En una cancha que nunca más será ajena los muchachos jugaron al fútbol. Tres fueron titulares, dos suplentes. Cada uno llevó su dorsal, pero en el nombre coincidieron: todos fueron Izquierdo.

No había pasado una semana de la pesadilla que comenzó con Juan desplomándose en la mitad de la cancha del Morumbí y que derivó en el trágico y doloroso final. Como en tantas otras ocasiones, el show debía continuar. Sin embargo, más allá de la crudeza que para el San Pablo significó jugar un partido por la Copa do Brasil, los futbolistas y su hinchada le dedicaron buena parte del ritual a Izquierdo: el minuto de silencio como comunión de hermanos, la inmortalidad en banderas y canciones de cancha, lo más universal de la pelota.

Mientras la crueldad hacía jugar al San Pablo, algunos dirigentes miraban -como lo hacen siempre-. Pero mirar no es estar, estar es otra cosa. Estar es ser y para ser hay que estar. Y cuando hubo que estar al lado de Izquierdo para cuidarle la espalda o hablarle al corazón, hubo dirigentes paulistas que también miraron, pero para el costado. Aparecieron el último día: ya no era momento de estar.

Otros dirigentes de distintos apellidos pero de la misma especie tampoco estuvieron cerca de Izquierdo. Ni siquiera les afloró la sensibilidad hacia el fútbol uruguayo y, prácticamente al mismo tiempo que se informaba el fallecimiento de Juan, desde la Conmebol decían las sanciones que los futbolistas de la selección deben cumplir por lo que pasó en la Copa América. No sólo eso, sino que un día después, cuando el frío de agosto nos estrujó el corazón durante el velatorio, el presidente de la Conmebol estaba veraneando en Europa para presenciar el sorteo de la Champions League. Y yo me pregunto: ¿a quién representa la Champions League?

El timing, como de costumbre, fue cosa de los jugadores. En la cancha del San Pablo, prácticamente una semana después de que Izquierdo se desplomara, jugaban Rafinha, Wellington Rato, Jonathan Calleri, mientras que alentando desde el banco, lo hicieron Michel Araújo y Guiliano Galoppo. Terminaron de jugar casi a la medianoche del miércoles. En la madrugada del jueves, no habiendo dormido casi nada, arrancaron para Uruguay. “Vinimos de corazón”, dijo Rafinha, un campeón en todas las canchas. Juan era (fue y será) uno de ellos. Y como compañeros de clase, ahí estuvieron en representación de todo el equipo, con humildad y sin protagonismo, con empatía, sintiendo con el corazón cómo se llora a un ser querido.

Ya habían demostrado qué clase de hombres son. Con Izquierdo caído en la cancha, Lucas Moura rezó; cuando ingresaron a Juan al CTI, Calleri y Araújo decidieron estar siempre cerca para acompañar a la familia de Izquierdo, ofreciendo lo que estuviera a su alcance para intentar aliviar un poco esa pesadilla. Eso es ser, eso es estar.

En esta Libertadores Araújo jugó un rato en el Parque Central; Izquierdo jugó para siempre en el Morumbí. Pero Araújo y Juan ya se tenían vistos porque compartían la misma edad y alguna que otra vez se enfrentaron en juveniles. La cancha tiene eso: por más rival que seas, hay algo en la referencia con el otro que es para siempre.

Estando en el velatorio de Izquierdo, en medio de todo el dolor de lo inexplicable, Araújo dice que su compañera, Margarita, “está en el hospital, seguro nace hoy, no sé si llego”. Él y sus compañeros de equipo partieron rumbo a San Pablo a las 17.15 del jueves. Cuando llega al aeropuerto de Guarulhos, le dicen: “Está para nacer”. Media hora después, por parto natural nació Isabella: una vida, en el mismo hospital donde durante varios días Izquierdo luchó por la suya.

Entre la herida, el amor. Así es la vida: un resto de esperanza.