Antes de que empezara a formatear mi espíritu crítico a los forcejeos en el área, acomodándome en el cemento, detrás del alambrado, frente a un micrófono o una hoja en blanco, tuve una formación autodidacta en la que se colaron arcaicos y brutales conceptos de superioridad celeste, que como no supe discutir a tiempo, quedaron como astillas clavadas en mi pensamiento.
Tal vez lo único bueno que me dejaron aquellos inicios viciados de mesiánicos mensajes y confusos argumentos está en que en la tribuna, en la redacción o frente a una cámara, sé y tengo el convencimiento de que el fútbol uruguayo no es superior a nadie, pero tampoco es inferior a nadie.
Por eso en ese complejo y difícil ejercicio de proyectar un imposible, intentar descifrar y ficcionar lo que será una realidad de 90 minutos, nunca me viene a la cabeza la idea de que un partido está perdido mucho antes de empezarlo a jugar.
Nunca creo que una serie de nombres de deportistas de manifiesta idoneidad, según mi apreciación o la de otros, o la de extraños otros que se dedican a apreciar, enjuiciar y promocionar o descalificar valores, no puedan resultar ganadores o perdedores antes de que la dinámica del juego y la dialéctica del protagonista y el antagonista se desarrolle en un campo y con una pelota al medio.
En boca cerrada
La llave entre Nacional y Boca Juniors por los octavos de final de la Copa Libertadores representa una contienda altamente interesante entre dos clubes de notables desarrollos en el fútbol de sus países y en el concierto sudamericano y mundial, pero que sin embargo no se puede traducir o proyectar como si fuese un juego de mesa a los valores, capacidades, desarrollos y debilidades de los colectivos posibles armados de a 11 futbolistas y con una estrategia propuesta por un grupo de conductores pasivos a la hora de la confrontación real, que son el cuerpo técnico, y que no necesariamente puede ser traducida al campo y a la contienda por una enorme cantidad de variables que pasan desde la individualidad a lo colectivo y desde la interacción con el que está enfrente.
Me tomó mal y desprevenido el día del sorteo cuando la media del periodismo deportivo argentino pareció descalificar ipso facto al rival uruguayo de Boca Juniors, pero más me costó adaptarme a la percepción también medianamente generalizada de buena parte de la afición futbolera de este lado del Río de la Plata cuando antes del partido entendía que Boca Juniors era absolutamente superior a Nacional.
A veces resulta incómodo quedar en una posición tan discordante con la de la mayoría y a pesar de la preparación y de la presunta racionalidad uno se pregunta si no será que aquellas viejas astillas del pasado vuelven a pinchar fuerte.
¿Por qué por definición o camiseta, este Boca actual, de irregular forma, resultados y exposiciones futbolísticas, debe pasar fácil y livianamente por encima de este Nacional con pocas luces y muchas ganas, con futbolistas que no sabemos qué autos tienen, qué perfume usan ni lo que hacen en el resto del día cuando no están dándole a la pelotita, pero sí sabemos que dejan todo en la cancha y que no precisan orejeras para mirar para adelante?
¿Son tan buenos? ¿Son tan malos?
Así como no alcanza con ponerse una camiseta cargada con glorias pasadas para ganar porque ya está comprobado que nunca hubo victorias por la rica herencia futbolistica de linajudo y aristocrático pasado, y sí maravillosas epopeyas futbolísticas fruto de muy buenos desarrollos técnicos e inclaudicable esfuerzo, hay que saber que siempre en una contienda futbolística hay un antagonista, que sin importar el momento cargará con su mochila de gloria, la misma que tienen los nuestros, la misma que llevan ellos.
Nacional, este Nacional de Álvaro Gutiérrez, no ganó, pero debió haber ganado, y dejó la serie absolutamente abierta para cuando la semana que viene todo se decida en la Bombonera.
El equipo de Gutiérrez anuló o neutralizó por completo al exagerado candidato al éxito jugando al 100% de sus prestaciones, con el motor de la concentración plena y permanente, el combustible de las ganas y la solidez de la autoestima basada en la idoneidad sin brillos ni exageración del oficio de futbolista.
Alguien hace tiempo dijo que los futbolistas uruguayos no le temen ni a Dios ni al Diablo. Sería bueno además agregar que los uruguayos nunca menospreciamos ni la historia ni la jerarquía de nuestros antagonistas, y aun siendo conscientes de nuestras debilidades en una cancha, nunca sentimos que una contienda está resuelta hasta que no termina.