Wanderers y Danubio se encontraron en el Prado de Montevideo para medirse por Copa Sudamericana, o mejor dicho para terminar de confirmar quién trascendía la fase inicial y se metía en la fase de grupos, una lucha que generalmente es utópica pero prestigiosa. Ambas escuadras en outfit frágil: los de Mario Saralegui tras perder frente a un River Plate que viene creciendo; Wanderers venía de no parecerse a nada frente a Nacional. Y ganaron los de la Curva de Maroñas por un 1-0 tan escaso como suficiente para jugar la copa por segundo año consecutivo.
Es fútbol
Danubio jugó mejor hasta que se olvidó que Gonzalo Bueno jugaba para ellos. Cuando lo buscaron estuvo, en un silencio de película de suspenso y generó las tímidas llegadas del primer tiempo. Después buscaron por otro lado como si aquello no funcionara. Wanderers respondió cuando terminó de ajustarse como un cuerpo quieto que sale a correr. Las bisagras chillaron. Recién sobre el final del primer tiempo se pareció a un equipo de Alejandro Capuccio.
Sin embargo, los buenos arqueros aparecen en ocasiones. Salvo los equipos que pelean descensos y, por lo tanto, sus arqueros se destacan por la vulnerabilidad, en realidad los arqueros tienen una, dos, a veces tres atajadas para lucirse o quedar en el olvido. El puesto ingrato de los sueños: el arco. Mauro Goicoechea se anotó con la más clara quizás de los primeros intentos, nunca del todo suelto de cuerpo, siempre cuidando chacras que valen oro. Una arremetida del local y una salida a destiempo de Matías Fracchia liberó a Leandro Otormín y, en el control, la pelota le quedó picando. ¿Quién no ha soñado con eso? Lo despertó la tribuna lamentándose. La pelota se fue por encima del travesaño.
Quizás aquello dejó a Wanderers mejor perfilado para enfrentar la segunda mitad, pero fue un partido duro, un partido oxidado. Un juego astillado con horizonte de penales. Los técnicos, ambos con urgencia de parecerse a los equipos que los contrataron y a ellos mismos en el mismo movimiento, hurgaron en el banco de los suplentes. En el armado de los planteles está todo, en las variables que te permite un banco cargado está la clave para un partido temeroso, con estudio, con vacilaciones.
En el segundo tiempo volvió Bueno a ser lo que su apellido dice. Despuntó por la derecha cuando había despuntado por la izquierda. Por un lado, quebró hacia el medio, por el otro, desbordó para buscar el centro. Papelito Fernández ofició de conservar el peligro en el apellido. Fue custodiado hasta que lo sacaron. Manuel Monzeglio, que portó la número diez danubiana, ocupó el lugar de falso nueve que inventó un técnico contemporáneo. Las veces asumió la tarea de enlazar, las veces la de quebrar y esperar la habilitación. Wanderers es cierto que se pareció más a sí mismo y a los suyos que en el partido que en el olvido jugó con Nacional. En las tribunas una ansiedad que ni en el banco ni en el pasto era menos.
Monzeglio vestido de enganche fue al frente conduciendo y cuando observaba los motores de los otros, le cometieron falta permitiéndole un tiro libre perfecto y lejano. El zaguero Fracchia, que había titubeado en más de una ocasión, convirtió en gol aquel balón quieto para reivindicarse y así reivindicar al cuadro que veía los penales como posibilidad y se dedicó a cuidar la cosecha. Un disparo distante con dirección perfecta que engañó al arquero y marcó la diferencia en el partido, que sólo merecía quien inventara de un recurso como este, la salida a un juego cerrado.
Capuccio movió el banco y sintió el escalofrío. Danubio jugó con una camiseta color celeste torta de cumpleaños. El local con el ingreso de Tabaré Viudez encontró canales que nadie había tenido en cuenta. Así llegó una nueva jugada clara que también terminó en la humanidad del arquero danubiano. Danubio se dedicó a conservar y a Wanderers lo colmó la ansiedad que sonaba como un bombo de los “Vagabundos”. Wanderers y otra dura derrota que pesa, Danubio y una victoria que lo coloca no sólo en la siguiente fase, sino en el estadío de que todo está en órbita.