“Paren de pelearse por favor. Por favor, por favor”, repetía Juan Román Riquelme mostrando la palma de la mano. Fue en el partido jugado el miércoles de noche en el que Boca Juniors derrotó por penales a Gimnasia y Esgrima La Plata en el recinto de Newell’s Old Boys y se clasificó a la semifinal de la Copa Argentina. Con Fernando Gago como flamante entrenador, para calmar los ánimos de su gente Boca necesita como nunca ganar esa copa y que termine el año –como dice una canción de Bestia Bebé: “Sólo quiero que se termine el año”–.

La cosa fue más o menos así: las hinchadas se tiraron butacas de lado a lado. En determinado momento la cosa hirvió y parte de la barra brava de Boca rompió un portón y atravesó toda la platea para enfrentarse con la banda del lobo platense. La presencia policial era escasa pero armada, y los efectivos estaban agazapados como gatos, dispuestos a todo si las hinchadas lograban el afán de cruzarse.

Fue entonces que el presidente de Boca, Juan Román Riquelme, bajó del palco donde estaba viendo el partido y frenó a la 12, que venía con el envión de los colores, de pelear, de romper todo. Ahí estaba Román junto a sus compañeros de directiva Raúl Cascini y Marcelo Delgado. Román, el que pronuncia la palabra club como nadie, como un amén. Así como cuando en las elecciones bosteras el recién estrenado presidente Javier Milei le votó a Mauricio Macri en la cara, Riquelme se metió entre las masas como única respuesta. En aquel momento, como quien lleva en andas al ídolo del barrio, sin metáforas, la multitud eufórica colmó las calles de La Boca. El ídolo de Japón, el discípulo del Virrey, el miércoles en Rosario, sólo por ser querido, fue capaz de frenar la locura.

Riquelme entre la gente, frenando el pánico y atravesándose entre las balas y los gases lacrimógenos. Juan Román Riquelme, el presidente del club, como quizás ningún presidente lo haya hecho jamás en la élite del fútbol mundial, frenó a la gente para que no hubiera una masacre, una catástrofe mayor, una muerte más para el cementerio que tenemos abajo de todas las canchas.

Primero se paró frente a la Policía, que lo miraba entre amenazante y sorprendida. Todavía llovían butacas que sólo pararon cuando vieron que era Román el que levantaba las manos como si viniera un córner preparado en el pizarrón. En cierto, momento un hincha de musculosa blanca se zafó de la masa enardecida y corrió despavorido a enfrentarse con la Policía, solo contra todos. Quizás era la gota que derramaba el vaso, o quizás terminaba con un tiro en la cabeza. Román se percató y lo abrazó como en una lucha, como en el amor.

El hombre se alejó para ver quién le frenaba la locura, y era Román. El hombre lo abrazó fuerte y Román lo fue llevando de nuevo hacia la masa; el hombre volvió a mirarlo y le decía “Román” y apoyaba su cara contra el pecho del último diez. “Román”, repetía, y volvía a mirarlo y volvía a abrazarlo como un boxeador cansado de pelear. Juan Román Riquelme, envuelto en una nube de gas lacrimógeno, calmó las aguas más temibles y cuidó a sus hinchas. Los genios populares habitan en la calle, en el seno del pueblo eufórico, en el seno de un pueblo quebrado, en el seno de un pueblo triste pero dispuesto a todo.

“Yo soy argentino, amo a mi país y a mi club. Pienso que el fútbol es un deporte porque es lo que sentía cuando jugaba, que hay que competir al máximo. Yo deseo que siempre nos vaya bien, esté el presidente que esté. Que podamos mejorar y que todos los argentinos podamos vivir mejor. En estas cosas no me vas a escuchar decir más que eso, yo deseo siempre lo mejor para nuestro país”, señaló horas más tarde Riquelme.