La Copa Nacional de Clubes -de boca de pueblo, la vieja “Copa de Campeones”- es uno de los agentes turísticos más concretos del país. Está todos los años, abarca a toda la nación, propicia un flujo humano interdepartamental y masivo, se erige desde elementos subjetivos que lo tornan sostenible en el tiempo.
A nadie se le ha ocurrido cranear estrategias estatales-institucionales en pos del fomento turístico, deportivo, sanitario, social o patrimonial de este fenómeno permanente. Tampoco estudios sobre la dimensión de la contribución anual a las abrillantadas cifras del turismo interno. Por un inacabable sermón de causas, a la Copa la seguimos atando con alambre.
Tu bandera
“Lo que más exige es tiempo. Trabajar en un club, si se está comprometido y se hace con responsabilidad, conlleva mucho tiempo. Uno tiene que adaptar muchos horarios, muchas veces un fin de semana no se puede pasar con la familia porque tiene compromisos con la institución. Obviamente, ninguno de nosotros cobra; también tenemos nuestros trabajos, responsabilidades. El poco tiempo que queda hay que tratar de aprovecharlo para que el club pueda funcionar correctamente”. Lo explica Fabián Risso, hincha, socio, dirigente, aparentemente omnipresente colaborador cotidiano de Olimpia de Minas, vigente campeón de la liga de la ciudad.
En 2021, una enorme base de juveniles abanderó la décima consagración local del club. El publicitado y familiar arribo de Sebastián Abreu -a la postre goleador del torneo- apuntaló a la candente masa adolescente que brilló con luz propia y proyectó elementos a la selección serrana que subcampeonó a nivel nacional. Para Hugo Díaz, histórico entrenador del club, fue “un campeonato impensado por la conformación de los rivales”, y agrega: “Olimpia formó un plantel con mucha juventud que provenía de las divisiones inferiores, pero como a los partidos hay que jugarlos, el cuadro demostró en la cancha que hasta que no pite el juez, no se terminan”.
En la dinámica local de acción y respuesta y en el marco de la disputa dialéctica de toda la vida, la visión no formal de la resonante campaña olimpista arroja la ineludible contraposición de al menos dos modelos: el suyo, edificado deportivamente en torno a los jóvenes de su comunidad, y el de Lavalleja Fútbol Club, caracterizado por una importante inversión económica que, gestión y juego mediante, lo catapultó a la cima del interior en 2019. Es una cuestión objetiva, real, pública, presente en los relatos de la gente y sujeta a las más diversas interpretaciones desde cualquier perspectiva. La deconstrucción para el análisis de la realidad del fútbol minuano -y del fútbol- requiere considerarla, sin excepción.
Pertenecer
Los consultados exponen discursos más o menos coincidentes. Hay una mención común a todas sus alocuciones: “sentido de pertenencia”. El concepto surge de los rasgos inherentes a la vida y el día de Olimpia, pero se ahíncan en la posición institucional que tiende a sentar como prioridad y base al desarrollo de sus jóvenes desde la noción de pertenecer a “algo”. La estrategia -artesanal, inserta en la subjetividad de su gente, sin construcciones científicas- se sustenta, además, desde bastiones perceptibles: la cancha, la sede, el barrio, la historia, las canciones, las banderas, los hinchas. Sin misterios: es el molde por el que se construyen las identidades de los clubes populares de todos lados, pero con un tinte de exageración, exacerbando lo propio.
Gerardo Palumbo, conocedor y divulgador de la historia de su club, afirma que “Olimpia quedó prendido a los barrios La Filarmónica, Santos Garrido, La Usina. Allí ha sido reducto de familias humildes, de obreros, pequeños comerciantes, funcionarios públicos, laburantes, 'busca vidas'”. Fabián Risso refuerza la idea del vínculo intangible: “El barrio es muy humilde y las personas que viven allí saben muy bien de todo el sacrificio que hay que hacer para lograr los objetivos, y los jugadores también; el año pasado fueron a recolectar y donar libros y ropa”, dice antes de concluir que “sirve como una proyección a la vida misma”.
La narrativa se corresponde con la orientación deportiva. El título del 2021 precipitó el éxito de una promisoria camada concentrada en las generaciones 2001, 2002 y 2003, de buen suceso en categorías formativas y rauda inserción en Primera División. La conducción técnica de Ismael Olivera en el plantel principal dio continuidad al ciclo que, en términos competitivos, ha incluido trofeos, disputa permanente, convocatorias a selecciones juveniles e interesantes apariciones. Lleva más de un lustro de desarrollo y se sustenta en el caudal popular canalizado en la gestión, que es inevitablemente colectiva. “Es una satisfacción, un orgullo. Muchos de ellos (los actuales jugadores) estaban atrás del alambrado cuando eran niños. Me emociona, me emociona muchísimo”, comenta Risso.
El pulmón
Para jugar la Copa Nacional de Clubes hay dos vías: cumplir 100 años y ser invitado por la Organización del Fútbol del Interior (OFI) o hacer los méritos deportivos demandados. Olimpia salió campeón, pero a las exigencias reglamentarias las suceden las económicas. Competir en el torneo interdepartamental requiere erogaciones que usualmente exceden lo presupuestado por las entidades y hasta cruzan airosas los límites de lo probable. La inscripción en la divisional B no es obligatoria, por lo que un buen número de instituciones desisten de jugar, más allá de los sueños.
A pocas horas de ganarle la final del Campeonato Minuano a Barrio Olímpico, Olimpia diseñó y emprendió la campaña de financiación de su participación en la Copa. Los jugadores se involucraron naturalmente a través de ventas de chorizos y rifas, la Comisión Directiva comercializó cazuelas y camisetas, se gestó un grupo específico de hinchas colaboradores. La masa social respondió y el objetivo básico -complejo- se cumplió. Estos mecanismos son moneda corriente para la mayoría de los participantes del certamen nacional que tiene 55 componentes en 2022, entre Internacional de la Barra del Chuy y General Garzón de Artigas.
Del pueblo
“Hay que traer esa copa”, piensa y dice un entusiasmado hincha a tres horas de que el club de su barrio y su familia debute en el torneo de decenas de barrios y familias. Es una excepción: en Olimpia, el afán de disfrutar la experiencia impulsa a la cautela, que responde además a la consciencia de la dificultad que puede implicar estrenarse en una Copa de Clubes con una lista joven y en una serie inicial de suma complejidad.
El primero de los rivales, el que precede a Punta del Este y Ferrocarrilero de Empalme Olmos, es San Lorenzo, un septuagenario club afincado a tres kilómetros de Pan de Azúcar, en el Kilómetro 110, “un pueblo de obreros que se formó alrededor de una fábrica de cemento que se abastecía de la cantera de Nueva Carrara”, según cuenta Maicol Cuadro, hincha y dirigente que aclara que “se llama así porque está a 110 kilómetros en tren de Montevideo, no por la ruta Interbalnearia”, y se afirma: “Los que nacimos y nos criamos ahí no nos sentimos parte de Pan de Azúcar”. En sus comunicaciones administrativas y públicas, OFI le asigna al azulgrana elenco la condición de equipo del municipio al que (técnicamente) pertenece.
Cuadro, que también evoca al “sentido de pertenencia” y reconoce en su club a “un faro para la población”, enfatiza sobre el crecimiento reciente de la institución, cuenta que han jugado las últimas tres Copas Nacionales y apuntan a la ampliación de la base social. “Sería bueno tener el apoyo de las personas que viven en el entorno, de las empresas privadas que hay en la vuelta. El municipio está trabajando en conjunto con nosotros en muchas cosas, se ha portado bien, pero estaría bueno también armar un espacio público en los alrededores de la institución para que ese faro ilumine más fuerte a la población de la localidad”, concluye.
A volar
“Juega el hombre”, apunta un periodista que revisa su entintada planilla. En el año de su aniversario 70, San Lorenzo sumó a Maximiliano Rodríguez Maeso, talentoso volante creativo con pasado en Wanderers, Peñarol, Gremio, Vasco da Gama, Universidad de Chile y más. La incorporación es un lujo para el club, la Zona Oeste de Maldonado y el fútbol del interior. Su presencia fue un atractivo insumo para la resistencia del frío de un sábado de junio, en ola polar, de noche, en Pan de Azúcar.
Olimpia llenó un ómnibus y arrastró un buen puñado de vehículos por la ruta 60. Gélidamente abarrotada, su parcialidad colmó una tribuna lateral y gozó un abierto 4-1. Entre el obstruyente humo de bengalas y chorizos, los minuanos dieron pautas de la solvencia de su colectivo, expusieron una estructura consolidada y de generalizado compromiso de sus partes.
Santiago Genta, zaguero central nacido en 2001 que descolló en las finales del interior con la selección mayor de Lavalleja, fue estandarte en la última línea con buen complemento de la retaguardia toda. Diego Lezcano y Emiliano Bonilla, de la generación 2003, brillaron en los costados con clase, agilidad y carácter para imponer las condiciones ofensivas del equipo del que ya son bandera. Gastón Méndez, goleador campeón en 2008 que acaba de retornar al club, selló tres goles.
Para San Lorenzo, Maxi Rodríguez firmó el parcial 1-1 cazando un rebote en el ocaso de una transición ofensiva que él mismo inició. Se mostró activo, evidenció quirúrgica precisión y despuntó en acciones concretas, liderando desde el juego junto al experimentado creativo José Luis Pígola.
Olimpia atravesó el partido con suma prestancia, afrontó las zozobras circunstanciales, fue versátil en lo colectivo (varió la altura de su bloque y dominó en general) y superó el aluvión emocional propio de estrenarse en una Copa y con jóvenes. “Qué lindo es ver jugar así”, dijo en la radio el veterano comentarista José Luis Pastorino en los mismos diez segundos en los que ponderó el sentido lúdico de un deporte medio encandilado y con contracción a los términos laborales.
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