Justamente en el año del 75o aniversario de la creación de la Organización de Fútbol del Interior (OFI), su evento más trascendente y generador de situaciones sociales y emocionales, el campeonato de selecciones, no se juega.
En un país en el que el deporte, y el fútbol en particular, sin exageración ha sido vehículo y forja de unión, identificación y adhesión, esta ausencia que involucra a cientos de miles de vecinas y vecinos del país, queda sin atención. No se juegan, no se están jugando, no se jugarán los campeonatos de selecciones del Litoral, del Sur y del Este.
Cerca de una treintena de selecciones que representan a medio centenar de ciudades y pueblos quedaron sin competencia tanto en juveniles como en mayores. Desde el punto de vista estadístico será nada más que eso, y así se verá en páginas y portales, bajo la careta de un 2021* - No se jugó.
El campeonato del Litoral, el más viejo de todos, surgido en 1922 bajo la iniciativa del doctor Alberto Blas Langón, cuando en el mundo el único campeonato de selecciones que se había jugado era el Sudamericano, debería estar en la definición de nonagésimo tercer campeonato.
Lo mismo sucede con el Sur, el segundo en crearse, en 1924, que con menos continuidad llegó a completar 76 campeonatos, y en el Este, que disputó 74 veces su título de campeón desde 1927.
Héroes en camiseta
La pérdida circunstancial de ciertas rutinas de la vida la mayoría de las veces queda perdida en el ombligo del que por dos meses no puede jugar, de la que no puede dar clases, de aquel a quien no dejan ir al toque, de las y los futuros murguistas que no llegan a subirse a la bañadera. Sin embargo, hay otras ausencias que hacen más a lo colectivo.
Fue en las tórridas tardes de diciembre, esas con la gente a las corridas de compras, cuando entre tapabocas y abrazos negados por la realidad advertí que por primera vez en mi vida no iba a tener campeonato, el mío y el de cientos, miles, que en la cancha, en la tribuna, en las calles asfaltadas o de tierra, en los boliches y en las peluquerías, harán de esta ausencia una falta, una falla colectiva.
Siento esa emoción desde que mi conciencia me recuerda corriendo detrás de una pelota de plástico cuando no había más gloria que mis padres, mi casa y la seguridad del regazo, piel con piel, que me iba soltando al mundo.
Ha habido siempre en nuestro universo mucho más que Nacional y Peñarol, que Solé y Víctor Hugo, que De León y Bengoechea, porque en cada uno de nuestros pueblos, tal vez a imagen y semejanza pero tal vez también desde su propio fuego, tenemos a vecinos, parientes, doctores y verduleros que cumplen con su rol de héroes de la camiseta del pueblo.
Un supuesto administrador del universo, revisando expedientes virtuales, sacaría de mi cajón –sin metáforas– una historia que encontraría copiada al de cientos de miles de otros uruguayos.
Cerrado por balance
Las pérdidas de esta temporada sin campeonato no serán sólo del orden deportivo. Esa no es más que la punta del iceberg. La falta de competencia retrasará o directamente cercenará las posibilidades de seguir avanzando en la carrera futbolística de muchísima gente que se perderá de momentos cruciales en su desarrollo, más en sub 18 que en mayores.
También nos toca a nosotros, los hinchas del fútbol, quienes en una reconversión forzada por la lógica capitalista hemos sido paulatinamente transformados en telehinchas y, como consecuencia de la pandemia y de que el show debe seguir, directamente nos han mandado al seguro de desaficionado, para regenerarnos en seguidores de campeonatos en episodios de set televisivos, con sonidistas y efectos especiales, y apenas unos extras.
Perder el ir a la cancha representa en nuestros pueblos mucho más que una acción de transporte en la metrópoli.
Hace unos días, mientras esperaba un partido de Cerro Largo en mi posición de comentarista desde mi sala de estar, tan lugar de trabajo como el estudio de Tenfield, utilicé un recurso tal vez no tan habitual pero muy efectivo: sintonizar la radio del pueblo, que en ese caso era la de Melo.
Faltaba una hora para el comienzo del partido en el Ubilla, y sin proponerme recrear nada, salí a caminar escuchando la previa de La Voz de Melo. Esa combinación de tardecita pueblerina de sábado, la voz del locutor comercial arachán con su cadencia de “Agro veterinaria Cepa 19, de todo para su establecimiento en Justino Zavala y Saravia” y las entrevistas largas con la impunidad del dotor diciendo lo que quiere, me conectaron con la ausencia de aquellos días siempre felices de los campeonatos del interior.
La utilería de los sueños
A veces hago un viaje a mi pasado y me vuelvo con una valija llena de cosas simples, cálidas y agradables, que son el combustible de mi vaga prosa.
La mayoría de las veces esos viajes, pequeñas ensoñaciones atadas con alambre, son a mi infancia, que algunos dicen que es la patria. No precisa de mucha utilería: una pelota –cualquiera menos una de verdad que era la única que nunca teníamos–, el sol, la imponencia del estadio, un helado en la confitería, una camiseta albirroja de algodón y franjas anchas, la caravana de los campeones y decenas de imágenes más que me pasan a 60 cuadros por segundo: cuando las nochecitas de enero dan por fin la más inequívoca señal de que el verano es algo especial, en el boliche del Chivo Romero estará sonando la Spica o la Hitachi de pilas grandes, con ese lento pero segurísimo locutor comercial que es capaz de zurcir los lechones recién faenados del abasto de Neneco Pérez con los sahumerios y rituales orientales de Boliwood Shop, y el saque lateral que te saca la Gestoría Carlos Méndez así como te liquida la declaración de IRPF, Fonasa y otros trámites. Mientras tanto, ya no va a venir el tiro “libre de deudas y otros trámites municipales” ni podremos recrear el tranco apenas acelerado de la gente hasta el estadio.
El partido, el campeonato, el teje y desteje de nosotros las Penélopes de cada noche estival de cada año de nuestro campeonato del interior, no está.
¿Qué es lo que pasa, que mientras en el mundo que nos guionan desde los medios sociales, los canales, las radios y los diarios nada de esto es visible o vivible, al tiempo que miles de vidas desde su control remoto ignoran o desprecian estas vivencias aunque nosotros, unos pocos que somos muchos, nos conmovemos con un juego, un partido, un campeonato, 11 héroes, 11 conocidos que están ahí armando un modelo a escala de la búsqueda de la gloria?
La radio a imagen y semejanza de los de Montevideo es, era, la acotada caja de resonancia de nuestro espectáculo, eslabón invisible de una enorme cadena de emociones, hechos y acontecimientos que forjan la historia de nuestros pueblos en su aldeano imaginario popular, en su vecinal sentimiento de pertenencia. Y si bien los muchachotes que saben del joystick y de la geometría de la vida cotidiana con sus falsos y virtuales ejercicios deportivos o bélicos con triángulo, círculo, cruz y cuadrado en sus manos, tal vez no tengan ni idea de qué está hablando el tipo de la radio, seguirá habiendo otros que apuntan su chiva rumbo a la cancha con la botinera debajo del brazo y soñando con ponerse la gloriosa en el pecho.
En lista de espera
Habrá que esperar otro año. Habrá que negociar licencias y vacaciones con la familia. Habrá que recortar horario de trabajo y acrecentar los de entrenamiento.
Esos muchachos de hoy, los viejos del mañana, se lo están perdiendo al sufrir esa ausencia o inadvertidamente sustituirla con Klopp o con Pep; pero serán ellos, como un día lo fueron Cavani, Godín, De Arrascaeta y decenas de estrellas más, quienes tomarán la posta de mantener viva la llama de los estadios apenas iluminados, el recuerdo de los cracks de antaño, semidioses de camisetas de algodón juilliard y de las hazañas mínimas como el cabezazo el Tito Viera en el arco de las viviendas que fue el glorioso 4-3 en los descuentos contra los del otro pueblo.
Ausencia y presencia remasterizada
Aquellas bochornosas tardes de siesta de la abuela se asociaban con una larga y casi insoportable espera jugando en silencio a patear como el crack de mi pueblo.
A pata, nomás, y apenas con un shortcito de baño, imitaba su altivo paso en curva, el pecho henchido, la frente en alto encuadrando aquellos vestigios de jopo que habían engañado a otras colombinas en otros puertos, e intentaba con mi pelota imaginaria clavarla en el ángulo de la vidriada puerta cancel, bastión defensivo de la zona de la siesta. Mientras imaginaba la estéril estirada del atlético arquero de los extraños visitantes que amenazaban con llevarse lo nuestro proyectaba, sin saberlo, mi adhesión a mis desconocidos vecinos que conformaban la comunidad que largamente trascendía la gente que corría atrás de una pelota, alegría efímera pero no superflua, finita pero lo suficientemente perecedera como para embarcar nuestro humor a una sensación de placidez, tranquilidad y esperanza que a veces nos daba el fútbol, esa camiseta que nos une en todas las ciudades, los pueblos o los barrios.
No es necesario, aunque sumaría una enormidad, que esto lo estudien las ciencias sociales para demostrar que esta inadvertida ausencia, la del fútbol del interior y su mayor evento, el campeonato de selecciones, dejará una marca en el futuro tanto como la está dejando nuestro cambio de vida.
Hoy no se juega, no se juega ni el Litoral, ni el Este ni el Sur, y tal vez no signifique una ausencia pesada para muchos de ustedes, pero para muchos otros sí, y entonces, entre perfume de glicinas cortado con linimento, volveremos a sentir –como el guacho que mira bien de al lado a la murga, como el primer beso, como aquel gol– la música iniciática que marca el compás de los tapones sobre el cemento mientras los para siempre inalcanzables cracks del pueblo, los que mañana volverán a ser verdulero, vidriero o repartidor, caminarán entre sus vecinos acomodando sus camisetas, arreglándose el jopo o jugando con el algodón embebido en alcohol, arrancan rumbo al campo de nuestros sueños.
Esa es la gloria, y eso no se suspende por covid-19.
El perfume de la vida
Hoy no están. Pero estuvieron. Ya vendrá la próxima. Miren. Ahí, entre la gente, desandan los escalones por el medio de la tribuna llena que los conduce al portoncito que delimita el rol de héroe local. Ante nuestra pequeñez y nuestro asombro, avanzan con la seguridad y el miedo de la batalla desde el mísero vestuario caballo de Troya del pueblo. Van al campo de la gloria, a veces. Otras tantas, al infierno tan temido. Siempre en esa impostura hija de la vida: enhiestos, serios, grandiosos. Astronautas del pasto con luces de faroles, elegidos para llegar al más allá. Mírenlos: avasallantes o inseguros conquistadores de mares de dudas; caballeros cruzados de las elegidas noches pueblerinas; sempiternos luchadores por sacarnos del Medioevo del fútbol grotesco y luchado.
No se juega, pero miles de nosotros tenemos guardado aquel incienso, alquimia de aceites y masajistas, corporizado en viejas piernas lustrosas, capaz de sacarte de ambiente y de conducirte a un mundo de fantasía, de héroes que con pesados pasos de león se abrían paso entre sus vecinos de todos los días.
Todo se congela, como ahora en esta cápsula, ante la menor señal de que se acerca ese momento de efímera comunión y máxima emoción, en el que los futbolistas, murguistas cantando entre la gente, dan el tono con el estridente sonido de sus tapones marcando una marcha triunfal.