El 9 de junio de 1924, por primera vez en la historia un equipo de fútbol americano, el primero en jugar en Europa, Uruguay, sólo integrado por futbolistas de la Asociación Uruguaya de Fútbol, se coronaba como el mejor del mundo. El torneo de fútbol de los Juegos Olímpicos se disputó entre el 25 de mayo y el 9 de junio de 1924. El certamen tuvo la participación de 22 selecciones, 12 de ellas, incluida la selección uruguaya, formaron parte de una eliminatoria que llevó a 16 el número de participantes de la definición.

La celeste comenzó el torneo ganándole a Yugoslavia 7-0 en la fase preliminar. Ya en octavos de final, Uruguay superó 3-0 a Estados Unidos en el estadio Bergeyre de París. En cuartos de final enfrentó a Francia, derrotando a los locales en gran exhibición por 5-1. En semifinales, Uruguay le ganó a Holanda 2-1. En la final disputada en el estadio Olímpico de Colombes, Uruguay goleó 3-0 a Suiza con goles de Pedro Petrone, Pedro Cea y Ángel Romano; Perucho Petrone, con siete goles en el torneo, fue además el goleador olímpico.

La mía es una historia chiquita

Cuando Óscar, el diariero del barrio, hacía llegar a la puerta de mi hogar capitalino cada fascículo de 100 Años de Fútbol, incomprensible insumo para un escolar inicial que apenas había atravesado el difuso límite de el oso se asea o mi mamá me mima, sentía, embelesado, que aquellos hombres, viejos y grandes, de enormes pantalones, medias hasta la rodilla y camisetas gruesas que atravesaban aquellas fotos en blanco y negro, eran dioses gigantes y humanos, capaces de transmitir a través del tiempo emociones sobrecogedoras, pero a su vez paternales, familiares.

Esos héroes eran nuestros. Eran los campeones, habían sido y serían para siempre los mejores. Eran los héroes que ninguna guerra había parido, eran la leyenda que ellos mismos habían escrito, eran el Uruguay ante el mundo, los orientales crisol de nacionalidades venidas de los barcos que se apoderaron del fútbol. El lunes 9 de junio, día de Pentecostés y feriado en la Francia de 1924, Uruguay se hizo conocer al mundo con su hito iniciático en el cosmos.

Fue un 9 de junio cuando madame Pain, la viejita que hospedó a los celestes en Argenteuil, deshojó decenas de rosas para hacer un sendero que permitiera la llegada de los campeones; fue un día como hoy cuando, por primera vez en la historia, el nombre de Uruguay atravesó los mares y las cordilleras por medio de los incipientes servicios telegráficos, en el anuncio de que eran el campeón del mundo; fue un día como hoy que nació, para no morir jamás, la vuelta olímpica.

Aquel gesto de educación primaria, básica pero engendrada en una sociedad felizmente aldeana, donde el agradecimiento no era una fórmula, sino un principio emotivo del entramado humano cotidiano, seguramente surgió de la imperativa voz del Mariscal José Nasazzi, que aun en ese momento de intimidad con la gloria sintió que debía devolver el saludo a esos miles de extasiados franceses. Fue aquel día que Lorenzo Batlle, sobrino de don Pepe y único periodista oriental que viajó para seguir las alternativas de los Juegos Olímpicos –según algunos autores, gestor del relato épico en Uruguay–, escribió en el diario El Día: “Así dan la vuelta al campo, objeto de una verdadera apoteosis. Cuando llegan al punto de partida se abrazan con los suizos, cambiándose ¡hurras! Y se marchan agobiados de gloria… Saludados por miles de voces que dicen todos ¡Uruguay! ¡Uruguay!”.

Día del fútbol

Hoy es 9 de junio: por obra y gracia de los uruguayos, Día del Fútbol Sudamericano, el día en que fuimos campeones, el día que inventamos la vuelta olímpica, el día que nos conocieron, el día que nos hicieron sempiternos hijos de la gloria.

Desde hace décadas, cuando arranca junio, lo voy midiendo de a poquito, escribo, siento y proyecto de esto años tras años, pero, esta vez, hace ya 365 días que lo vengo esperando. Es como un feriado, pensaba antes, pero ahora lo siento más como un cumpleaños. Como el cumpleaños de la madre o el padre. 9 de junio.

Es posible que sea un emergente del inconsciente colectivo de una nación tan joven que incluso para muchos marca alguno de sus hitos fundacionales justamente ahí: Colombes, 1924, los olímpicos, Nasazzi, la vuelta, la gloria.

Fue el 9 de junio de 1924 cuando los parisinos, enloquecidos por la inigualable forma de practicar fútbol de los uruguayos, no dejaban de saludar parados, quemándose las palmas y arrojando sus ranchos de paja al campo de juego como ofrendas por el juego que los llevó a aquel título olímpico-mundial. Fue en ese momento que el Terrible José Nasazzi, que apenas tenía 23 años y 15 días de edad, guio a sus compañeros a dar una vuelta al campo en agradecimiento a los agradecimientos, y como una forma de expresión de la alegría.

Cada 9 de junio quiero llevarlos conmigo a aquel campo de Colombes para pararnos al lado del Indio Pedro Arispe y sentir ese sofoco de emoción; para escuchar la voz del Terrible ordenándolos en medio de la más grande alegría, saludar uno por uno a los aficionados; para ser el Loco Romano y devolver los sombreros que, ofrendados como flores, chocolates y champán, caen desde las tribunas del templo pagano de Colombes.

Cada 9 de junio, elegido después como el día del fútbol sudamericano, busco explicar cómo algo que sucedió muchas décadas antes de que yo viera la vida está tan incorporado en mí y en varios de nosotros como vivencia.

La vida

Ya no sé la cantidad de veces que me he embarcado en el puerto de Montevideo, en el vapor francés Desirade. Conozco bien sus camarotes de tercera clase y ni les digo la cubierta, donde cada día de los 22 que duró el viaje de Montevideo a Vigo, pasando por Río de Janeiro y Dakar, se entrenaba bajo los auspicios del Buzo Andrés Mazali. Todo todo está en mis recuerdos, en mi vida, en nuestras vidas. Como el recogimiento y el asombro del gallego Manuel de Castro, periodista de El Faro de Vigo, que cuando observó el movimiento de los orientales en su primer partido en la historia en el continente europeo, ante el Celta de Vigo en la cancha de Coya, sentenció: “Por los campos de Coya pasó una ráfaga olímpica”.

Está todo ahí, desde la angustiante situación de Atilio Narancio, el padre de la victoria, que hipotecó su casa para poder cumplir su compromiso personal de que los uruguayos campeones de América de 1923 concurrieran a los Juegos Olímpicos de Francia de 1924, a la delicada alfombra de pétalos de rosa preparada por madame Marie Pain en la senda por la que ingresaran los campeones a su castillo de gloria, ya campeones en el anochecer de aquel casi veraniego 9 de junio de 1924.

Campeones del mundo, en la marmolería donde trabajaba Nasazzi, en el frigorífico donde faenaba Arispe, en el Mercado Agrícola donde se fajaba Perucho Petrone, en la Cervecería Uruguaya donde era repartidor de hielo el Vasco Cea, en la UTE, donde trabajaba el Loco Romano, y en cada rincón de aquella incipiente nación.

La vuelta

Después de aquel partido con los suizos, miles de aficionados invadidos por la emoción conmovedora de la perfección del fútbol de los uruguayos vivaban con alegría a los futboleros arrojándoles sus sombreros “ranchos de paja” para que el capitán Nasazzi, aquel marmolero de 23 años, hijo tardío de un italiano y una española, llevara a sus compañeros a devolver y agradecer aquel obsequio del esfuerzo y los sueños impensados.

Casi siento el gusto del puchero con champagne ofrecido en aquella noche parisina, o hasta el porte erguido y avasallante de José Leandro Andrade, avanzando en el campo a la tarde y deslumbrando en la noche parisina. Me siento en la pluma de Lorenzo Batlle, que vio en aquella expedición la oportunidad y la posibilidad de un nuevo y gran avance de la sociedad, cautivado con un enorme sentido de la épica, de la hazaña, de derrotar a los europeos, una construcción de nacionalidad en sí mismo con aquel discurso, remate de solemne y futbolera parrafada con el “vosotros sois el Uruguay”.

Es como si estuviese entre el Indio Arispe y el Hachero escuchando la narración, relato, ensayo filosófico del back de Rampla: el Indio, compañero de zaga del Terrible Nasazzi, atesoró para siempre su concepto de patria y se lo transmitió a aquel magnífico Homero que fue Julio César Puppo, el Hachero, que nos lo legó para siempre: “¡Entonces sentí lo que era patria!”.

Ritual pagano

De eso se trata, de la vuelta olímpica. ¿Sabrán en el planeta de aquel invento que terminó siendo el símbolo de victoria deportiva más extendido y reconocido del mundo? Aquel gesto no era una fórmula, sino un principio emotivo del cotidiano entramado humano. Fue ese día, el de la final del fútbol de los Juegos Olímpicos de París en 1924, cuando aquellos uruguayos que habían llegado a Francia entrenando arriba del vapor que demoró más de tres semanas en unir América con Europa maravillaron a los 60.000 espectadores aplastando a los suizos 3-0.

Lorenzo Batlle escribió: “El paso enérgico, seguro, y el brazo derecho rígido, abiertas las manos a la altura de la cabeza, saludando al público como lo hacían los griegos y los romanos. [...] Así dan la vuelta al campo, objeto de una verdadera apoteosis. Cuando llegan al punto de partida se abrazan con los suizos, cambiándose ¡hurras! Y se marchan agobiados de gloria… saludados por miles de voces que dicen todos ¡Uruguay! ¡Uruguay!”.

Ni Nasazzi, ni el barón Pierre de Coubertin, ni Lorenzo Batlle, ni los miles de montevideanos que recibían en la plaza Independencia los telegramas que llegaban desde París sabían que aquella “vuelta de honor alrededor del estadio de los 11 uruguayos, en medio de una aclamación como jamás ha recibido team alguno” era el nacimiento de la vuelta olímpica, la misma que se puede reconocer hoy en Ekaterimburgo, Manta, Nairobi, Kobe, Isla Mala y Oslo.

En el anochecer de aquel verano de nuestra vida, los uruguayos caminaron las diez cuadras que separaban aquel majestuoso estadio de su lugar de estadía, el Castillo de Argenteuil, y en sus valijitas y pequeños paquetes donde llevaban sus herramientas de trabajo iban envueltas, en aquellas sudadas camisetas celestes, con la gloria finita de aquel éxito y los sueños infinitos de aquella patria, este pueblo, que ha hecho del fútbol parte de su cultura y su identidad.