún rincón de Uruguay, seguramente Lavalleja. Y en todo caso no importa tanto el lugar concreto porque su casa, durante el año, se mueve con el ritmo vertiginoso de los autos del Campeonato Nacional de Rally, en que su papá, Jorge, brilla y gana. En esa caravana, que tiene algo de circense, creció Patricia Pita. Recorriendo los caminos terrosos de Uruguay. Casi todos en el séquito son familia, pero en realidad da lo mismo, porque ser parte de un equipo de rally es ser parte de una familia aunque la sangre no lo diga.
Patricia acompañó el cortejo durante toda su vida y aprendió a manejar mucho antes que lo que conviene decir. A partir de ese momento, el objetivo fue convencer a todos de que ella podía pilotear en el rally. Nunca una mujer había estado al volante de un auto en el Campeonato Nacional. Patricia insistió e insistió, la familia de sangre y la familia de fierro se resistían. Ella pedía karting y le ofrecían atletismo, pedía rally y le hablaban de comunicación, pedía autos y trabajaba de moza. Todo se entreveró un poco, un pedazo de vida en España, los años pasaron, el sueño no se concretaba.
Pero en 2012, a los 24 años, cuando ya estaba algo cansada de la espera y el ruido de los motores ajenos no alcanzaba, algo se movió. Un tío apretó los botones secretos que había que apretar, y Patricia logró la autorización y, sobre todo, el apoyo para poder competir. Después de tanto esperar, el debut soñado fue más bien pesadilla: un motor que ya se había fundido en el taller se volvió a quedar en la segunda curva. La revancha llegó rápido y llegó bien. Rally Sudamericano en Lavalleja, y después de unos cuantos trompos logró marcar el mejor tiempo en un tramo.
Transformar la adversidad en motivación, aprovechar la terquedad y rebeldía que había tenido de niña. Sin marcha atrás. Patricia fue a Córdoba y consiguió lugar en un equipo del mítico rally cordobés, el mejor de Sudamérica. Allá plantó bandera durante algunos años, consiguiendo el lugar que en Uruguay no había tenido. Compitió en el Rally Provincial, en el Campeonato Nacional Argentino y en el Sudamericano. Pudo vivir para el rally. 2018 terminó abruptamente y 2019 fue imposible.
Volvió a correr en 2020, en Lavalleja, después de dos años, de patrocinadores que se caen y de lesiones inoportunas. Y si bien correr es todo para ella, ahora tiene otro objetivo: que las que vienen atrás tengan una guía que les permita que el camino sea más fácil. Que no tengan que convencer a ninguna familia, ni de sangre ni de fierro, de que una mujer también puede correr.