No estaba pensando ni en tristezas ni en frustraciones, aunque ellas me venían siguiendo de atrás. Cuando vi el estadio apuré el paso recreando alegrías y sentí una sensación de paz tan agradable como la que desde hace cientos de años vienen promocionando con su speech en charlas colectivas o face to face los promotores y vendedores del paraíso.
El destino una vez más me había colocado junto a él, y con muchos de mis mayores y afectos llegando al final de sus recorridos, pensé que cuando espiche, todo el mundo tiene que saber que quiero estar aquí. Déjense de joder con velorios, entierros y cementerios. Yo voy a querer estar aquí. Háganse un asado o cómanse un chori en El Galleguito, que ahora se llama de otra manera, cántense una retirada de los Asaltantes o de los Hongos y arrímenme de cayetano por ahí porque ese será por siempre mi lugar en el mundo.
Un estadio de vida
Soy un viejo beato del Centenario. Tengo un vínculo casi eterno con el coloso de cemento, ladrillos y pasto. Lo inicié hace más de medio siglo y lo continuaré de mi parte ininterrumpidamente hasta el fin de los días, porque alguien, un hijo, una nieta, un amigo, se tendrá que colar de bobera en el futuro y desparramar mis cenizas, no importa si en la Olímpica, donde mi viejo me inició de la mano, o en el arco de la Ámsterdam, que me tuvo de parroquiano cada fin de semana durante mi juventud y adolescencia; o en el de la Colombes, donde, como en la Isla de la Fantasía, los jugadores me hicieron campeones con la celeste.
Mis mayores tempranamente me bautizaron en el Campeones Olímpicos de Florida −donde otros o los mismos afectos deberán cumplir la misma misión de abonar el área con mis cenizas−, pero cuando debuté de túnica y moña mi viejo me llevó de la mano a la Olímpica y me confirmó por siempre y para siempre en el mayor templo pagano de nuestros días.
Después yo he sido responsable pastor del inicio de cada uno de mis hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, como lo seré con nietas y nietos. Si se puede en la Olímpica, sino en donde pinte, pero hay que estar ahí, con tiempo, disposición y espacio para que el niño o niña absorba esa energía que solo el viejo Centenario puede otorgar.
Yo cuento el inicio de mi relación con el Centenario, pero también podría contar la de decenas de amigos y conocidos e imaginar las de cientos de miles que en 95 años han llegado allí.
Vida eterna
Mi tío abuelo, el Morocho Figuerón, que nació en 1910 junto a la camiseta celeste, que vivió de purrete a los 14 la epopeya de Colombes, que ya de pantalones largos alcanzó la mayoría de edad festejando el triunfo de Ámsterdam, venía en tren desde su casa en Villa Colón, y después en tranvía hasta el campo chivero. Figuerón hizo músculo y callos antes de cumplir los 20 abriles, cuando participó de uno de los turnos de la construcción de la América, que justamente se empezó a levantar apenas dos meses antes de que se estrenara el Centenario, un poco antes de que los uruguayos al mando del coloniense Alberto Suppici se instalaran en lo que había sido uno de los chalets de Juan Buschental en el Prado de Montevideo.
Ondino Viera había llegado de Melo, primero para jugar en el Campeonato Nacional de 1929 representando a Cerro Largo y después para avanzar en sus estudios y trabajar en la construcción del estadio Centenario. Ondino era sobrestante en aquella obra que parecía que no llegaría a su fin, con 1.800 obreros trabajando en tres turnos durante las 24 horas. Ondino, aún mucho antes de ser técnico y dirigir los destinos de la celeste en el Mundial de 1966, donde había nacido el fútbol, en Inglaterra, supo que en aquel otro Mundial, el del 30, el de la utopía, el del Centenario, y el primero, seríamos campeones. Lo sabía en el medio de la obra, cuando un alemán, un eslavo, un español, un italiano o un ruso cargaban tres carretillas y los uruguayos llevaban con frenesí y empeño el doble.
El 30 de julio de 1930 está apretado en la Colombes con su rancho de paja contra el pecho, mientras la gente se apretuja habiendo dejado atrás andamios y tachos de mezcla aún fresca. Endomingado y abrigado, el Morocho José, con el buzo que le tejió Carmelita, la uruguayita hija del vasco gallego, admira la imponencia del Terrible José Nasazzi cuando bajaba las decenas de escalones que separan el vestuario de la Olímpica con la cancha. El estadio explotaba como los corazones. Figuerón dobló el diario El Día y se sentó confiado en el joven cemento del estadio.
Centenario, mi viejo amigo
Desde hace un tiempo vivo lejos de él, pero cada vez que ando en la vuelta, y aunque me tenga que desviar un poco, paso por ahí como quien pasa cerca de lo de la abuela y tiene necesidad de llegar aunque sea a darle un beso, como quien visita a un tío viejo al que hace tiempo que no ve, pero con el tenor del afecto que quedó fijado en la niñez.
En la medianoche del 10 de diciembre venía de hacer un turno de cuidado filial de un sanatorio más o menos cercano e iba en dirección a la casa donde fui feliz de guacho atrás de la pelota, con los afectos y la vida en despegue. Estaba con la cabeza en otra cosa, pero decidí −creo que me estaba llamando− alargar mis pasos y rodear el estadio por la Olímpica, esa abuela eterna capaz de sostenernos por siempre. Posta que, aunque era un insumo básico y coyuntural, no tenía ni puta idea, en ese momento, de que en unas horas el Centenario iba a ser confirmado para volver al origen de cuando nació, en 1930, y de que la Copa del Mundo volvería, 100 años después, también a donde todo empezó.
Entonces, pasando la puerta 14, lo toqué con cuidado y musité para mis adentros, sintiendo la candorosa devolución de esos añosos ladrillos: “¿Cómo estás, viejo amigo?”. Avancé junto a él y al llegar a las escaleras de la puerta 12 puse la vista. como lo hago desde niño. en los desgastados ladrillos de su entrada. que atestigua billones de apurados pasos durante décadas y décadas de emocionados y alegres, frustrados y angustiados pasajeros de la gloria del Centenario, que desde 1930 han pasado por allí buscando su ubicación en el lugar casi sagrado. Es el único lugar que no precisa la prueba del carbono 14 ni un equipo de arqueología para revelar su vida porque habla por sí mismo.
Por ahí pasó Ondino revisando la obra, el tío Figuerón con la camisa arremangada y el fratacho en la mano, vos, yo, tu abuelo, tu hija, tu nieta, Nasazzi, Obdulio, el Luis, el maestro, pero también el Zita, los Olima y, capaz, hasta sin querer, Paul se tropezó allí.
Intensa-mente
¿En qué rincón de la mente, en qué córner de la piel están vivos esos recuerdos, esas emociones? ¿Un neurólogo, un sociólogo, un filósofo, un hincha acaso puede explicarme cómo se recrean?
Nadie podrá quitarme la difusa sensación de mi primera Olímpica con los jugadores inmensos a pesar de la distancia. Tengo ese recuerdo como una película en Super 8, pero también la de los poperos con bolsas enormes cargando decenas de paquetes moviéndose como un equilibrista, colocando su gastado mocasín en el único resquicio de cemento que quedaba entre un hombre y un niño, mientras el cocacolero cuatro filas más arriba llevaba su contenedor de botellas y hielo haciendo caso omiso a una muchacha que quería que su novio le comprara una Fanta. Siento el sol de diciembre la primera vez que fui sin mi viejo, pero con el padre de Alberto Núñez, mi compañero de banco de la escuela, o recuerdo el chorizo al pan que parados a la vera de las escaleras de la Colombes me compró mi tío, el Vasco, cuando ya era un iniciado liceal −autoválido para el fútbol, pero sin permiso para ir solo entre las multitudes sin Estado de derecho−.
Ahora será distinto. Para 2030, en el centenario del Centenario, volverá el Mundial para alegría de millones. La FIFA y su ejecutivos, CEO y tecnócratas, lobbistas y empresarios, y facilitadores buscarán objetivos y ganancias; te cambiarán, pero nunca dejarás de ser el viejo Centenario por más techo y otros berretines que te acomoden.
Los y las hinchas de a pie seremos felices de ver lo que algunos de nuestros antepasados forjaron y vivieron. Algunos, además, seremos cuidadores de tu identidad, más allá de renovaciones y necesidades. Seguirás cuidado y vigente, único e incomparable.