Pero ¿ustedes qué se creen, que esto ha sido siempre así? Bajá, chiquito. Bajá, chiquita. ¿Así que vos querés ser campeona del mundo? ¿Pero en qué mundo vivís?
¿Ves esta cicatriz acá? Esta me la hice en el Brígido Iriarte en 1977, y este corte me lo hizo el Tamayá Porfirio Jiménez en Tembladerani en los 3.800 metros de altura de La Paz. ¿Ves este agujero en mi pecho? Me los hicieron entre Guillermo La Rosa y Julio César Uribe, acá en el Centenario, en el 81. ¿Y esta piel que me falta? Me la sacó Romário en Maracaná en 1993. Ah, esa renguera es de dos años sin cuidarme en 1996 y 1997. Yo estaba ahí. De los penales de Australia no se habla. Capaz que te traumo, porque vos ya estabas en esta vida.
Ustedes, sí, ustedes, los que sumaron sus gritos histéricos en Tik Tok y en Instagram, los que hicieron match en el Tinder de la vida con otros directores técnicos para salir de lo mismo, los que recién en unos años podrán dar magnitud a lo que hemos vivido en el camino, no saben lo que es el martirio de la celeste. Por suerte, y están a tiempo de ayudar a evitarlo. Evítenselo.
Te queremos ver campeón
Yo soy hijo de la celeste olímpica, de la que mira a la torre cuando se iza lentamente la bandera del país campeón mundial, del llanto emocionado de Carlos Solé. Ojo, también me crie entre los que festejaron cómo Carlitos Paz colgó del alambrado a Pinino Mas, cómo el Colacho Ramírez persiguió por todo Maracaná a Rivelino. Y viví años y años que no le ganábamos ni a Peteco, que nos quedábamos afuera de los mundiales, que no clasificábamos a la definición de la Copa América.
Yo fui un guacho que anduvo entre el barro y la mierda cuando Porfirio Jiménez nos eliminó en el segundo partido de llegar a jugar en Argentina 78; me comí el bajón del vinillo de Barbadillo, Cueto, La Rosa, Uribe y Oblitas cuando, en el Centenario, nos noquearon para que después quedáramos afuera de España 82. Mirá, ya era treintón cuando nos voltearon de Estados Unidos 1994 y, peor aún, estaba adentro cuando no llegamos a Francia 1998.
No, no tuve la suerte de ser como esos millennials que en su vida nunca han quedado eliminados de un mundial. Tengo la suerte de no ser como esa gente que, porque a falta de cuatro fechas quedamos relegados a un punto de la zona de clasificación, decidieron, empujaron y gritaron para romper todo y minar, que no terminar, un proceso virtuoso de 16 años.
Enhebrando frustraciones
Lo tenía y lo tengo presente: la presencia consecutiva de Uruguay en cuatro mundiales es su mejor secuencia. Sólo una vez había pasado con la participación celeste, en la seguidilla 1962, 1966, 1970 y 1974.
Como nací en 1960 ya lo había vivido, pero sin el ansia programática de que así fuera, y sí como despreocupado nieto de los vestigios de gloria que otros habían dilapidado. Había un relato básico y casi primitivo, azuzado por los primeros especialistas, que más o menos se resumía en “somos Uruguay, esta es la celeste y nadie nos puede ganar.
Mi fascinación por el fútbol se instaló antes de jardinera, de la mano de mi padre o de mis tíos, en la inmensidad del Campeones Olímpicos, o sea que nada pude agarrar de Chile 1962, el primero de los cuatro mundiales de Pedro Virgilio Rocha.
Cuando pisé el Centenario por primera vez para ver a la celeste ya estaba en segundo y, entre hojas Tabaré y zapatos Goleadores de Funsa, mi padre me dio las llaves de la Olímpica y me inició en el perfume de los chorizos, en la musicalidad del voseo antecesor del hip hop de “¡heeeladooo, Conaprole-heladooo / vasito, barrita, bombón / helaaado, Cooonaprole-helado!”, y me soltó la razón y la emoción para que me apropiara de ella, la celeste. Fue en 1968. Uruguay jugó por la Lipton o la Newton con Argentina, y ganamos claro. Si jugaba Uruguay en el Centenario, ¿quién iba a ganar?
Había visto en diferido, en blanco y negro y en la casa de la abuela, que tenía televisor, algo del Mundial de 1966 y recuerdo, entre humo de tabaco negro, el rezongo de los hombres porque Uruguay había empatado con Inglaterra en el partido inaugural, así como la sensación de que después nos habían cocinado con Alemania.
Desde la Olímpica fui feliz participante de las Eliminatorias para México 70 y del Mundial por televisión y radio –el partido de cuartos de final contra la Unión Soviética no vino en directo porque el satélite era para Brasil-Perú–, y lo hice convencido de que una vez más le ganaríamos a Brasil y seríamos campeones. ¿Por qué? Lógico, porque éramos Uruguay.
En 1973 me pasó lo que nunca en mis años de vida con la celeste: no fui a ninguno de los dos partidos contra Colombia a una semana del golpe de Estado, en medio de la Huelga General, la primera vez que Uruguay perdió un partido por los puntos jugando de local en lo que iba de la historia, así como luego lo haría contra Ecuador, cuatro días después. Para Alemania 74 ya era liceal, y aun así seguía sufriendo el realismo mágico celeste. ¿Holanda? ¿A quién le ganaron? Y a renglón seguido, ver las anchas caderas de Luis Cubilla queriendo parir un nuevo engaño mientras Ruud Krol ya se la había robado, había cruzado toda la cancha y se aprontaba para mandar un pase de gol. Era el comienzo del fin.
¿Saben ustedes lo que es perderse la clasificación para Argentina 78 sin siquiera jugar en Montevideo? Cuando llegamos al Centenario ya estábamos eliminados por Bolivia.
¿Saben ustedes lo que es quedar afuera de España 82 después de haber ganado el Mundialito?
Después ya era padre y periodista cuando, el día del limonazo de Venancio, clasificamos a México 86, y mejor, mucho mejor pude estar cubriendo cada uno de los partidos de la celeste en la Eliminatoria y en el Mundial de Italia 90.
De ahí hasta 2010, un solo Mundial.
Otra perfección
¿Entonces? Esta secuencia perfecta de cuatro mundiales consecutivos desde ya que es un gran éxito, pero quedará además como el ciclo más completo ejecutado y pensado para elevar la competencia, para formar futbolistas, para completar la renovación asegurada por los tiempos y por las prestaciones.
Más allá de los puntos conseguidos por Diego Alonso, absolutamente trascendente para conseguir los tres triunfos que nos pusieron en el Mundial, y el cuarto de yapa, la clasificación a Sudáfrica 2010, a Brasil 2014, a Rusia 2018 y a Catar 2022 fue parida por Óscar Washington Tabárez y su equipo, por el Maestro y su Proyecto de institucionalización de las selecciones nacionales y de la formación de sus futbolistas.
Más que cuatro mundiales en 12 años con asistencia perfecta, lo que se forjó en estos últimos 16 años es una referencia ineludible acerca de la refundación de la celeste.
No lo olviden, y enséñennos cómo seguir para que nada pare, que lo importante sea la competencia y no otra cosa.
A gozar de Catar.