Un ómnibus plateado con los vidrios sepia de escamas brillantes. La ciudad reflejada en el lustre. El lustre del cromado es lo último. Asientos reclinables, toda una novedad, aire acondicionado. Un marrón de cuerina, el ocre del techo, una alfombra peluda y el fieltro fiero donde habita el tabaco confundido en el color. La velocidad es apenas. El tránsito es un desfile, afuera se van dando cuenta. Aunque nadie sabe qué es el Cosmos –eso que dice el bondi adelante–, todo el mundo sabe quién es Pelé, El Rey del Fútbol, que viaja en el asiento 7 del lado de la vereda. Adentro el tiempo es de astronautas. Pelé saluda, pero no lo ven desde afuera por los vidrios sepia de escamas brillantes que espejan a quien saluda desde la orilla de la avenida. El bondi es un espejo torpe en la ciudad. Las palabras flotan adentro en idiomas.
A Hawái tuvieron que volver después de jugar en Jamaica porque había demasiada gente que se había quedado afuera del pequeño Estadio Olímpico y moría por ver a Pelé. Así recorrieron el mundo. El Cosmos de Nueva York rompió con todos los esquemas. En poco tiempo conquistó el podio del fútbol gringo, y desfilaron por el equipo albo de vivos negros con el escudo psicodélico con los colores de Brasil, Pelé, Beckenbauer, Carlos Alberto, Giorgio Chinaglia y el peruano Ramón Mifflin. Quizás hayan sido sus máximas figuras, pero también es cierto que meses antes de aquel desenlace de estrellas, arribaron un puñado de uruguayos que la rompían en sus respectivos cuadros del sur: Alfredo Lamas, Américo Paredes, Juan Masnik y Julio Correa.
1975: Viajan además de los uruguayos y del Rey Pelé, Julio Mazzei, el técnico brasileño, Tommy Ord, Tony Donlic, yugoslavo, Jerry Sularz, polaco, Joe Fink, Sam Nusum, y los ingleses Barry Mahy y Gordon Bradley. Completan la delegación los brasileños Dé, Manoel María, Nelsi Morais, el argentino Tony Picciano, el escocés Brian Rowan. Adentro del bondi el tiempo es de astronautas.
El mundo sigue pasando mientras el ómnibus avanza. Todavía faltan unas horas para el partido en el Estadio Olímpico de Roma donde la gente se agolpará para ver a Pelé, que parece haber hecho por primera vez muchas cosas en la cancha, y aún puede hacer algunas más. Pelé es un señor serio, cortó la heladerita con birra en el vestuario y las boludeces con pesas de un profe de gimnasio. Se lleva bien con las infancias fanáticas, y los guardaespaldas frenan la boludez adulta sólo cuando está comiendo. El Rey se anima a un mate que Julio Correa, un botija que nació en los arrozales de Treinta y Tres, le ceba después de una esquina. La rompía Correa en Huracán Buceo.
El tránsito es un desfile. El bondi se estanca en una cuadra de comercios. Pelé ve una tienda de zapatos que lleva su nombre y eso se convierte en una conversación de coches trancados, pero no la misma que escribió Cortázar. En el reflejo del ómnibus nadie se mira, la gente pasa corriendo por la avenida. Las motos se apuran y buscan el hueco, como punteros. Las palabras flotan adentro en idiomas. Pelé se inquieta y va hasta la cabina del chofer. El bondi calla. Frena. El técnico tuerce el cogote entre las cortinas bordó. El bondi sopla con esa cansera de un perro viejo y las ruedas bajan a tomar agua. El espejo de la ciudad respira mientras la ciudad se olvida que existe. Los comercios están cerrando. Son cerca de las 7.00 de la tarde. En un rato reconocerán el césped del Olímpico, donde harán el último entrenamiento previo al juego del día siguiente, por el que la ciudad espejada en el lustre del cromado, espera. La puerta se abre, Pelé baja del bondi y se mete en la tienda como si nada.
Pelé se demoró en la tienda lo que duró el llanto de un crack que nació en la favela ese mismo día. El bondi volvió a respirar. Pelé abrió la puerta y el técnico torció el cogote. Se acomodó en el asiento reclinable y al mismo tiempo se acomodó la corbata con los colores del cuadro. Pelé caminó unos pasos por el pasillo y les dijo a todos que bajaran a probarse zapatos en el negozio di scarpe con il suo nome, o algo así alcanzó a decir antes de volver a bajar sin pensarlo demasiado. Los jugadores se fueron incorporando entre incrédulos y sorprendidos. Volvieron cada quien con una caja, y de la tienda de zapatos con el nombre de Pelé, el dueño y la dueña, una pareja de viejitos de la mano, saludaron para siempre.
A Julio Colorín Correa lo esperó una caravana en Treinta y Tres cuando volvió a casa después de aquel periplo que empezó en el onírico Cosmos de Pelé y terminó en el Cobreloa de Chile, habiendo pasado por el Atlético Español de México, no sin antes, mucho antes, ganar la Copa del Interior con el cuadro homónimo de la ciudad.
El Mundial terminó y Pelé murió una tarde. Estuvo internado mientras Lionel apilaba rivales como problemas argentinos para dejar de cara a un niño frente a un sueño. A Julio Correa todavía le jode la vida la rodilla castigada por patadas lentas contra la raya. Era rapidísimo. Uno de los mejores deportistas de la historia de su pueblo. Adentro del cuarto el tiempo es de astronautas. Por las ventanas con escamas brillantes un color dorado tiñe. Las motos se apuran y buscan el hueco como punteros. Son cerca de las 7.00 de la tarde. Julio busca los zapatos en el ropero.