Dice Javier en el libro Vivirlo en carne propia -recorridos etnográficos sobre lectura y escritura en cárcel- que tiene defectos varios, como no haber podido criar a su hija y no haber visto morir a su madre; “yo estaba a todo ritmo”, dice, “robaba y me drogaba mucho”. Pero también dice que por sus virtudes hoy está en “quinto de humanístico y sexto de derecho”. Como el libro fue escrito en 2024 y se presenta el martes 25 de noviembre en el teatro Solís, Javier a esta altura espera entrar a la facultad, pero no es seguro que lo dejen salir en transitoria al teatro, por eso filma un video leyendo el texto. El hecho es que en el sistema penitenciario, según donde te alojen, el humor de quien te abre y la disposición del Estado, podés llegar a hacer dos cursos al mismo tiempo o estar esperando en una celda hasta que venga la universidad. “Estudio primero para seguir aprendiendo, y después por el descuento, esa es otra virtud y un manifiesto”, concluye. “Estoy mejorando como padre y ahora como abuelo. Ser más negro y más lindo y seguir siendo de Peñarol”, finaliza el texto.
Javier jugaba de 9. Se inició en las inferiores del Villa Teresa, debutó en primera y jugó algunos años. En su carrera de futbolista, además, vistió las camisetas de Parque del Plata y de Salus. Al mismo tiempo, su carrera delictiva adoptaba nuevas maniobras. Esto lo cuenta haciendo un gesto como de quien roba en un quiosco una tableta de chocolate. La risa le gobierna toda la cara. Junto a Geovane, un bahiano que se aloja en el mismo piso, son referentes de la biblioteca El Portal, en el salón 10 de uno de los polos educativos del Comcar, allá abajo, en la B, como le dicen. En ese salón se forjó el libro colectivo en el que participa Javier, Vivirlo en carne propia, junto con las docentes Itzel y Natalia, y también otra serie de publicaciones como El deseo, poemario de Javier, que produjimos con la docente Andrea durante el año en el Programa Nacional de Educación en Cárceles.
Javier entendió que en “cana” hay que “agarrar antena”. Ya de “canero” habitó el “cante”, guardó en “cartucheras” el amor y supo que la condición es no quedar “chapalapa”. Que el módulo de preegreso es el “Conrad”, todo lo contrario a estar “en las tinieblas”, aunque las tinieblas son adentro y siempre te puede “pesar la cana”. Por eso hay que “fondear” el corazón a veces, zafar del “flauteo” a módulos peores, aunque lo de mejor o peor sea tan relativo. Observar por la “ventila” el devenir de “los parques”, escribir un poema sobre una “Marta” que aparece a hacer compañía.
El “mono” se envuelve con el colchón de polifón y adentro van los recuerdos. Se “pesca del rancho” lo mejor para las despedidas. La “vaca” vino sin cortar en la mañana. Guardar “marrocos” para la tarde, ponerse “en línea” con el compañero del piso de arriba, recordar “saigón” y prometer jamás “tocar murga”. Todas las comillas son de un glosario interno, de preso, que Javier domina como al lenguaje de cancha, el del “te llevan”, “la diagonal”, el “obol”.
1977, barrio de negros, toque de Ansina. Madre soltera y sola. Familia afrodescendiente de esclavos traídos de Brasil. La abuela René, vascofrancesa. Javier se crio y creció en un entorno difícil, cuenta. En Aldeas Infantiles fue a la escuela y vivió con otros niños como él, fue al liceo y a la UTU, pero, apunta, “no superó la primera fase”. Entró y salió de la cárcel, habitó refugios y nunca olvidó los colores. En la cárcel estudió, se recuperó de las patadas de la droga y demostró su arte con el balón. En su libro El deseo, de Editorial Los Parques, un poemario duro, gracioso y esperanzador, escribe: “Demos flores a Madres, Abuelas, Novias, Esposas, Hijas, Nietas, Hermanas, Tías y Amigas de verdad. A seres queridos que van al cielo, pero sabiendo que la próxima es para vos, que es robada, pero linda de robar”.
Porque nos parecemos, aunque a los 9 siempre los vi de espaldas, o porque además nos parecemos a su vez con Maradona, busqué por las calles de Nápoles, entre las montañas de copias de camisetas celestes con los diferentes jugadores de hoy y de siempre, una camiseta para Javier, que ama el fútbol como yo y como Diego.
Cuando Diego llegó a Nápoles ya se habían vendido una innumerable cantidad de camisetas con su nombre. Jorge Cysterpiller, su representante antes de Cóppola, quiso imponer una marca y gobernar las acciones en nombre del astro. Pero Diego, que entendió a los napolitanos y se dejó entender y querer a su manera, no lo permitió. Era su forma de devolverle al pueblo, incluso desde el punto de vista de la guita, el amor que le dieron. Por eso la imagen de Diego, el derecho de imagen del que tanto se habla, en Nápoles, es libre, cedido por Diego y por la signatura popular de su existencia. Muchas familias viven de aquello. Se venden santos dieguitos por doquier, como si siempre fuera 30 de octubre, como si siempre fuera 25 de noviembre. Un 30 de octubre nació, un 25 de noviembre pasó al plano de los santos sin más canonización que el amor de los mortales. O nació en ese plano y habitó un cuerpo de gurí pobre, o fue un dios humano, como dicen en San Giovanni a Teduccio.
Así como los bambinos se ponen la de Kevin De Bruyne o la de Lukaku, tiempo atrás la de Cavani o la de Gargano, incluso antes, en el ascenso, la de Mariano Bogliaccino, ponerse la camiseta de alguien es llevar su aura. Ni parecerse, ni dejar de ser tan sólo quien la porta, pero sí empaparse de esa esencia de héroes modernos.
En una torre de camisetas encontré una del Napoli que se parecía a la de los tiempos de Diego. Entre todos los celestes que tapizan la ciudad, elegí una, medí la casaca en el aire imaginando a Javier corriendo por todos los patios de todos los módulos que habitó. Por todas las canchas del ascenso donde fue feliz y por todos los partidos que le quedan por jugar. En la canchita que da al río Santa Lucía o en el patio con su nieta, que crecerá con abuelo, y con ídolas mujeres futbolistas de quienes elegir el percal para imaginar goles. Cuando se la entregué acordamos que, en el próximo partido en el estadio del módulo 3, jugaría el primer Maradona negro.