La calle Juan Acosta da al Polígono de tiro en el barrio Coppola, cerca de Las Acacias, atrás del cuartel. Todavía hay una fábrica de hierro que hace un ruido constante durante los días. No sabía Alejandro si era el humo de aquella fábrica, su abuelo haciendo chapa y pintura o su abuela matando mosquitos con un flit venenoso, pero lo cierto es que padeció el asma los fines de semana cuando caía por aquellos barrios cercanos al Cerrito de la Victoria, donde vivían sus ancestros.
En aquella casa de la crianza se reunía toda la familia, inmigrantes pobres españoles, abajo de la parra a jugar al brisca, a la escoba de 15, a las diferentes versiones del tute o al dominó. Así como su abuela le espantaba los mosquitos, en los picados del barrio le espantaba a los brutos para que no le pegaran, porque Alejandro era el más pequeño. Pero, claro, el fútbol es integrador, es una forma de pertenecer. Al gurí le gustaba la energía de la competición.
Cuando su familia volvió a emigrar, esta vez a Estados Unidos, los compañeros de colegio se sorprendieron por el vínculo entre sus pies con el barrio puesto y el juguete redondo. Dice el Lama: “Hay una gran lección cuando se pierde, la de enfrentar la derrota y superarse. Esta nueva generación es frágil por esta cultura de imponer la igualdad, de crear una igualdad artificial. Hay mucha frustración porque esta nueva generación tiene las expectativas muy altas. Piensa que se va a comer el mundo sin hacer esfuerzo, que tiene derecho a todo sin poner lo mejor de su parte. Y cuando no puede, carece de las herramientas para lidiar con esa adversidad y superarla. Lo ideal es tolerar los picos y los baches. Ser exitoso, ganar, tener atención, y después caer. Te ignoran, te descartan o eres humillado, derrotado. Si no tienes experimentos que te forman durante tu niñez, es muy difícil enfrentar esos retos cuando eres adulto”.
Desde los 12 años, el venerable Lama Rinchen Gyaltsen –aquel niño llamado Alejandro que pasaba los fines de semana en el barrio Coppola debajo de la parra– hurgó en las bibliotecas sobre la muerte, las fuerzas místicas, las fuerzas oscuras, los espíritus, inquieto por la fragilidad de la existencia. Encontró en el Dharma “una enseñanza de la cual no se puede ver el fondo”. Dice: “Es tan profundo que no puedo conceptualmente comprender el último nivel del amor que presenta el budismo, el último nivel de la realidad. Otra cosa que aprecié del budismo tibetano es el interés en hacer cambios internos que puedas medir, no tanto en promesas ni en paraísos, no tanto de profecías, de sueños, de cosmología, sino cómo podemos mejorar como personas. Sí o sí vamos a morir, eso lo sabemos intelectualmente, pero no lo hemos aceptado. La muerte está tan cerca como una exhalación. En ese momento de la muerte todo lo que hoy valoramos no tiene sentido: esa foto con Luis Suárez, esa foto con la Copa en el 50, toda la biblioteca llena de libros, todos los títulos. Estás tú solo y desde la perspectiva budista empezamos un peregrinaje”.
Ngawang Lekshe Rinchen Gyaltsen recibió su nombre monástico el 25 de febrero de 2003 en la ciudad de Lumbini, Nepal. Ngawang es un término tibetano que remite al poder del verbo, Lekshe a la elocuencia del verbo, Rinchen al brillo sagaz de una joya, y Gyaltsen al emblema de la victoria. Antes de iniciar su nueva vida como monje, terminó la secundaria en Hudson, un condado de New Jersey, y desde los 16 años colaboró en un hospital con personas con VIH en pleno auge de la epidemia. Cursó estudios de economía y se formó en bellas artes y en psicología, y es aficionado a la fotografía y al cine. Vivió entre la Gran Manzana y Galicia, donde se encontró con sus raíces. Recuerda las tenidas futboleras en las arenas galegas tanto como los incipientes encuentros neoyorquinos de soccer o las más curtidas reyertas de béisbol y fútbol americano. Conoció en Nueva York a su maestro de la tradición Sakya, Khenpo Pema Wangdak, quien dio una conferencia sobre filosofía budista en la que habló del Sutra del Corazón. Aquello marcó el inicio del camino espiritual a través de la guía del maestro tibetano. Años después conoció India y continuó formándose en filosofía, prácticas, rituales, meditación y lengua tibetana en el Instituto Pema Ts’al de Nueva York. Dos años después de su ordenación, concedida por el célebre maestro S. Em. Chogye Trichen Rinpoché –uno de los últimos lamas formados en su totalidad en el Tíbet–, le fue otorgada la ordenación mayor y adoptó completamente los votos de monje. Ese mismo año, ingresó en la International Buddhist Academy, radicada en Nepal. Allí terminó por dominar la lengua tibetana clásica. Abordó el estudio de textos de la tradición filosófica budista, en particular los pertenecientes a la tradición Sakya.
El Lama pide gentilmente un mate y tras ese ruidito universal, mira la rambla por la ventana. Dice que Uruguay está en una meseta habiendo sido uno de los pioneros del progresismo, que es un país bellísimo y que tiene un alto nivel de educación, lo que le permite una afinidad con el budismo: “Es un país que puede interesarse en el Dharma, apreciar el aspecto profundo y filosófico del budismo”. El Lama habla del tono de tranquilidad del país, aunque también ve la línea delgada de la pasividad, aquello de “vamos tirando” o “estamos sobreviviendo”, una “especie de conformismo”, sostiene. En la rambla hay gente que corre, gente que camina, gente con perros. “¿Qué es felicidad? ¿Cómo quiero vivir? ¿Cómo quiero morir? ¿Cuál es la verdadera ley que está gobernando mi vida? Esas preguntas te abren la puerta donde estabas tocando el timbre, pero que estabas rechazando activamente por estar entretenido con las luces, con todo lo que está ofreciendo la existencia mundana”.