Todos somos Mouriño. El gesto que trae de la adolescencia, la piel sin curtir, el último corte de pelo. Todos somos Santiago Mouriño: la camiseta de Racing pintada al óleo, la celeste abierta como el mapa de su vida. Todos somos ese gurisito feliz que cumple sueños. Aunque los sueños sean tan caros. O tan frágiles. Seguro son sueños que ha soñado.

Sólo una vez cumplí ese sueño, aunque no estaba soñando con eso en realidad. Corría el año 2007, jugaba en el Miramar de todos los tiempos. Fui futbolista aunque parezca otra vida. Fue mi oficio o nunca dejará de serlo. Lo cierto es que en el 2007 fui futbolista de Miramar Misiones y me dirigió Beethoven Javier, una eminencia. Beethoven Javier tocaba la trompeta. Sus padres –quizás tan amantes de la música como los padres de Jim Morrison Varela– le pusieron el nombre del compositor y eso lo volvió inolvidable. O inolvidable fue su gesta humana, porque Beethoven Javier hizo mejor a la gente con medias altas que fuimos.

Todavía no sentía el derrotero de las canchas duras y la rodilla no tenía alambres. Pateaba balones y rivales, alimentaba la supuesta garra, la estirpe de un back central. En casa siempre había para comer o para arreglar los botines; privilegios. Mi viejo insistía en guardar la grasa de los asados para pasarle al cuero de los zapatos. Mi vieja insistía en que no dejara el liceo; gracias, vieja. Mouriño, no dejes de estudiar nunca.

Mi familia fue la familia de Mouriño cuando me citaron a la selección uruguaya. Estaba por irme a jugar a Costa Rica. Era incipiente y embrionaria la idea, pero estaba decidido. Se había caído en la previa un pase a Bielorrusia, me había llegado a despedir hasta de mi abuela, pero no terminé de salir del barrio. Beethoven, ante mi inminente inquietud por volar y no seguir esperando que el sueño del pibe se cumpla, me frenó después de un entrenamiento en el Méndez Piana para decirme que no me apure.

Lo habían llamado de la selección uruguaya para citarme a un combinado sub 23 del medio local que se estaba armando. Fui Mouriño. Pero no jugaba tanto como él. Esa sub 23 fue un experimento de los que no salen del todo bien pero te suben a la ola. Me encontré con rivales y compañeros de toda la vida, como el Facha Diego Ferreira que jugaba en Defensor y vivía en mi barrio, como Damián Frascarelli que se puso la de arquero titular. Todos los Mouriños que fuimos entrenamos una semana con la celeste. Nos cambiábamos en el estadio Centenario y un bus nos llevaba a la cancha de turno. La primera vez fuimos al Complejo Celeste y tuvimos una charla con el Maestro Tabárez, que ya había dirigido a Milan, a Boca, a la celeste cuando llené mi primer álbum. El Maestro nos habló del futuro, nos recibió en lo que sería a la postre su casa y la casa de tantos y tantas. Fuimos Mouriño por un rato escuchando esa palabra sabia.

Una vez que nos cambiamos en el estadio y nos fuimos a unas canchas por Camino de la Redención, entraron a los vestuarios y nos robaron todo. Gerardo Alcoba tenía tres pares de los últimos botines, se los llevaron. Christian Stuani tenía 300 dólares, se los llevaron. Al Rata Diego Martiñones le llevaron la radio del auto, un Ford Escort tuneado que esperaba afuera. A mí me faltó el celular pero lo encontraron tirado, nadie quería un C115. Lo que sí les sirvió fueron los 20 pesos que tenía para el bondi y un mp3 lleno de música descargada del Ares.

Nos hablaron de un viaje a Irlanda y de otro a Hong Kong, pero aquello duró una semana y terminó con un amistoso para despedir a la selección mayor que se iba a la Copa América de Venezuela. Sentí que la carrera estaba empezando, que era cierto aquello de que podía cumplir el sueño lejano de ser el de la figurita. Jugamos con camiseta blanca y esa noche fue toda mi familia al Centenario. Mi familia y los amigos del barrio. Fuimos Mouriño. Jugué en el cuadro suplente.

El equipo titular de aquella sub 23 formó con Frascarelli, Martín Rodríguez, Alcoba, Sergio Rodríguez y Federico Pérez; el Flaco Álvaro Fernández, Jorge García, Leandro Ezquerra, Henry Giménez, Stuani y Martiñones. El equipo suplente paró con Álvaro García, Mathías Corujo, Andrés Fernández, quien escribe, y Danilo Asconeguy; Antonio Fernández, Ribair Rodríguez, el Super Ratón Jesús Benítez, Facha Ferreira, Maxi Pérez y Diego Chaves. El técnico era Ronald Marcenaro. El equipo de la selección mayor que partiría en esas horas formó con Fabián Carini; Carlos Diogo, Diego Lugano, Diego Godín, Darío Rodríguez; Maximiliano Pereira, Pablo García, Fabián Canobbio; Álvaro Recoba, Diego Forlán y Vicente Sánchez. La mayor le ganó a la juvenil 6-0 con goles de Forlán, Recoba, Sebastián Abreu, Gonzalo Vargas y Carlos Bueno, Charly Good; estos últimos tres ingresados en el complemento. La cancha estaba a reventar. Era el inicio del proceso.

En el vestuario nos pidieron que devolviéramos la ropa. Yo ya tenía la camiseta en el bolso hacía rato. Toda mojada y encanutada. Tuvieron que hablar los referentes, recuerdo a Alcoba y Stuani hablar de los sueños, para que nos la dejaran llevar como un souvenir. Un souvenir para siempre, como la camiseta de Mouriño.