Ya tengo más de 60 años, y me pregunto qué edad tendría el Viejo Casale, el de “19 de diciembre de 1971”. Casale es en el cuento de Roberto Fontanarrosa el eje central del relato por su condición -aparentemente única- de no haber visto nunca perder a Rosario Central un clásico ante Newell’s.

Vengo armando este balurdo con la excusa de que sea un guion o pista para una pretendida necesidad de que deban tramitarme de urgencia una visa y me consigan una acreditación especial para ir a buscar la 16.

Durante mi vida siempre he estado cerca y muy cerca de las cinco conquistas que se han dado entre 1967 y 1983. Pero no se afilen, así como he estado en los últimos cinco títulos, un tercio del total del país que más veces la ha ganado junto con Argentina, he estado en otro montón de copas en las que no hemos ganado.

Me iba a guardar mi as en la manga para el final, pero lo saco ahora por si quieren ir pidiendo hora en el consulado: nunca perdí una final con Uruguay por Copa América…

Como la primera vez

Antes de que yo naciera Uruguay había ganado diez títulos sudamericanos de los 15 que ostenta, y en ese período era el dominador de la estadística y había ganado el primero, el que no tuvo en juego trofeo histórico, el que es la aspiración de las naciones sudamericanas, y el último de cuantos se habían jugado hasta ese momento, el de 1959 en Ecuador.

En esos dos tercios de copas al cielo y éxitos frecuentes con 10 campeonatos obtenidos en 53 años hubo de todo: el de la creación del campeonato en 1916, cuando ya se había jugado un partido de lo que iba a ser otro campeonato; el de la primera vez que estuvo en juego la actual copa en 1917; el primero que se jugó en Chile, el de 1920; el que nos llevó a Colombes; el primero en el Parque Central en 1923; el de campeones olímpicos y del mundo en 1924; el de Uruguayos campeones de América y del Mundo en campos de Ñuñoa en 1926; el de Santa Beatriz en 1935, el de la camiseta roja, el de la garra charrúa y el Terrible Nasazzi despidiéndose de la copa; el primero en el Centenario en 1942, cuando la Boina Fantasma de Severino Varela; el primero del Centenario con la Ámsterdam y la Colombes con su tercer tramo en 1956; y por último el de 1959 en Ecuador, el año de los dos sudamericanos, uno que fue malo para la celeste en Argentina a principios de año, y el de finales de año, donde los celestes consiguieron el décimo título.

Los últimos cinco títulos de Uruguay en Copa América los viví literal y metafóricamente.

Toda una vida

De niño recuerdo una escena, tal vez pataleta, y una profundísima tristeza cuando no me llevaron al partido final de la Copa América de 1967, ganada a los argentinos 1-0 con gol de Pedro Virgilio Rocha.

Yo estuve mal con mi berrinche, pero reconozcamos que mi viejo, mis tíos y sus amigos estuvieron omisos y negligentes en no llevarme y hacer que de los actuales cinco títulos que Uruguay ha conquistado en los últimos 57 años este haya sido el único en que no estuve en el Centenario, aunque unos años después tendría una maravillosa y soñada revancha.

Dicen que la memoria se restringe a lo que uno ha vivido después de sus primeros tres años de vida; sin embargo, yo me recuerdo haciendo equilibrio sobre mi torpeza inicial y perpetua corriendo detrás de una pelota de plástico y tirándole viajes de derecha, entre las macetas del patio de los abuelos.

Para 1967 los Reyes ya me habían dejado mi primera celeste –en esa época sólo los niños éramos beneficiarios y usuarios de camisetas que imitaban a las de nuestros héroes– y en el combinado de la abuela (radio y tocadiscos empotrados en un mismo mueble) pude escuchar la voz de Solé, que desde Montevideo hacía llegar a Florida el grito de gol de Rocha con el que Uruguay ganaba su undécimo título, el primero que vivía mi ombligo y el penúltimo de los que se organizaron en nuestra tierra en el siglo XX, absolutamente todos ganados por Uruguay sin nunca haber perdido ni un partido.

Pasaron muchos años y pocos sudamericanos, el de 1975 y el de 1979, para que, rotando por países agobiados por el Plan Cóndor y sus dictaduras, en 1983 Uruguay volviese a ser campeón y yo lo pudiese vivir en cada una de sus presentaciones en el Centenario, con Chile, con un gol de Eduardo Acevedo; con Venezuela el día que quebraron al Nando Morena –con el Archie Esnal jugando en la zaga–; con Perú cuando el Toro Wilmar Cabrera nos sacó de los pelos al empatar (habíamos ganado 1-0 en Lima); y, por supuesto, con Brasil la noche del doble gol de Enzo Francescoli (lo hizo en la jugada y en el posterior tiro libre por el que el juez paraguayo Héctor Ortiz había anulado la anotación anterior), y el de la maravillosa jugada del olimareño Víctor Hugo Diogo, que desparramó brasileños hasta festejar su gol allá en la Colombes.

La vuelta fue en el Fonte Nova de Salvador, Bahía, Brasil, la noche en que el Pato Aguilera cabeceó entre dos gigantes y nos dio el gol del título mientras él perdía el conocimento.

Metiendo tecla

Para 1987 ya tenía un contrato como periodista –aún me gustaba agregar el “deportivo”– y marché a Buenos Aires como trabajador. Ya padre y agarrando para las ocho horas en el periodismo, en la boca del lobo del viejo Monumental frente a 65.000 argentinos campeones del mundo.

Marché con un sobretodo comprado en cuotas en la tienda San Francisco, y, en el palco de prensa del Monumental de Núñez, apenas me permití meter puñito cuando Antonio Alzamendi dejó sin asunto a Luis Islas, el golero de la Argentina de Maradona, de los recientes campeones del mundo.

Cuatro días después, en la final con Chile, me solivianté en mis apuntes –después pasados al télex para que llegara a la redacción–, con la brutal cacería sobre Francescoli, que finalmente terminó expulsado, y me permití pararme dentro de mi sobretodo para aplaudir el gol de Pablo Bengoechea que nos dio el título. Tengo en mi caja de recuerdos una foto blanco y negro que esa tarde me saqué con Sosita y la copa en los vestuarios del estadio mundialista porteño. Decimotercer Sudamericano celeste, y el tercero de mi vida, el primero que veía en forma íntegra y tocando la copa.

Algo que soñamos desde niños

Tras los fracasos después de la primera época Tabárez –en 1989 la selección del Maestro fue vicecampeona en el Maracaná al caer en el último partido ante Brasil 1-0– con Cubilla y sus jugadores con hambre en 1991, eliminados en fase de grupos con tres empates, y en 1993, con la tensa situación de los repatriados, en 1994 se nominó a Héctor Pichón Núñez como técnico de cara a la Copa América 1995.

Entre las demandas de Pichón estaba la de organizar una Jefatura de Prensa, y, organizado y fiscalizado por el Círculo de Periodistas Deportivos del Uruguay, se llamó a concurso abierto. Al final me mandé y... gané. No imaginan ustedes, porque nunca podré ser lo suficientemente elocuente, lo que eso fue para mí. Único, sagrado, inimaginable. De aquel sueño cortado por ineptitudes técnicas, falta de audacia, que no de sueños, y goles ajenos, de colgarme del alambrado con la celeste en el pecho, a esta realidad, que justamente terminó colgado de cada uno de los alambrados del Centenario, con la celeste en el pecho y revoleando mí medalla de campeón después de haber levantado la copa.

Aquel 23 de julio, a diferencia de los cinco partidos anteriores en los que viajaba impecablemente trajeado de Los Aromos rumbo al Centenario, le pedí a Héctor Núñez, Fernando Morena y el profesor José Tejera si podía ir con el equipo deportivo NR y con una camiseta de juego abajo, que justamente llevaba el número 5 a sus espaldas. Así fue, y una vez cumplida mi tarea de difusión previa e información de los nuestros, marché a la cancha al banco de los suplentes, y cuando el Manteca Martínez mandó a guardar el último penal corrí enloquecido, mirando la Torre de los Homenajes, sintiendo el irrefrenable espíritu de la gloria.

El 23 de julio es, para mí, una de las fechas más significativas de mi vida, y me sacude su recuerdo cada vez que andamos por esos barrios de la gloria y de los sueños. Felicidad en estado puro.

Volveremos, volveremos

Para la decimoquinta hubo que volver a esperar unos cuantos años, pero llegó hija de la acción y ejecución de la propuesta integral de Tabárez como técnico principal de las selecciones juveniles, y con Luis Suárez, Edinson Cavani y Diego Forlán transitando distintas etapas de su plenitud y siendo devastadores en la final ante Paraguay en el Monumental.

Cinco de 15 no ha estado nada mal. Cinco títulos, uno como oyente, otro como espectador, un par de ellos como trabajador, y otro, el más soñado, con la celeste en el pecho, no estaba nada mal para un período de 36 años en el que la copa se había jugado 15 veces, 12 en sede fija y tres en régimen de ida y vuelta.

A lo largo de la historia, en 108 años de la más antigua competencia continental de selecciones, la celeste ha logrado campeonar en Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, Perú y Ecuador.

Vamos por esa 16, razones nos sobran, y las cábalas se adaptan.