En este caso, en el del fútbol, según todas mis subjetividades, el dolor va en un distinto camino al de la frustración. Si bien arrancan juntos y parecen una misma cosa, con el paso de las horas y los días se desambiguan, y siguen, se restañan o se van difuminando en el tiempo por separado.
“Cuando ya no vuelva el dolor/ va a amanecer el día / en que vas a volver / volver, volver, para encontrarte otra vez...”, dice la inolvidable despedida de este año de Asaltantes con Patente, con la que invariablemente lloro, incluso en este cálido diciembre de invierno de Qatar.
Una de las más apreciables condiciones de la evolución en el pensamiento fue comprender que el fútbol es una competencia en la que, por definición, siempre hay un colectivo que es superior a su antagonista en determinados períodos, y que al final de esos 90 minutos siempre hay un ganador o un reparto de puntos.
Planteado así es como estar hablando de la resolución final de una partida de ludo, que lo es, pero sin embargo, en nuestras tierras nos acercamos tan tempranamente al fútbol, que todo el apresamiento que vamos recibiendo para la vida en cuanto a nuestro desarrollo físico, emocional y educativo lo traspolamos a esta maravillosa competencia en la que entramos desde muy chicos, jugando, pero sin entender que ganar o perder es el resultado de la interacción de decenas de variables, que por lo general hacen del deporte de competición un fenómeno distinto a nuestra vida cotidiana.
No sé los y las jóvenes del siglo XXI, pero sí sé que las y los jóvenes de buena parte del siglo XX creíamos en el mundo del fútbol con el desvío, y la insoportable idea de que sólo por el hecho de ser uruguayo y vestir de celeste teníamos que ser superiores a cuanto rival se nos cruzara, y ser campeones, no admitiendo como buena gestión de competencia cualquier otra cosa que no ganar, que no ser campeón, sin aplicar el más mínimo análisis de situación en una instancia donde el azar tiene mínima incidencia en relación a otras variables mucho más ponderables, preparadas y ensayadas, así como a decisiones y estrategias.
Pasé varios años de mi adolescencia y juventud enojándome contra los rivales de turno, enfrentado con los jueces, descalificando ad hominem a técnicos y adversarios; pidiéndole, de mal modo y desde la soberbia, al línea que bajara esa bandera, al árbitro que no sea chorro, y al Martínez del otro cuadro que era un caracagada sólo porque salía jugando desde el lateral con la pelota atada a los pies.
Si bien es cierto que me preparé y me preparo para esta hermosa tarea de hacer medio campo con las letras, de tirar paredes con ustedes con ideas y conceptos a medio construir, de levantar centros para que otro la cabecee, fue antes de que llegara a un micrófono o a la máquina de escribir que me fui dando cuenta de "el funcionamiento general de las cosas", al decir de Eduardo Sacheri en su maravillosa novela del mismo nombre.
Sostener las emociones que se disparan de un partido de fútbol no es algo posible para los futboleros, ni para los de la más absoluta élite, como los que juegan el Mundial, ni para los de la más crítica situación de amateurs, pero sin embargo quitándole el natural sentimiento de frustración de los 40 o 50 protagonistas directos de cada encuentro, que seguramente también la deberán deconstruir a través de un proceso analítico, básico o complejo, todos los demás miles y hasta millones de coprotagonistas virtuales deberíamos poder ejercitar un análisis crítico de un proceso que nos es ajeno en su ejecución, pero que acompañamos como observadores comprometidos.
Por eso es que sin separar mi rol de periodista especializado en deporte, y en particular en fútbol, con el de hincha, sé que el dolor y la frustración reciente van por caminos separados.
No sos vos, soy yo
Un campeonato mundial de fútbol del siglo XXI es una contienda de altísima competición en la que se encuentran, sin dudas, la mayoría absoluta de los mejores futbolistas de estos días, y las mejores selecciones posibles dentro de los elegibles por cada país. No hay vuelta, es así. Están los mejores, y por más que se subdividen arbitrariamente en grupos de a cuatro para reducir drásticamente en apenas tres partidos a la mitad de los seleccionados, el nivel de competencia y de paridad se acrecienta en cada instancia.
Desde el día mismo del sorteo, por lo que representa Portugal como competidora de fútbol europeo, por el constante desarrollo y prevalencia dentro del fútbol asiático de Corea del Sur, y por ser fiel representante del desordenado pero fértil en juego africano de Ghana, el grupo H de Uruguay significaba una micro competencia con alto grado de dificultad. ¿Es que los uruguayos no nos podemos plantear la idea de quedar eliminados por las propias razones de la competencia? No, no podemos, un poco por ese primitivo y casi bárbaro desprendimiento de otros tiempos en que éramos los mejores, y otro poco porque en la refundación de la selección uruguaya en este siglo nos acostumbramos a presentar formaciones que dejaban bien altos los niveles posibles de competencia. Eso no necesariamente quiere decir que desde nuestra concepción e idea íbamos a ser campeones del mundo.
El dolor primero es el de no poder seguir el paso a paso, y advertir que no hay esperanza porque no hay mañana. La finitud de ir evolucionando en la competencia es algo muy difícil de asumir, sobre todo cuando se pone tanto énfasis en ese evento que exageradamente se puede decir que convoca a buena parte de la población mundial.
Ese dolor se va acrecentando o curando después de cada partido, y de acuerdo con las expectativas mínimas o máximas, que en este caso no se alejaban de clasificar a octavos de final.
La conformación del equipo, su planteamiento estratégico, su figura táctica tienen a veces tanta incidencia como la elección del colectivo indicado para esa instancia.
Con el diario del lunes se advierte, aunque sea un ejercicio contrafáctico, que tal vez se hubiesen elevado las posibilidades de clasificación de haber tenido otra postura estratégica y de juego al enfrentar a Corea y a Portugal. Es de tan alta complejidad encontrar una explicación para la eliminación por menos goles a favor, que no es posible presentarla a través de la victoria ¿inesperada? de Corea sobre Portugal, del penal mal cobrado a Josema Giménez contra los lusos, o de no haber marcado un tercer gol en la victoria ante los ghaneses, ya con una oncena que parecía poder desarrollar bastante su potencialidad ofensiva y defensiva en cancha.
El dolor es por no seguir, por no poder haber acompañado de otra manera la posible despedida de algunos futbolistas que marcaron y marcarán una época dentro de la expresión futbolística de Uruguay, por recibir el golpe definitivo cuando ya no había tiempo para nada, cuando el triunfo estaba siendo un aparente buen punto de relanzamiento hacia otras ilusiones.
La vida es tango
La frustración es otra cosa. Me frustra, nos frustra, no haber podido resolver mejor con ciertas decisiones técnicas y estratégicas, la escalera de partidos que nos podían dar la clasificación y no haber asumido determinados riesgos que en este tipo de competencias son las variables determinantes entre seguir o volverse.
Tiene que ver con la idiosincrasia de los pueblos, con el desarrollo de nuestras vidas y la forma de encarar ciertas instancias. El partido ante Corea era el primero en un Mundial que es una inmensidad inconmensurable en el mundo del fútbol, para el director técnico y para muchísimos de los futbolistas, y sin dudas representaba un componente anímico y emocional a cuidar y elaborar debidamente. La cautela y el no riesgo eran una condición asumible para manejar la situación por lo menos en el primer tiempo, pero tal vez admitía, ya con el piso de la sumaria experiencia de 45 minutos de prueba, la posibilidad de cambiar el tipo de juego, de potenciar a los de fulgurante presente, y de acompañar debidamente a los de dilatada y comprobadísima trayectoria como Luis Suárez. No fue así, y se achicaron los plazos.
Ante Portugal, y por el resultado de Ghana-Corea, era casi lo mismo empatar que perder, por lo que había red para arriesgar a buscar el desequilibrio mirando el arco de enfrente, pero sin embargo ello sucedió recién en la última media hora, cuando ya estábamos perdiendo, y fue posible por el cambio de condición que plantearon los futbolistas en cancha a partir de los ingresos de Giorgian de Arrascaeta, Facundo Pellistri y Suárez, que llamativamente había perdido su lugar en el equipo donde es primordial, porque en el partido anterior por la postura del equipo, por la postura general de las cosas, no había tenido oportunidad alguna para su consolidado juego de la actualidad.
Si volviese a aquel muchacho de la tribuna, les gritaría a los ingleses amarillistas de The Sun que se vayan a ocupar de sus cosas, y me pelearía con cada programa o crítico de los nuestros que hubiese empezado a pinchar con que había jugadores intocables, refiriéndose a Suárez.
Ante Ghana, cuando no había otra cosa que ganar, se planteó, ante un rival con el mismo nivel de dificultad que los anteriores, un partido para ganar. Porque era nuestra única posibilidad, pero fundamentalmente porque con una buena combinación de jugadores y una propuesta de juego que asumiera riesgos inevitables en este tipo de competiciones que no son de largo aliento, que son en definitiva las más justas, era posible competir por el objetivo (clasificar) a la altura de las circunstancias.
El dolor y la frustración se juntaron en el partido con los africanos, una clara demostración de que había un colectivo de jugadores uruguayos, que combinados según la ocasión y asumiendo riesgos ineludibles en este tipo de competencias estaban en condiciones de haber llegado un poquito más, sin necesidad de haber acumulado frustración por la mala o pésima administración de los arbitrajes, que, es cierto, in extremis, con un penal mal cobrado, o dos penales no cobrados, nos dejaron sin posibilidades de seguir compitiendo.
Es la primera vez en 12 años, es decir en cuatro mundiales, que Uruguay no logra avanzar por lo menos una fase más allá del grupo. Es doloroso, es frustrante, pero no es una injusticia, porque esto es una competencia donde unos ganan y otros pierden.
En todo caso no decimos adiós, sino hasta siempre.
Rómulo Martínez Chenlo, desde Doha.