Miren hacia las tribunas. Observen los autos llegando como hormiguitas con luces. Vichen los ómnibus, los de nosotros la gente del STM, apretados, incómodos, pero exultantes. Entre la multitud es imposible decodificar esas miles de sensaciones que padres, madres, abuelos, acostumbraron a vivir en los años sesenta, en los setenta y hasta en los ochenta, cuando una instancia tan trascendental e importante como esta, era cuestión de casi todos los años.
La intensidad que tiene vivir una semifinal de torneo internacional viene por sí misma pero fundamentalmente por una cuestión fenotípica, de nosotros los aficionados al fútbol uruguayo, que desde aquel 1960 nos vimos invadidos por las emociones de la competencia.
Tu padre, tu madre, tu abuelo, tuvieron decenas de encuentros en el reloj de la Torre, en la estatua de Narancio en la puerta de la Colombes, enfrente al palco.
El Centenario, su entorno, fue hasta ayer el escenario incorporado a estas emociones, la expectativa, los nervios, el acelere, la explosión.
Es cierto que el fútbol es un estado de ánimo. El fútbol es el escenario de una parte de nuestras vidas. Y esta vez el escenario volvió a ser el del fútbol, el de nosotros en las tribunas, ahorcando alambrados, dejando la laringe contra el tapabocas, experimentando la arritmia del síndrome del lateral brasileño soltándose como si fuese Neymar, el éxtasis de ver la pelota flirteando con las redes contrarias.
Eso es el fútbol, la camiseta, los jugadores y la gente.
Después, qué importa ya el después.
A volver, y a volver a sentir esas únicas sensaciones, esos explicables sentimientos por el fútbol, que es parte de nuestras vidas.