Seis puntos de seis. Puntaje perfecto. Un ser divino que todavía no tiene las piernas cortadas se lleva casi por completo las 50.000 miradas del Foxboro Stadium de Boston. La segunda fecha de la primera ronda del Mundial 94 pasó, hace minutos, al archivo histórico. Termina la entrevista con el periodista deportivo Adrián Paenza diciendo “es para todos ustedes, argentinos, los quiero mucho” mientras señala a la cámara. Se lo lleva con velocidad e insistencia poco frecuente una enfermera que nadie sabe que se llama Sue Carpenter. Le sostiene la mano que no tiene una toalla blanca. Los dos juntos empiezan a desaparecer del campo de juego. Nadie sabe que será la última vez que se lo vea con el cuerpo pintado de celeste y blanco. Es imposible sospecharlo con la sonrisa impregnada que lleva. El último tango se acaba de bailar.

Diego sin capa

Diego Armando Maradona hay uno solo, pero son muchos. Hay un Maradona talentoso, brillante, con pies de artista. Uno que con la pelota en los pies hace cuadros de Picasso o canta como Gardel. Hay uno joven que sueña con jugar un Mundial y uno grande y retirado que recuerda al último capitán que, hace mucho, lo ganó.

Hay un Maradona conductor y hasta otro delantero, uno que hace goles apilando a seis jugadores rivales y otro que tiene la virtud no solamente de jugar bien sino de hacer mejor al resto. Hay un Maradona glorioso que levanta la Copa del Mundo y uno más humilde, conmovedor, que llora como un nene con una medalla de plata.

Existe un Maradona que no es jugador; de hecho, hay varios. Hay uno que declara con sagacidad inmejorable. Uno que defiende luchas populares y pide justicia por José Luis Cabezas. Uno que dice boludeces en programas a la medianoche o que da entrevistas en supermercados de Catar. Hay uno director técnico, otro empresario, otro golfista. Hay uno motivador incalculable y hasta llega a haber uno desmotivado.

Hay uno que está muerto. Y mil que están vivos. Uno de ellos es, sin duda, mi preferido. Su característica principal es salvar con su presencia momentos imposibles, situaciones que gente normal no podría afrontar. Es llevar a la Argentina a la final del mundo con un tobillo roto, o lograr que el sur plebeyo de Italia reine en la memoria para siempre. Es uno que puede, con poderes difíciles de definir, superar una situación imposible. Es un Maradona superhéroe.

La diegoseñal del pueblo

Diego aplaude el 5 de setiembre de 1993 desde la tribuna al equipo equivocado. O, mejor dicho, al plantel que quisiera no estar aplaudiendo. Argentina acaba de perder 5 a 0 contra Colombia con goles de Freddy Rincón (2), Faustino Asprilla (2) y Adolfo Valencia y la cancha sigue llena. No se mueve nadie porque, del otro lado de la radio, un gol de Paraguay lo deja mirando la Copa del Mundo por televisión. Que sea bicampeón de América no le importa a nadie. Que hasta hace 90 minutos llevara 33 partidos invicto, mucho menos.

Unos minutos después, la multitud, que ya sabe que jugará el repechaje para jugarse la última plaza al Mundial, empieza a hablar. Como cuando el comisionado Gordon no podía resolver un crimen y lo llamaba a Batman, la gente se levanta y empieza a pedir por su ídolo. “Maradooo, Maradooo”. Un grito de tribuna es un periódico del pueblo.

Maradona, modelo 93/94

En los días que separan esa noche de setiembre y el 25 de junio del año posterior, Maradona y la selección argentina se volvieron a encontrar. Si bien es cierto que su vuelta oficial se había dado en febrero de 1993 para un amistoso con Brasil y el partido por el Trofeo Artemio Franchi contra Dinamarca, Diego no fue convocado ni a la Copa América de junio-julio ni a las eliminatorias disputadas entre el octavo y el noveno mes de ese año. Hasta ese momento, el último Diego había sido el que lloraba con la medalla de plata en Italia 90.

Maradona volvió cuando la Argentina se hundía en la posibilidad de no disputar un Mundial por un resultado deportivo (algo que sólo sucedió en 1970). Jugó el repechaje frente a Australia, en el que fue capitán y líder indiscutido, tanto anímico como futbolístico.

Luego de ponerse al frente de aquel proceso, participó en tres de los cuatro amistosos previos: Marruecos (con un gol y una asistencia), Israel y Croacia. La arena mundialista era el terreno del astro, como el cuento para Borges. Y como Diego sabe por Maradona pero más sabe por viejo, convirtió un equipo humillado en potencia mundial. Cuatro a cero a Grecia con un gol de él. Dos a uno a Nigeria con una asistencia de él. Todo mientras Colombia, el equipo al que le tocó aplaudir desde la tribuna, se quedaba afuera. “Argentina ratifica su condición de candidato”, puso en tapa el diario Clarín luego del debut. Empezaba a ser un equipo sensación.

Todo hasta que un laboratorio rufián, con sonrisa y alma congelada de Guasón, arruinó la fiesta. El doping positivo por efedrina devastó a la Argentina. No había ni Rodríguez ni Ortega que pudieran reemplazar al 10: Maradona estaba afuera y, con él, 34 millones de piernas cortadas.

Dos derrotas posteriores pusieron a la Argentina que soñaba a lo grande en un avión mirando al sur en la Copa del Soccer. Pero no sólo eso. El país que venía de jugar tres de las últimas cuatro finales no llegó ni a esa, ni a la siguiente, ni a la siguiente de la siguiente, ni a la otra ni a la posterior. Nos fuimos todos de la copa.

La última sonrisa

El 10 camina con feliz ignorancia sin la música del cortejo fúnebre. Viene de romperla. De ser él. El Mundial se escribe con M de él. Un pueblo está seguro de que son candidatos. Que son más que los brasileños. Que juegan mejor que los tanos. Que llegarán por tercera vez a la cima del mundo. Y por eso él está feliz.

El camino de un condenado es doloroso Pero al menos esta vez el destino tiene el pudor de regalarnos la última sonrisa de quien siempre será para siempre nuestro héroe.

Publicada en Crónicas maradonianas un libro de Lástima a nadie, maestro.