A la memoria de Susana.
Para mi viejo.

Es inexplicable la muerte. Nadie te la va a explicar. Las primeras muertes y los primeros velorios, como tantas primeras cosas, fueron de compañeros de equipo o familiares de compañeros de equipo. En lo más profundo de mi corazón el Pelado Carlos de Castro, una especie de hermano de varios que me enseñó el oficio, el de ser futbolista, llegar primero e irse último, cosas que aprendí, cosas que no. Transmitir el conocimiento es un don enorme. El Pelado fue de los primeros que se me fueron. Aunque antes, quizás la primera vez que fui a un velorio, fue al de Danilo, el padre de Franco, mi amigo de la adolescencia. También fuimos al velorio del abuelo de Ángel. Que en paz descansen todos y todas, y quienes se están yendo.

Escribo porque antes sabía jugar al fútbol y vivía de eso. Por ahí descargaba todas las químicas que perdí en quinto. Ahora, ni siquiera a un fútbol 5 puedo llamarle deporte, pero las piernas cansadas me retrotraen al pasillo que quedó, después que hicieron la tribuna, atrás del arco en el Méndez Piana. A veces me preguntan si para escribir me siento en una silla con la luz tenue de una vela temblando de metáforas. Escribir es otra cosa. Sin el romanticismo de la escritura, un oficio que no me enseñó el Pelado, o sí, en realidad sí. El Pelado quería al oficio del fútbol como yo quiero al oficio de la escritura. Yo quise al oficio del fútbol como lo quiso el Pelado.

Siempre que parte alguien querido, escribo. Quizás aquello me deposite en un ranking de obituarios o quizás me permita soltar el aire. Maradona no quería ser un ídolo, el Pelado tampoco, ni Susana, la ídola de sus nietos. Hay gente que se convierte en pequeños santos y santas mínimas, para pequeñas convocatorias, de sobre mesa, regando las plantas, o antes de entrar por cualquier túnel, que, como en el fútbol, te lleva a lo imprevisto. El Dieguito Maradona es un santo que habita en las bibliotecas y en los corazones, y a quien aprendimos a rezarle quienes nunca supimos rezar a otra cosa que lo tangible.

San Diego querido, no te pido entender la muerte porque debe ser lo único inentendible. Casi todo lo otro se vuelve previsible, menos el amor por suerte, la amistad por siempre. Y hay otras cosas que de tan previsibles se vuelven mágicas, como ir a la cancha. Hay vestuarios en los que el padrenuestro de un equipo se escucha del vestuario del otro. Que esperan incluso para rezar hasta que el otro termine. El mismo dios, la misma causa. Pero más allá −o capaz que es lo mismo representado− de ese mismo dios, están todos los santitos queridos y queridas que se nos van sólo a nosotros, que son individuales. No se puede explicar la muerte, como el amor a un cuadro no se puede explicar, como el amor, no se puede explicar, y quizás no sea necesario.

Octavio gira en el área del Monumental de Guayaquil, y convierte porque es de los que tiene ojos en la nuca. No vale con Octavio, tiene ojos en la nuca. Como en un libro de Pedro Dalton tiene un montón de ojos en la cabeza, que le permiten ver el arco siempre, sea cual sea la jugada. Octavio gira en el área del Monumental de Guayaquil e infla las piolas como siempre, la hinchada grita y es un grito que conoce, más allá del acento. Es como el ruido del monte el área para él, y en el ruido del monte es el instinto el que manda.

Octavio gira y festeja y Guayaquil se prende fuego. Adentro suyo, su diosa se desvanece. Las abuelas son santas para siempre. Lo son desde que nacemos, santas en vida con el don de estar. Saber estar también es un don enorme. Las abuelas son madrecitas que saben cuándo tenés frío, qué es lo que te duele y por qué llorás. Octavio conoce el frío del área, es otro el frío de la falta. Por eso hace goles Octavio, porque así aprendió a estar. Cuando no convierte, calla. Cuando convierte, puede reivindicar, celebrar, dedicar, honrar, salvar, enaltecer, regalar, llegar, llegar, llegar. Despedir. Recordar para siempre.