¡No se murió ! ¡No se murió nada! El Canario Villarreal va a estar siempre vivo en nosotros por ese gol divino, único y estremecedor, por todos los goles, por nuestras vidas, nuestros recuerdos, por el año en que vivimos nuestros sueños y él nos hizo soñar la vida.
Esta vez el accesorio jugoso, pero colateral, de que el Bola no sabía que nos habían empatado y que nos estaba matando haciendo tiempo, quedará de lado. La acción del Canario abriendo sus brazos del Loco casi empujándolo para que le pegue de una buena vez por todas, el Héctor haciendo bocina con los guantes para putearlo, la tranquilidad del Bolita en el banco, la inquietud, con el corazón galopándonos a los de la tribuna, y allá está él, que nos entregará la gloria más gloriosa, la épica, y un lugar grande en el aforo de la historia.
Él es José Ignacio Villareal, el que dicen que ha muerto de un paro cardíaco, el que estamos llorando por su desaparición física, el que nunca dejará de estar mientras su recuerdo vital nos acompañe.
Tan vital como esa tarde del 30 de setiembre en el Parque Central, en el que después de haber anotado la apertura del marcador en el arco de lo que hoy es la tribuna Héctor Scarone (su gol número 17 en el campeonato) ahora está esperando una pelota para que la hazaña sea hazaña, el milagro sea milagro y no una frustración más de las que el Campeonato Uruguayo de la era profesional estaba lleno hasta ese momento: desde 1932 hasta esa soleada pero fresquita tarde del 30 de setiembre de 1984, solo Defensor, una vez, en 1976, había logrado destronar a Nacional y Peñarol.
Los relojes se acercaban a las 5 de la tarde cuando por fin Wilfredo Antúnez, que mientras calentaba debajo de la tribuna José María Delgado no se había enterado del gol del empate de Huracán Buceo –lo que habilitaba a Peñarol en el Centenario a igualar, o pasar, la línea de Central–, manda un centro templado a la media luna del área contraria. Abel Tolosa cabecea, la pelota pica y cuando está en el pico de su elevación, ya cerca de la línea del área chica, sucede todo.
Villarreal, olimareño de 27 años, que recién a los 25 años había llegado al fútbol profesional y que después de haber jugado un semestre en Huracán Buceo y una temporada completa en Peñarol había llegado a préstamo a Central, donde hasta ese momento sumaba 17 goles en los 20 partidos en los que había podido participar –dado que no pudo participar en dos de ellos por razones de salud–.
Tolosa cabeceó como para bajarla. El Mosquito va siguiendo la pelota, pero las dificultades se multiplican porque la cinco aros va tomando una altura que parece superior a los dos metros, y porque el golero de Huracán Buceo, el Mojarra da Silva, va hacia ella dando un salto. Seguro que el Canario no sabía del alemán Dietmar Mögenburg, que 51 días atrás en Los Ángeles se había ganado el oro de los Juegos Olímpicos de 1984 saltando 2,35 metros, y con una técnica de espaldas, elevando su cuerpo de manera absolutamente inesperada, toca la pelota por encima del salto de Jorge da Silva alcanzando más de dos metros de altura y se eleva hacia la gloria, hacia la inmortalidad, anotando el gol que da la victoria y el título de campeón uruguayo al Central.
El gol, el triunfo, el campeonato, la gloria, pero el Canario había hecho 17 goles antes del salto a la historia en el arco de la que es hoy la Abdón Porte, y con 18 goles fue el goleador del Uruguayo 84.
En el campeonato de los impensados, de los sin prensa, de los huérfanos de más preocupación que las que pudiesen tener ellos mismos, hay colectivos, y futbolistas en estado de gracia, que día a día van encendiendo más y más su llama de ilusión, a pesar de que nadie los ve. Están ahí, firmes, incólumes, aunque el establishment los ve frágiles, invisibles, casi inexistentes. “Hasta las últimas fechas pensaban que nos íbamos a caer” decía José, el del Cebollatí, el del Olimar, el de las pesquerías, el que se crio en lo de los abuelos.
Villarreal hizo casi la mitad de los goles que hizo el campeón y, suplantando nada menos que a Williams Noble, el bombardero del Central campeón de la B en 1983, no sólo fue determinante para la hazaña, sino que además generó en nosotros lo hinchas lo que después sabríamos fue esa sensación de fe y omnipotencia del área que durante años nos brindó Luis Suárez.
El Canario Villarreal fue nuestro Lucho Suárez tres años antes de que el salteño naciera, y recién ahora que quedo perplejo y paralizado al enterarme de su muerte me doy cuenta de algo que es inmenso, que es enorme y único y representa esa garantía de esperanza perpetua en el gol.
Villarreal, que un mes después debutó en la selección uruguaya a pesar de que llegó tarde al profesionalismo solicitando la baja a la policía en Treinta y Tres, jugó en Peñarol y Nacional, además de Huracán Buceo, Central y Rentistas, y en Colombia, Honduras, El Salvador y Guatemala, y ya retirado fue presidente de Central integrando la directiva con varios de sus compañeros de 1984.
Nunca un jugador campeón uruguayo había sido presidente del club con el que había logrado la vuelta olímpica y seguramente la identificación para siempre.
Ahí va de nuevo el Canario, corre, salta, toca y festeja la gloria.
Aquel gol, aquellos goles son los que para siempre le ganarán al olvido.
Gracias Canario, estarás para siempre.