Un mundial siempre es una maravilla.

No hay forma de que uno de ellos, un momento de ellos, no nos haya flechado. Donde sea: en el estadio, en una ciudad a miles de kilómetros, frente a un televisor, escuchando la radio o llegando a la fase cero del plan de verlo en vivo. Lograr esto último implica expectativas, sueños, incertidumbres, y andar pateando prejuicios, eludiendo cosas feas. Al final, nunca resultará como las expectativas nos flechaban, pero siempre hay una suerte de enriquecimiento vital.

Las copas del mundo, en puridad los mundiales -incluimos también a 1924 y 1928, que nos dieron dos de las cuatro estrellas-, se viven en por lo menos dos dimensiones muy marcadas, y que además son atravesadas por la más importante circunstancia que los hace ser lo que son: las selecciones, los jugadores y los partidos.

Para ir despejando las incógnitas más fáciles de despejar, una dimensión neta y pura de los mundiales es la que viven los deportistas, dirigentes, organizadores y el público, la población del país organizador, y otros que al principio fueron apenas unos cientos, y hoy casi 100 años después son cientos de miles, cuando los mercaderes vieron la veta de turismo mundialista.

La otra dimensión está demarcada por los receptores de la información, que en principio no eran más que lectores o escuchas de segunda mano de lo que los corresponsales de prensa contaban, y que conforme se fue avanzando en los formatos de comunicación, primero prensa escrita y radio (1930, 1934, 1938, 1950, 1954); prensa escrita, radio y televisión desde Suecia 1958, cuando se vieron los primeros partidos televisados; y en 1966 partidos en directo para el organizador; en 1970 partidos en directo para el mundo, y de allí para adelante partidos como subproductos para vender en las pantallas chicas. En este siglo se agregaron con mucha fuerza los envíos web de prensa, escritos de radio y audiovisuales, y en la última década las redes sociales, lo que hizo crecer de manera exponencial la composición virtual a miles de kilómetros de donde está sucediendo.

De acá

El mundial nos modifica el biorritmo y la actividad laboral o estudiantil, tiene sus vivencias, su desarrollo, sus emociones, angustias y felicidades, en nuestras calles, con nuestros aromas, nuestras paredes, nuestra lengua. Es un mundial a todo frenesí y con una impresionante impronta comercial, que vivimos en nuestros pueblos hasta que nuestra selección queda fuera, y ahí todo languidece menos la venta de rulemanes, saladitos, o tal o cual cerveza. Ese es un mundial en el que estamos todos comprometidos desde niños hasta ancianas, desde indigentes a terratenientes, desde curtidores a virólogos. Es casi una serie televisiva de una entidad de negocios transnacional, que nos conecta en relación de dependencia con algo que tiene su propia dinámica de desarrollo y podríamos compararla con una o varias series para maratonear durante semanas. Es absolutamente verosímil, más que Truman saliendo de casa cada mañana en “The Truman Show”.

Todo lo demás, no tiene precio

La otra dimensión del Mundial es la de cada país que lo organiza, cada ciudad que lo recibe, cada estadio en donde se juega. No alcanza con la locación perfecta, el set inmaculado y la escenografía de no-lugar de estadio FIFA: es absolutamente necesario que la gente entienda, vibre y mueva el campeonato desde sus casas, desde sus ómnibus, desde su trabajo o en los estadios, para que el evento sea realmente un Mundial.

No alcanza con el invalorable esfuerzo de miles de hinchas del mundo, que en la mayoría de los casos gastan muchísimo más de lo que sus presupuestos permiten para estar ahí disfrutando de un evento sin igual, que nos permite encontrarnos, competir, conocer, enriquecernos, mucho más que con un partido de fútbol. Y eso es lo que pasó y pudo haber pasado de una dramática peor manera de no ser por, fundamentalmente hasta ahora, argentinos y marroquíes, que han dado vida real con sus miles de seguidores dando soporte en los estadios.

Claro que también hubo otra gente de otras 29 nacionalidades, los uruguayos, los miles y miles de mexicanos, los brasileños, los españoles, los ecuatorianos, que le pusieron calor y sentimiento al asunto. Pero faltó. No digo que haya puestos de chorizos al pan, de baguettes con fiambre, de pinchos, churros, tacos, enchiladas, arepas o chipa gorda. No, hubiese estado encantado de un Mundial con shawarma, baklavas, con café árabe con cardamomo, azafrán y canela. Pero también con gente en las tribunas que se agarrara de las butacas cuando veía que la llevaba Suarez, o que se preparaba para saltar cuerpo con cuerpo con el senegalés Koulibaly, o que codeara a su compañero de asiento, lo conociera o no, y en el idioma que fuera demostrara su admiración por el marroquí Amrabat, con un ¡Qué jugador, what a player! Nada de eso pasó en esta dimensión real y física del Mundial.

Es una macana, pero aquí estamos, sosteniendo el alma de un evento que cambiará y será cada vez más visto como un negocio, pero que nunca dejará de ser una maravilla.

Hay que pensarlo más, doña FIFA, hay que sentirlo más, hay que vivirlo más.