El fútbol es la más real de las ficciones, es una tierra de duelo y locura. Es un lugar, en el estricto sentido antropológico del término, en el que pueden suceder cosas totalmente prohibidas en cualquier otro sitio.
Un hincha es por definición alguien veraz, auténtico, y el fútbol es una enorme escuela, un espacio de transformación de las personas, un lugar donde todos podemos ser otros y el mundo social puede ser puesto patas para arriba. Por si todo esto fuera poco, como en el hermoso cuento de Roberto Fontanarrosa –a mi entender, el mejor escritor sobre fútbol– “Viejo con árbol”, reúne todas las virtudes de las artes, entre ellas, la escultura, la pintura, la danza y el teatro. Si le agregamos a las hinchadas sumamos la música y la poesía. También los hinchas, en muchos casos, han elevado las puteadas a un arte, y es cierto que muchas veces reproduce lo peor que habita en cada sociedad.
Después del suplicio vivido en la experiencia de la divisional C, este año me debía una crónica de la alegría, porque efectivamente este año es –pase lo que pase– un año de felicidad futbolera para todos los hinchas de Central, el club de barrio más viejo de Uruguay, nacido en enero de 1905 entre las clases populares del barrio Palermo, una zona de Montevideo que supo tener una amalgama cultural única.
Los hinchas de Central empezamos el 2025 queriendo olvidar el año anterior, que terminó muy bien pero luego de vivir un recorrido tortuoso y muy doloroso.
El ascenso significó al final una gran alegría. Comenzamos el año con la sensación de que se había terminado el suplicio, pero lo único que amenazaba la alegría era la posibilidad de que se repitiera. Los ascendidos siempre son los equipos más frágiles y los más amenazados de descender, y deben ganarse el respeto porque todos los ven como el equipo al que hay que vencer. Pero el pasar de las fechas disipó ese temor, y el plantel no sólo comenzó a ganar, sino que demostró un alma inmensa. Se anunciaba que iba a ser distinto, y efectivamente lo fue.
A los hinchas nos pasó lo que le pasa a todo aquel que considera haber vivido algo muy doloroso. Después se contenta con poco, encuentra satisfacción y alegría en cualquier cosa pequeña y, al final, las alegrías se van acumulando.
Seguramente Fiódor Dostoievski tuvo razón cuando afirmó que el dolor puede ser un camino para alcanzar significados profundos o incluso redención. Y sé que este no es un sentimiento puramente personal, porque pude compartir esta experiencia con amigos que me relataron haber sentido exactamente lo mismo.
Hoy, al ver los partidos de Central, en el Parque Palermo más particularmente, encuentro alegrías en lugares que antes eran parte de las cosas quizá no tan importantes, soy feliz con las pequeñas cosas: estar, sentarme en la tribuna, saludar a los amigos, ver a los niños con la camiseta de Central corriendo por las tribunas, ver al equipo salir a la cancha; esos pequeños rituales hermosos del fútbol, tan cargados de emociones como ver a los jugadores correr desde el vestuario hacia el medio de la cancha y levantar las manos para saludar a los concurrentes.
El pasar de las fechas nos hizo fuertes y además ganamos partidos en forma increíble, en la hora y con golazos que fueron superiores a muchos de los que se ven en las mejores ligas del mundo, las que tienen el mayor marketing y son grandes espectáculos. Para colmo, nos metimos entre los ocho finalistas de la Copa Uruguay, lo que nos demostró que habíamos regresado al fútbol importante del país.
De todos modos, no puedo afirmar que el sufrimiento vivido me haya elevado, pero lo que sí sé es que transformó la forma en la que vivo el fútbol, y hoy me alimentan las pequeñas alegrías del hincha que antes formaban parte de lo normal e insignificante. Me volví un niño, soy capaz de ser feliz porque sí. Estas alegrías vividas por los hinchas de cuadros chicos podrán parecer extrañas para los que viven el gran fútbol; sin embargo, debo afirmar que no saben lo que se pierden.
No quiero que este escrito se convierta en una oda al éxito. Por eso quise escribirlo antes del fin del campeonato, sin saber qué desenlace deportivo nos espera ni si ascenderemos a la A o permaneceremos en la B. Y no porque no sea importante –claro que lo es–, pero seguramente no será lo más importante, que –hemos descubierto– está en otro lugar. Me gustaría expresarlo con una pequeña anécdota ilustrativa. Hace unas semanas, Central jugaba un martes a las tres de la tarde en nuestra cancha una fecha del campeonato. Llovía desde la mañana y, a la hora del partido, torrencialmente. Llegué junto con mis hijos, sobre la hora, y nos protegimos bajo el techo que proporcionaba una obra inconclusa a la que hubo que trepar, y desde allí miramos el primer tiempo. Para el segundo tiempo decidimos arriesgarnos a mojarnos para estar detrás del arco al que atacábamos, un hábito común en estas canchas. Yo me protegí en una pequeña estructura que se usaba para filmar los partidos, que algo me protegía de la lluvia, pero mis hijos, a los que les había dado un paraguas a cada uno que no podían usar por el gran viento que había, decidieron pararse bajo la lluvia sin protección ninguna, como sólo de jóvenes podemos mojarnos imperturbablemente, y allí estaban compartiendo esta locura, más fanáticos que yo.
Esa tarde perdimos el partido, tuve que volver bastante mojado al trabajo, pero al verlos a ambos ensopados me fui con la sensación de que me había sacado la lotería. La sensación aumentó cuando los vi irse juntos, cada uno con su camiseta, a Tacuarembó en un ómnibus para la visita al Goyenola con alerta de ciclón vigente.
Valga este texto como forma de expresar que no me importa del fútbol más que aquello que pertenece a lo popular y a lo subjetivo, cómo expresa las vidas y las herencias familiares y la belleza y emoción del juego mismo. No me importa el negocio del fútbol ni su espectacularización que le quita el alma al juego, ni mucho menos el poder que lo envuelve y que lo ha desfigurado.
Hay claramente muchos fútbol, pero a mí me gusta el que está unido a las vidas y emociones de las personas, el que me transmitieron mi padre y mi abuelo. Del otro trato de olvidarme.
El título del artículo refiere a una hermosa frase que pertenece a Albert Camus, quien fue un gran apasionado del fútbol, jugaba de arquero porque solamente tenía un par de zapatos que no podían romperse, creció en un hogar de analfabetos y ganó el Premio Nobel de Literatura. Camus creía que una de las mayores enseñanzas del fútbol era prepararnos para el encuentro con lo real, y también creía que lo había educado como ser humano.