Horacio Cavallo es poeta, narrador y cuentista. Ejerce el oficio de la escritura. Escribe para niños y niñas y para adultos y adultas, y para esa brecha definitoria como los penales entre una vida y otra, que en realidad es la misma. En 2020 publicó Fábrica de escalofríos, un libro de poesías en el que se puede jugar con los versos sin perder la rima ni la historia. El libro fue adquirido por el Estado argentino para sus escuelas primarias. Además publicó el poemario Luz de última hora (Civiles iletrados), y el libro Una tarde de se(p)tiembre, otra historia Nacional, un libro para niños y niñas sobre la historia del Club Nacional de Football, que es parte además de la historia de nuestro país. O que no puede verse desatada de esa historia original de nuestro país. Publicado por Libros del Bolso, relata la historia de Lucas y Clara, que jugando como hermanos junto a su perra Alba Celeste, ponen a funcionar un hechizo apagado por décadas: a través del estornudo de Alba Celeste, una vez estando escondidos adentro del ropero, siguiendo un típico juego infantil, el mueble los traslada a 1903. Van a parar a la casa de un pariente muy lejano, horas antes del partido que Uruguay disputaría con Argentina formando con la totalidad de sus futbolistas del club albo de La Blanqueada, y por el que obtendría el primer título de la historia de la selección. Eso implica una visualización de la historia que ilustra Sebastián Santana y que pone de manifiesto datos fehacientes de nuestra cultura futbolera, por ejemplo, el nacimiento del concepto de hincha. La aparición de Prudencio Miguel Reyes, el primer hincha del mundo, el empate del porteño Brown, las jugadas de Urioste, Nebel y los hermanos Céspedes, así como la presencia de Rosa y Leopoldo, que con el tiempo serían sus primeros abuelos, ubican a los personajes y a quien lee en un viaje muy querible por el tiempo. Es indefectible volver atrás para entender la propia razón futbolera de Horacio Cavallo, los orígenes del escriba que dirá “la camiseta está siempre”, enredado en la cultura local futbolera al sur del Río de la Plata. Y para desembocar en un libro para niños y niñas hinchas de Nacional, aunque me atreva a decir para hinchas en general; un cuento de fútbol, un libro de fútbol y de historia.
¿Hay lectores de consulta en tu núcleo más cercano?
Cuando era chico era mucho más interesada mi vieja que mi viejo, después empezaron a salir algunas cosas en el diario y mi viejo se fue arrimando pero mucho más tranquilo. Se ve que tenía miedo de apoyar algo que seguro me iba a hacer morir de hambre toda la vida. Mi viejo siempre fue un lector compulsivo de thrillers. El acto de leer viene por ahí, pero el gusto viene por mi vieja, que le gustaba el teatro, otra estética, otra visión. No he tenido gente que me lea para consultarle qué le parece lo que escribo, pero el otro día, que murió Hugo Fontana, pensé en ese grupo donde él se movía mucho. Yo estaba en un momento en la lista de mails y él mandaba sus cosas para ver qué pensaba el resto. No lo hago mucho porque siempre me da la impresión de que molesto. Nunca consideré que tenía tanta confianza con alguien para eso, pero de hecho la tengo. Me gusta lo que escriben los contemporáneos, pero lo mío es todo muy para adentro, salvo que sea algo breve o un poemario.
“Me paraba a ver a los pibitos que jugaban en las canchas del Buceo. Eso por lo que ellos estaban jugando es fundamental. Después lo vas perdiendo por adquirir otras cosas”.
¿Qué sucede en un escritor cuando escribir pasa a ser un oficio?
Hablando con Henry Trujillo hace unos cuantos años, me decía que le gustaría volver a aquellos momentos cuando escribía sus primeras novelas. Que con la técnica que había ido adquiriendo ganaba determinadas cosas, pero que hay otras que se pierden. Cierta efusividad que yo tenía al principio para escribir algún texto y escribir hasta terminarlo, ahora no me pasa. Por lo general me tranco, escribo tres páginas y de repente pasan tres meses para que vuelva a agarrar ese texto. En los últimos dos o tres años escribí dos cuentos, antes escribía todo el tiempo. Las cosas cambian, hay algunas favorables y otras que no. Ahora los textos los trabajo más, quizás son mejores textos que los que escribía antes. A los futbolistas les debe pasar parecido; yo me detenía a ver, cuando no está la guita o esa infraestructura medio tenebrosa ‒la camiseta está siempre‒, me paraba a ver a los pibitos que jugaban en las canchas del Buceo, iba en la chiva a mirarlos. Eso por lo que ellos estaban jugando es fundamental. Después lo vas perdiendo por adquirir otras cosas. Pero lo que se pierde es cierta cuestión instintiva, propia. Cuando los críticos de cine van a ver una película no pueden ver la película como la vemos nosotros. De repente, antes si un texto no estaba del todo bien escrito, línea por línea, lo podía leer igual, pero capaz que ahora, si línea a línea no está bien escrito, lo dejo.
¿Qué te ha pasado en ese sentido con otros tipos de trabajo que has tenido?
Trabajé 15 años en una casa de repuestos, se lo decía a Sofi Richero en una nota hace mucho tiempo; yo quería trabajar en algo más cercano a la literatura. Y ella, que en aquel momento trabajaba en Brecha y tenía que leer todo el tiempo notas de otros, me decía “andá a saber si es mejor trabajar en algo más cercano”. Porque cuando terminaba de escribir no tenía ganas de leer. Yo me imaginaba dejar de estar diez horas con las manos engrasadas vendiendo caños de goma a estar en un escritorio leyendo notas o editando. Pero después es cierto que te pasa eso, que te desgasta algo que tiene que ver con lo que te gusta hacer.
¿Cómo es tu entorno cercano con respecto al fútbol?
Mi viejo fue toda mi infancia directivo de básquetbol. Entonces era mucho más basquetbolero que futbolero, aunque de grande le volvió esa cosa por ir al fútbol y volvió a ver a Fénix, su cuadro de toda la vida. Pero sobre todo mi viejo fue un anti Peñarol. Cuando mi abuela materna, siendo yo niño, me regaló un equipo de Nacional, que es el momento en el que yo considero que me hago hincha, para mi viejo no fue tan terrible. Entonces me llevó a ver algunos partidos de Nacional. No era el viejo que viene con la bandera a buscarte para ver a su cuadro, porque no era su cuadro, pero siempre le gustaba que ganara Nacional más que el otro. Una vez nos metimos en un videoclub por el Prado y mi viejo me tocó el hombro y me dijo “mirá quién está ahí”: era el Vasco Ostolaza. Para mí era gigantesco. Mi viejo podría haberse callado ahí, yo no me iba a dar cuenta, pero tuvo esa picardía de mostrarme. Le hubiera gustado que yo jugara al básquetbol, capaz, pero siempre fue de dejarme, no de imponer. Cuando jugábamos en la puerta de casa él me tapaba la pelota para que yo hiciera bandejas, pero como no podía pasar a mí me parecía un deporte de mierda. Con la otra abuela peleaba porque era bastante manya, y en la escuela también me gustaba eso. De grande se me fue yendo, cuando empecé a descubrir esa otra parte de atrás del fútbol, esa cosa institucional, la guita que se mueve, lo que hay atrás de eso. Capaz me voy muy al extremo, pero siempre me costó esa parte, y capaz para evitar eso me tendría que haber hecho de cuadro chico.
¿Por qué no fuiste de Fénix?
Porque mi viejo no metió eso en mí, yo a Genaro [su hijo] tampoco le quiero imponer nada, la música, por ejemplo, que es algo que me gustaría [compartir]. Mi viejo me podría haber hecho hincha de Fénix, yo me acuerdo de los gritos del “Fénix no baja” y hubiese sido lindo ser de los de Capurro, pero no. Me crie en La Figurita y podía estar el Yale, pero es de básquetbol, no hay un cuadro de fútbol del barrio ahí. Después me mudé por todos lados, pero mi barrio va a ser siempre ese. Si pasaste toda la infancia en un lugar lo llevás en el corazón.
“Cuando unos escritores empezaron a juntarse para jugar fui un par de veces, pero ya cuando se pusieron muy competitivos me retiré”.
¿Cómo fue estando el fútbol en el tiempo y cómo se vinculó con el rollo de la escritura?
Cuando tenía 15 años aposté con un amigo y tiramos una moneda para ir a ver un clásico. Del lado que saliera íbamos a la hinchada; él era manya, pero al menos conocía a algunos de la cancha, yo nunca había ido a la de Nacional. Tuve que gritar un gol y fingir sorpresa con otro. Ese fue el último delirio que hice. Y como era bastante patadura jugaba algunos partidos, pero casi nada. Cuando unos escritores empezaron a juntarse para jugar fui un par de veces, pero ya cuando se pusieron muy competitivos me retiré. Pero eso que quedó medio dormido de la infancia me vuelve con los mundiales. Me sigue pasando. Con el partido de Uruguay y Ghana, escribí sobre el impacto que tuvo. Laburaba en la casa de repuestos. Con el partido pasa como con las Torres Gemelas, todo el mundo se acuerda de qué había hecho antes, qué hizo después, dónde lo vio, fue un disparate. Si yo no tuviera un corazón futbolero lo hubiese mirado como cualquier otra cosa, pero en la casa de repuestos estábamos todos como locos. Uno encerrado en el baño sin querer salir para los penales. Entonces, escribir algo que tenga que ver con el fútbol no es lo mismo que escribir algo que tenga que ver con el rugby o con el tenis. Lo más fuerte que sentí fue con diez o doce años jugando en la calle contra los de la vuelta, con dos piedras en dos paños, y en el mundial del 86 o del 90. El fútbol era eso, salir a sentirse Goycochea. Lo que no me animé, porque siempre fui un cagón, fue ir a jugar al baby fútbol. Tengo un episodio en AEBU en mi primera infancia, que estábamos peloteando y en un momento hubo una falta, quedó la pelota quieta y yo le pegué para cualquier lado, no había entendido nada.