A cuatro horas del partido que para al pueblo, 15 mercedarios se abarrotan en fila. Ya marcha el zafral negocio de cornetas, las que, a semejanza de Johannesburgo, dan rienda suelta a la banda sonora de la noche entera. La inmensa tribuna del septuagenario Köster da sitio a las primeras decenas, que serán miles tocando las ocho de la noche. Un par de perros completan la pintura. Los pasillos, la fisonomía del estadio dan cuenta del inobjetable andar del tiempo. Es un coloso que cumple 70 años, el templo del fútbol mercedario. En sus entrañas, el plantel local merienda en la previa del partido rodeado de bombos, platillos y vítores. Es la final del mundo, se sabe: en la semana, hasta el infantil plantel de la selección 2014 alentó a sus mayores a través de un video en el que esbozan el “Mercedes de mi vida”, distintivo canto de los locales.
Más de 900 sanduceros bajaron por el Corredor de los Pájaros Pintados, organizados en excursiones y juntas familiares. Otros tantos se aunaron en el Espacio Cultural Gobbi, en Paysandú, para seguir la transmisión televisiva en una pantalla gigante dispuesta por la intendencia. Fiesta a todo trapo. La diferencia consumada en el primer partido estimuló el júbilo de una ciudad que marcha con la historia a cuestas, permanentemente triunfal: tiene siete estrellas la blanca, se dibujó en la historia desde una épica década de 1970 con cuatro títulos. Legendaria.
Este partido, rebosante de valor en sí mismo, es a su vez una justa retrotracción histórica. Parece adrede: el primer partido oficial institucionalizado del fútbol del interior fue en 1922, que inauguró el campeonato del Litoral entre Soriano y Paysandú, y el último fue la finalísima de la Copa Nacional de Selecciones de la Organización de Fútbol del Interior del Uruguay.
La copa es un mojón para saber que hay un Nosotros con mayúscula. Que hay una identidad conjunta del interior que se erige tanto desde elementos como ella como de la lágrima que brota y se comparte entre la abuela sanducera y la mercedaria cuando el nieto se les va a la capital, al melancólico progreso.
La final del interior es el súmum. La vía para escribir el nombre en mayúsculas siendo nadie, la instancia de traslación artesanal al Olimpo, el vuelto que la historia les tira a décadas de construcción colectiva de los nadie que son todo, hacedores de la identidad cultural de los pueblos, de su andar comunitario, que atan con alambres nobles. El techo de los que andan a pata.
Metiendo y metiendo
En el primer tiempo se vieron jugar. Cual ejercicio de medición, repartieron posesiones sin profundidad. Los duelos en el mediocampo signaron el trámite. Apenas alcanzó para un par de tanteos de Mario González y Juan Andrioli, con el humo choricero ondeando las gradas.
Paysandú gestionó la ventaja generada en la ida sin pasar zozobras, intentando contener la potencial superioridad numérica en los carriles centrales que propuso Mercedes al incluir a Alain Battó como enganche por delante de tres volantes: Fernández, Arrue y Bauhoffer, variando así la estructura táctica habitual de una selección que cruzó el torneo parada 4-4-2 en general.
El elemental ingreso de Battó, promediando el primer tiempo, cambió el trayecto de la serie. La emparejó desde el trámite y acentuó con un gol de lujo, a larga distancia, que acortó la diferencia para un 1-2 parcial que resultó fundamental para el campeón a la postre. Alain, con 18 años hace 11, ya había hecho un gol en la final del interior de 2013, qué gol: el que, pasada la hora, en el Ubilla de Melo, le dio la tercera copa a Mercedes. Un jugador exquisito, de envidiable calidad técnica e inteligencia táctica para interpretar espacios y momentos, que ejecuta audaz.
La labor de Cantos en las coberturas así como el despliegue de Maximiliano Perg sobre la banda derecha le permitieron a Paysandú sostenerse sólido ante los embates de Mercedes, que procuraba sacar la pelota jugada desde el fondo con los centrales abiertos y Arrue inserto entre ellos, pero se diluía en la fase de generación sin poder crear ventajas.
En contadas instancias fueron capaces los de Carlos Cabillón de encontrar a Ignacio González, gran figura de siempre, capitán, en situación de uno contra uno frente a un marcador local. Ricardo Laforcada, el de Cerro Pelado, insistió con sus ejercicios de posteo y se desgastó en la presión ante largos envíos sobre los centrales, pero no resultó. Pata y pata el delantero de Bella Vista, talentoso y espigado ofensivo que terminó por ganarle la cuereada a Facundo Machado, antes goleador del equipo, para ser el nueve titular de Paysandú.
El momento
Tácate: la instrucción de Javier Pica Pérez y la condición natural de Kadir García, lateral diestro, hicieron estallar al Köster. Constantemente abierto y profundo durante el primer tiempo, sin pesar, García incursionó en ofensiva invadiendo el carril interior y en una avanzada de gran distinción técnica controló sutil y de primera, cual crac, antes de desenfundar un derechazo implacable que se coló en el pórtico que defendía De los Santos. Delirio. Un gol de pura riqueza que desvarió el andar entreverado del partido, el tradicional rumbo trabado de final. El de Peñarol de Mercedes, ausente en la primera final por acumulación de amarillas, igualó el asunto. Iban 11 minutos del segundo tiempo.
“Esto es otra cosa”, le esboza un veterano a otro, boina y bastón. A diferencia de la parte primera, engorrosa, la segunda se pasó volando, como Ángel Fernández, el Chino, flecha por la punta derecha cuyo remate primario a los 68 contuvo esforzado De los Santos, estiradísimo. Pero la historia estaba escrita. El rebote lo cazó Walter Domínguez.
Un puñado de gurises por entrenamiento, un enjambre por partido, se enfilan para pedirle fotos al que le han dado por imponente sello “el jugador del pueblo”. Ve pasar su periplo vital, su vida de campito en una bocha. Controla orientado hacia afuera al tomar el desvío del arquero y altera el tiempo. Abre un derechazo al corazón de su gente. Enciende su nombre en serio en el sagrado fuego de las calles que lo vieron andar de pibe. Rompe el partido. De los Santos no es contundente en el desvío final y Domínguez ya se sacó la camiseta, cruzó el pelotón de suplentes que lo perseguían y se abrazó virtualmente con 42.000 de los suyos, todo un pueblo. Así de rápido todo: es una flecha. Principal recurso en el juego directo mercedario, de pícaro encare y gambeta de diablo, dice “no he caído” en la transmisión televisiva al rato. Nunca cae.
El jugador del pueblo
Ensimismado, Domínguez da por tierra todo aluvión sanducero. El repliegue de inercia de Soriano es la base de la verticalidad que vulnera a la desmembrada defensa de Paysandú que comanda Leonardo Gómez (a una letra de retroceder 160 años, casual evidencia de que la Copa es el mejor vehículo para conocer la geografía humana e histórica del Uruguay), y entonces a Waltercito no le importa nada. Encara, arrastra la pelota como en la rambla y asiste con precisión plena a Larralde: un canto al fútbol. La copa es coqueta y del Hum. Fue un gol de esos que hacen temblar las cámaras y los cimientos. Si uno exagera, que tiende a ser grato en la medida en que avanza el tiempo y de a miles aumenta el aforo del Köster para dar sitio en la noche elegida a todo Mercedes en 50 años, puede tirar que la tribuna única del estadio tembló. No seré yo, es evidente, quien desmienta el dato arquitectónico.
Heroico siempre
A toda hidalguía fue Paysandú a procurar la heroica, pero no fue suficiente para un equipo de estirpe que engalanó el torneo. Fue justo finalista. Tras ser vicecampeón del Litoral Norte, apenas algún gol detrás de Salto, eliminó con recia autoridad a Colonia, mejor del Sur, y sacó al antes campeón nacional Lavalleja en semifinales. Cabillón volvió a liderar a un plantel a una final del interior. Ya ganó la copa con su ciudad en 2019 y recientemente levantó la de clubes de la divisional B con el legendario 18 de Julio de Fray Bentos, lejos de casa. Es un entrenador pragmático y experimentado, esto es, es un entrenador del fútbol del interior.
La Copa obrera
Las lágrimas se precipitaron al final. Richard Ferret, younguense que antes jugó por su pueblo y Río Negro, fue expulsado del banco y se colgó del alambrado desde afuera, extasiado, besando un escudo que ya es suyo. Los papelitos recorrieron los vientos y hasta las cabinas de transmisión invadieron, como integrando explícitamente a la fiesta a los equipos de transmisión radiales que con pundonor atravesaron el Litoral y llegaron hasta San Carlos para contarle a Mercedes la épica de su cuarta estrella. “Una fecha que va a quedar grabada para el resto de mi vida”, escribe Hernán Arrue, joven volante de Independiente. Muchos de los ahora campeones eran niños en abril de 2013, cuando Battó hizo el gol de la tercera copa de la decana de las ligas del interior, fundada en 1909.
Son, esencialmente, vecinos, primos, novios, estudiantes y trabajadores de ocho horas que apuntalan desde el esfuerzo por todo y nada la condición obrera del torneo, competencia nacional que aunó a laburantes de 35 selecciones, que son aún más pueblos nucleados, y que pondera los más vastos valores de la brega deportiva.
La noche se fue en fiesta. El ejemplar comportamiento de los jugadores de Paysandú los reunió hasta el último instante de la ceremonia de premiación rival, vencidos al pie del campo, reconociendo la justeza en palabras de Laforcada, quien destacó el mérito mercedario tal como lo hizo con el minuano tras las semifinales, vencedor.
Un ejercicio reivindicativo, emulado en las tribunas, de lo usual del desenlace pacífico de los cientos, miles de cotejos que por año se disputan y viven en el fútbol del interior, en contraposición de premisas propuestas desde el centro del mundo.
Las mieles de la gloria se derraman por su parte del Hum, y cerca del Asencio un grito: “¡Mercedes campeón del interior!”. Uno más de nuestros mundiales, para siempre.