Un mundial. Y su final.

“Ya le viste la cara”, dice uno a otro que recorre a inmensos tramos Florida, a la carrera, por vez primera. El iniciante, que lleva sus ojos y los trae en el querer ver que distingue al curioso, toma fotos sin tomarlas y pasa por inspección a lo nuevo. Le toma examen a Florida.

Despliega, para ello y para adentro, un arsenal de elementos que son vara, apuntes comparativos repartidos en casillas mentales que por toda su vida fue ordenando. “Es una ciudad bien del sur”, suelta tomando quién sabe qué criterio, y lo sabemos todos: el trajín de la ruta nos da saber, tira líneas con las que armamos el molde de ideas que dirá, grande y en su parte frontal, puesto con tiza, “las capitales del sur son todas parecidas”.

Un maragato lo piensa y se ríe; hace un rochense un juicio de valor que nada tendrá que ver con la final que su primo Víctor perdió contra Florida en el 90. “Ese pueblo es una cascarria”. Luis Araújo endulza su sobremesa con memorias de sus raudas corridas por la punta zurda del 18 de Julio de la colonia salteña homónima, y entonces para él Minas es más que París porque allí vio a su padre y abuelo llorar por verlo campeón del interior en el 79.

A cuadras y kilómetros de la idea montevideana que piensa al interior como una (1) cosa, como uniforme armado social, único, sin diferencias gruesas, con la misma cara canaria entre el Cuareim y Bella Vista, el interior lo que es: una unidad partida en matices, hecha de pedazos que contrastan, un menjunje de experiencias, tradiciones y estructuras propias que son, finalmente, componentes de las identidades de Belén, Chuy e Illescas, y una por pueblo por sí mismo y por ponerle cara fea al de enfrente.

Hay paradoja. “Es increíble cómo en un país tan chico (y unitario, agrega el que escribe) hay regiones, ciudades y gente tan distinta”, dice el que abrió antes el texto.

Miralo bien

El personal estable de los talk shows del fútbol capitalino seguramente en su mayoría rechazarían la insólita y descabellada idea de un mundial en cada año. Casi seguro dirían que es inviable, que significaría un desgaste en la afición y que terminaría siendo un campeonato más.

Pero en Uruguay existe: cada año la Copa Nacional de Selecciones tiene la ilusión de un mundial.

El sábado en Minas, en el Juan Antonio Lavalleja, el teatro de los sueños del barrio Olímpico de la capital serrana, a las 20.00 se define el campeón, y a la noche todo un pueblo saldrá a la calle y festejará para siempre ese día. Lavalleja y Salto definen cuál de los dos es el mejor del interior, el mejor del 99,9% de Uruguay: buena parte de los más de 20.000 futbolistas institucionalizados en las más de 60 ligas que se nuclean en la Organización del Fútbol del Interior (OFI) hubiesen querido estar en esa finalísima.

Foto del artículo 'Lavalleja, Salto y la Copa Nacional de Selecciones: un mojón para saber que hay un nosotros'

Ilustración: Ramiro Alonso

Todo fluye

Parece haber algo que emana de las esquinas, de los yuyos, del andar tranquilo a pesar de todo, de las bicicletas, de los alambrados de cinco hilos o de las bolsas de arpillera tapando las canchas. El fútbol del interior mantiene, aun con todas las agudas y dramáticas transformaciones de la vida, el espíritu señero que lo elevó a la condición de bandera y representación del lugar. La génesis del fenómeno, un grupo de muchachos o muchachas que se unen para jugar y representar la identidad del pago, a los que por definición se les van uniendo familia y amistades, vecinos o compañeros, y forasteros atraídos por distintas circunstancias, van construyendo por sí solos la épica de la trascendencia, reforzando adhesiones y pertenencias que van de generación en generación, de barrio en barrio y hasta de pueblo en pueblo.

Pero, además, hay una serie de circunstancias sociales, de vida cotidiana, de modo de vida, que engarzan la vivencia, y por eso hay quemaduras con el caño de escape del ciclomotor, escapadas al río, el club, la confitería, los resabios de algunas siestas perdidas y el escaloncito de la puerta de casa.

Algo nos atraviesa y es más que una pelota o una camiseta. Y esa es la proto-razón por la que, en las últimas semanas, como cuando éramos gurises, estamos toda la semana esperando el partido.

Valentín Martins, de Lavalleja, y Franco Bentín, de Salto, el 2 de abril, durante el partido entre Salto y Lavalleja, final de ida, en el estadio Dickinson, en Salto.

Valentín Martins, de Lavalleja, y Franco Bentín, de Salto, el 2 de abril, durante el partido entre Salto y Lavalleja, final de ida, en el estadio Dickinson, en Salto.

Foto: Fernando Morán

Para los 20.000 o 30.000 futbolistas de las 61 ligas de OFI, el campeonato del interior, con sus históricos y vigentes torneos del Litoral, Sur y Este, es el máximo sueño futbolístico que puedan tener defendiendo la camiseta del lugar donde nacieron, viven, trabajan o quieren.

Al final de todo llegan sólo dos, y el campeón será uno, pero antes, en cada semana de preparación, en cada debut, en cada partido, en cada ilusión correspondida, en cada amargura en cuotas, vamos viviendo y caminando hacia adelante.

Podés ser hiperfanático de Nacional, Peñarol o Cerrito, pero no podrás conectar así, en la calle, en la heladería, en la obra, cargando el camión, en el banco, en el carrito, casi nunca. En OFI los jugadores están en la cancha cada noche de verano, pero también en la esquina, la estación de servicio, la panadería y en la puerta de la escuela cada día. Aunque parezca poco, cuantificables en la medida que corresponda, hay innumerables emociones.

Hay un nosotros

La Copa Nacional de Selecciones propone cruces indecibles. Férreas contiendas que primero se cuentan calientes y a los años, en voz del vecino, tienen pinta de bajadas del Olimpo. Abonado permanente de la épica, el torneo (su gente) propone su narrativa modesta y grande. El frentazo fue del hijo del bolichero, pero cambió la historia del pueblo. El derechazo del tío Ricardo batió al arquero muro de la capital del departamento. Un relato grandilocuente desde lo propio, sin prender ESPN para abrazarse al costado estelar de la vida.

Foto del artículo 'Lavalleja, Salto y la Copa Nacional de Selecciones: un mojón para saber que hay un nosotros'

En eso, las finales hacen de hilo conductor de la historia. Van mechándose los cuentos, se pican anécdotas, el mate gira y el codo es blando contra el mostrador, pero cuando el veterano trae a la ronda las palabras “final del interior”, las moscas paran. A la memoria madura no se grita, se sonríe melancólico; a la verde jamás se la burla, se la respeta en el molde. Es un cielo bien celeste o al extremo gris. Puede levantar, entonces, las acciones más humanas. Las unas y las otras. Las humanas.

Lavalleja y Salto jugarán el sábado por el techo del mundo llano. Se alcanza a pie, no hace falta avión, pero se larga de abajo mismo y a pata nomás.

Los héroes, ídolos de la vuelta, provocan en el antes un recorrido semanal permanente por los puntales de la identidad serrana y la salteña. Relatos de aquella vez, testimonios de los viejos de oro, himno, bandera y mano al pecho mientras los guachos corren el campito al grito de “va el Pelo Berrueta”, “patea Fagúndez”, “no te hagás el Carlos Corbo” o “aflojá, Bentín”.

Generan, a su vez, las condiciones para inflar el pecho que revienta por pertenecer, por sentir ya no en rígido el honor pueblerino, sino el nacional. O, más preciso, el del interior. Ser de acá, que no me parezco ni media al salteño si soy minuano; pero también con los ojos en brillo amargo cuando se va el gurí a la capital, cuando la gurisa aprieta el último botón del bolso volando a la terminal y al melancólico progreso.

Por las mismas razones por las que Pablo Estramín retumba en todos lados, por la causa que puso de nombre “Dionisio Díaz” a una escuela rural lindante con Trinidad, a 315 kilómetros de El Oro (dando forma a la idea de una identidad general del interior, desde elementos como la historia de aquel niño), por la conversa entre el estudiante riverense y el sorianense en una residencia del Cordón montevideano y el perro que cuida la puerta del bar en Young y el del bar de Soca, la Copa es un mojón para saber que hay un nosotros.