La noche del 2 de setiembre de 2024 yo estaba en Vigo, Galicia. Había llegado para encontrarme con un lugar casi perdido por donde, exactamente 100 años atrás, el fútbol uruguayo había entrado al mundo: el antiguo estadio de fútbol de Vigo, el campo de Coia, donde el 10 de abril de 1924 la celeste jugó su primer partido en Europa, y asombró a los gallegos que, en la pluma de Handicap, Manuel de Castro, certificaron que “había pasado una ráfaga olímpica”. Un mes después, todo quedaría confirmado en Colombes, con la goleada a los suizos, el nacimiento de la vuelta olímpica y de la patria futbolera reflejada en el Terrible José Nasazzi y en el Indio Pedro Arispe.

Cuando a las 20.17 de aquel martes negro Luis Alberto Suárez musitaba entre lágrimas que el viernes jugaría su último partido con la selección, yo estaba tirado en la cama sin destender de mi hotel gallego viéndolo en el teléfono, ya en la madrugada de Vigo. Cuando dijo lo que nunca hubiésemos querido oír me acomodé boca arriba y salió de mi vista, porque el teléfono quedó sobre el acolchado mientras yo miraba al techo escuchándolo sin escuchar.

Quedé tieso y me ganó un malestar difícil de definir, aunque ubicable entre el disconfort y una sensación apenas conocida para el cuerpo de que algo está empezando a fallar.

Tristeza

No se si antes o después de que empezara a caminar hacia el baño como un autómata me acordé de la anécdota de Francisco Paco Espínola cuando se dio cuenta de una tristeza que venía por un sentimiento que había invisibilizado por años: “Una tarde estaba solo en mi casa. Mi familia había ido para San José; yo tomaba mate y por radio trasmitían un partido de fútbol. Puse atención. Jugaban Peñarol y Nacional. Di vuelta el mate, traje agua nueva y me quedé escuchando. Resulta que Nacional ganó por goleada. No me acordé más del asunto y me vestí para cenar en casa de mi hermana. Cuando estaba en la calle, empecé a sentir una tristeza bárbara. No sabía qué me pasaba. Mi familia estaba bien, yo lo mismo. Pero seguía tan triste que decidí no ir a lo de mi hermana, para no amargarle la noche. Me fui hasta el Parque Rodó, cada vez más triste. Pedí una tirita de asado y en el momento que me la trajeron, me di cuenta de que estaba triste porque yo era hincha de Peñarol, vaya a saber desde cuándo”. Mi tristeza es tan profunda como la de Paco, pero, sin embargo, sé que mi pasión por #Suarez lleva décadas.

Una sensación de malestar y desasosiego se apoderó de mí y recordé a mi amigo el poeta salteño Elder Silva, cuando vino a contarme que su cuerpo se había descontrolado y había empezado a vomitar cuando se enteró de la lejana muerte de la Araña Negra, Lev Yashin. “Y no supo que apenas se escuchara la noticia me fui a vomitar al baño, como si con el alcohol que se iba por la pileta, pudieran irse los 12 años cuando uno también cuidaba el área chica, y ella y yo teníamos tanto miedo como Yashin ante el tiro penal”.

En el baño, paralizado frente al espejo, me puse a llorar, me sentí como el Cocodrilo de Felisberto Hernández, el de “¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?”, y recordé cuando en otro baño con otro espejo, sin haber leído a Francisco Espínola ni a Felisberto Hernández, mis lágrimas y mi desasosiego me invadían cuando mi madre me acomodaba el jopo antes de irme a la escuela mientras me decía lo que yo ya sabía, pero no quería escuchar: la verdadera personalidad de los Reyes Magos y Cía.

La pena

Me sentí angustiado y, asimismo, realizado por haber sido contemporáneo de este héroe uruguayo.

¿Tengo derecho a estar triste porque Suárez ya no se volverá a poner la celeste? ¿Cómo se procesa ese duelo? ¿Hay egoísmo en proyectar que ya no tendré nunca más esa sensación única de que él aparezca y resuelva todos nuestros problemas?

Las competencias son así, unos ganan y otros pierden, unos se quedan y otros se van, pero la vida es distinta. Mis lágrimas están cargadas de emoción y admiración por la carrera del salteño, que nos ha permitido, a dos o tres generaciones, apreciar, valorar y disfrutar de uno de los mejores jugadores del mundo, y casi seguramente el mejor de los nuestros que hemos visto en los últimos 50 años.

El que todo lo pudo

Cuando pasó lo que pasó, quieto en una cama que esa noche era mía, ni escribía lo que iba a escribir ni borraba aún lo que inevitablemente nunca se imprimirá. Ahí fue que lo vi llorar, ahí fue que supe que esto ha terminado, pero que él estará aunque ya no esté con la celeste y la 9, y recrearemos con otras caras y más caras cómo él nos sacaría de los pelos de un lugar en el que no queríamos estar. Ya no será nuestro el renacer permanente, enancados en su propio renacer.

La racionalidad superada, la expectativa truncada por la biología, el sincretismo que se concreta a través de Suárez, el que todo lo puede aunque no pueda, la deidad imperfecta, el héroe perdedor, el semidiós uruguayo.

Hemos sido testigos directos de una historia que en el presente ya fue vivida como algo épico, sin importar triunfos, empates o derrotas. Casi 20 años pasando por las canchas del mundo enseñándonos que una siempre le va a quedar. Y claro que le quedó, y cuando no había más que hacer que salir a resolverlo todo, ahí estaba él con la cinta de capitán, deshecho pero entero, añoso pero vital, ancho pero fino. Desde siempre, desde antes de ser futbolista de cancha, desde que jugaba finales del mundo en la vereda, en el corredor del fondo, en la canchita con arcos marcados por buzos. Las portadas de los diarios, las historias de Instagram, los videos de Youtube, las cuentas de X, las esquinas, los tablados, los salones de clase dirán que Luis Suárez ha decidido cerrar su carrera con la celeste después de 143 partidos disputados entre el 7 de febrero de 2007 y el 6 de setiembre de 2024.

Nosotros

Años de juntar razones y emociones que, a pesar de mi incoherencia y mi volubilidad, me dejaron siempre cerca de él, como si fuese quien le manda el centro o el pelotazo largo para que él vaya, y ahí, detrás de su carrera, de su cabezazo, de su tosco enganche, de su pifiada definición contra el caño, hemos ido nosotros a festejar infinitamente.

He construido mi vida gritando goles ajenos que resultaban propios, pero los de Luis, los que ya no volveré a gritar, son y han sido todo: cuando la metió hasta los cataplines contra Inglaterra yo tiré la compu, grité y grité y grité, estirando el gooool hasta la afonía, agitando mis brazos, abrazándome con los otros periodistas uruguayos que estaban ahí, y grité, grité y seguí gritando hasta casi desmayarme. Sentí que había ido para vivir ese momento. Cuando me volví a sentar, y el pánico de la pantalla en blanco era superado por una catarata de emociones, pensé en el fútbol, en mi país, que no es más que mi sociedad, mi gente, mi vida, y me puse a llorar y pensé que Luis podía ser el “Puntero izquierdo” de Benedetti, y me acordé del viejo Mario y pensé que también eso es ser uruguayo. Y explotamos, cada vez que sus anchas y prodigiosas caderas han parido la felicidad gritando el gol más maravilloso del mundo, porque su belleza no está en la estética ni en la técnica, sino en la fatua pero a la vez imperecedera sensación de haber vivido ese momento único e imborrable de felicidad.

Suárez, con la 9 celeste en pecho y espalda, es el mejor de mi mundo, el mundo que cambia todos los días, el mundo que es como un partido de fútbol. Gracias por el fuego, Luis. No sé cómo haremos, pero mantendremos tu llama en alto.