Educar implica responder preguntas inherentemente conflictivas: ¿qué saberes son dignos de transmitir? ¿Qué subjetividades se deben estimular? ¿Qué ideas discutir o dejar de discutir? Implica, siempre, compromiso ético y político; quien diga ser neutral –decía Paulo Freire– es porque no reconoce (o no quiere reconocer) sus compromisos.

El desacuerdo y la discrepancia son deseables e inevitables. Sin embargo, la intensidad con la que frecuentemente se procesan los conflictos educativos es incompatible con el cuidado necesario para abordarlos racionalmente. No se habla de pedagogía ni en los titulares ni en los pasillos; se habla de presupuesto, de oportunidades de estudio, de salarios, de recortes, de ocupaciones, de afiliaciones. Y así –hablando de otra cosa– se estructura esa cosa lenta y cotidiana que es el educar.

Este artículo tematiza una de las aristas del conflicto educativo: la de la formación de los futuros docentes. Combina las voces de un estudiante y un docente que estuvieron presentes para procesar algunas de las tensiones transitadas durante la ocupación del Centro Regional de Profesores del Suroeste.

Unirse

Mientras se organiza una lista de oradores para comentar las (malas) noticias que la directora acaba de dar a la asamblea de docentes, alguien entra y dice:
—Los estudiantes ocupan el centro. ¿Apoyamos? La mayoría se borra de la lista: lo que tenían para decir no era tan urgente. A vuelo de pájaro, una profesora del departamento de Derecho redacta algunas mociones que garantizan que el estudiantado no se vea perjudicado. El apoyo a la ocupación se decide por unanimidad.

Cuando los docentes salen a encontrarse con los estudiantes, estos ya habían desplegado el cartel que decía Centro Ocupado. Con un ambiente ansiógeno en el que se quiere hablar pero no se sabe qué decir, se convocan a todas las personas presentes; alguien –no sin cierto dramatismo– usa la expresión Asamblea General. Se pone al frente y da la palabra una estudiante de primer año. La primera que habla es la directora. Los acuerdos se tramitan rápidamente. Alguien del departamento de Historia hace notar que es la primera vez que los colectivos estudiantiles, docentes y administrativos ocupan el centro. La consigna: defenderse de una amenaza –el recorte de grupos y cambios impuestos en la modalidad presencial/semipresencial–. Defender su identidad, su lugar, sus oportunidades. Una profesora de Filosofía menciona innecesariamente a Spinoza; le dice a una estudiante que pocas veces tendrá conflictos en los que sea tan claro qué posicionamiento tomar: se trata de defender las condiciones de su forma de vida. Afuera, un estudiante tiene un ataque de ira contra la asamblea de estudiantes que decidió ocupar. Mientras grita afirma su posicionamiento: también para él es necesario movilizarse contra el recorte –se trata, sobre todo, de la forma–. Aunque este primer momento anticipó algunas de las tensiones que posteriormente se hicieron evidentes –esta no es una historia de heroísmo o que idealice las movilizaciones– no fue mentira el discurso que se articuló frente a las cámaras de televisión: ante una situación que afectaba a toda la comunidad educativa, la reacción fue la de unirse.

La unión tuvo múltiples manifestaciones: eventos, consignas, folletos, publicaciones, asambleas, talleres, recolección de firmas, reuniones con autoridades, cartas a representantes, entre otras. Pero la fotografía más colorida se sacó el 5 de noviembre, cuando estudiantes, docentes, funcionarios y familias marcharon hasta el centro de Colonia, repitiendo la consigna: No al recorte. No al recorte. No al recorte. Ahí, en la calle, la consigna simple alcanza para alinear, literal y metafóricamente, la diversidad interna de la comunidad. Algunos gastaron, con energía primaveral, las suelas de los únicos championes que utilizarían a lo largo del conflicto; otros fueron en auto –aunque no podían caminar tanta distancia, querían marchar por ese proyecto que acompañan hace más de veinte abriles. Algunas eran personas de izquierda protestando contra el gobierno de izquierda; otras, personas de derecha marchando tras una consigna escrita en rojo y negro.

Una estudiante de 18 años mira a su profesora –con la que estudiaron, en un aula, aquella cita de Paulo Freire sobre el compromiso–; en la calle la siente más cercana. Le dice, entusiasmada: “Esta es mi primera marcha”. La profesora le sonríe. La siente cercana, pero elige no confesarle que también para ella esa es la primera marcha.

Diferenciarse

Pero esa no fue la primera marcha. La memoria de distintas generaciones de estudiantes y docentes guarda el recuerdo de la constante necesidad de acción colectiva y lucha: marchas, eventos, consignas, folletos, publicaciones, asambleas... El conflicto en defensa de la educación pública ya se ha dirigido contra el recorte y la eliminación de modalidades de cursado. No era la primera vez que se recibían noticias como las que se recibieron, ni la primera vez que el colectivo estudiantil veía amenazada su trayectoria. ¿Qué hizo especial a este conflicto? Es probable que el dramático recorte y su intensa respuesta sean solo una de las tantas monstruosidades que nazcan en el claroscuro entre un proyecto educativo que no acaba de morir (el de la Transformación Educativa) y un proyecto educativo que no acaba de nacer (el de la Universidad de la Educación).

El programa educativo de la Coalición Republicana, bajo el liderazgo de Robert Silva, aplicó una reforma curricular a la que llamó Transformación Educativa (TE). Parte de su contenido –por ejemplo, su foco en las competencias– ya estaba esbozado en las propuestas educativas frenteamplistas; sin embargo, su retórica y la manera intempestiva y poco participativa en la que se aplicó tuvo generó un rechazo generalizado por parte de colectivos organizados (ATD, Sindicatos, Centros de Estudiantes). Naturalmente, junto a la postura crítica floreció un posicionamiento apologético de la TE –por alineación pedagógica, por afinidad ideológica, por conveniencia personal, por necesidad de estabilidad o por otros motivos–. En la pasarela de la gestión, además, se aplicó en conjunto con toda una reorganización de la estructura interna, lo cual en los se manifestó en el recorte de grupos presenciales y en una tendencia a la virtualización de la formación docente.

En ese contexto, con varios focos de descontento y un nuevo plan de formación docente instalado, el Frente Amplio (FA) regresa al oficialismo; muchas de las personas que criticaban la TE ocupan cargos en la administración. En las bases programáticas del FA para 2025-2029 emergen dos compromisos: la creación de la Universidad Nacional de la Educación (UNED) y un presupuesto del 6+1% del PBI para educación e investigación, al final del período. La expectativa generada por este mensaje explícito se complementa con la sensibilidad hacia lo educativo esperable de un gobierno con una altísima proporción de docentes. Tanto el maestro Pablo Caggiani, el presidente del Codicen de ANEP, como el ministro de Educación y Cultura, el profesor José Mahía, afirman ser conscientes de la expectativa que se tiene ante un gobierno progresista. En un gobierno encabezado por un docente del interior, los estudiantes de profesorado del interior se sorprendieron cuando, en las últimas semanas del curso académico, llegó la noticia de que muchos no podrían continuar con sus estudios en las condiciones que les habían asegurado. En Colonia, el estudiantado lo expresó en uno de los carteles: “No esperamos la motosierra”.

Algunas de las personas que encabezaron las movilizaciones tenían sensibilidades de derecha o no tenían una definición política clara. Pero ciertamente también había quienes venían de un trasfondo frenteamplista. Dentro de las sensibilidades de izquierda, una de las primeras tensiones que emergieron fue la de dar un sentido a la situación: ¿por qué un gobierno progresista argumenta desde una racionalidad economicista? ¿Por qué atender al déficit perjudicando estudiantes del interior, una población cuyas oportunidades educativas son ya limitadas? Hubo quienes señalaron ejemplos históricos en los que los gobiernos, en su afán de llevar a cabo proyectos reformistas, debieron realizar compromisos. Este fue el caso de Feliciano Viera, presidente batllista que ante la derrota de su movimiento en las elecciones de la Convención Nacional Constituyente en 1916 contra los sectores conservadores, debió de poner un freno a los programas de cambio e ir a negociar con el círculo empresarial. Tal vez el aparente alejamiento de ideales progresistas en educación pueda leerse en el marco de un esfuerzo del FA por lograr un compromiso que garantice que la Universidad de la Educación no corra con la suerte del Instituto Universitario de Educación, muerto antes de nacer.

También hubo quien habló del sesgo de aversión a la pérdida, y también quien señaló a otras poblaciones vulnerables que se verían beneficiadas con una eventual reubicación de los recursos. No fueron demasiado convincentes. Hubo quien recordó los anteriores conflictos educativos del FA; hubo también quien apeló a una resignación silenciosa y también quién buscó diferenciarse. Por supuesto, también hubo actores partidarios de derecha que aprovecharon la oportunidad.

Pero la orientación política no fue, ni mucho menos, la principal fuente de diferenciación. A nadie le convenía la situación, pero no a todos les afectaba igual. No es lo mismo ser estudiante que docente, ni ser de Historia o de Matemática que de Geografía. No es lo mismo ser docente interino que efectivo, ni ser estudiante presencial que semipresencial. No es lo mismo ir al palacio legislativo que recibir el hate de las redes sociales. Si la amenaza unió, rápidamente la forma en que se inflige la herida obligó a diferenciarse. La ocupación continuó, de manera pacífica, durante dos semanas. El estudiantado se mantuvo organizado. Se mostró dolido frente a sus docentes, frente a las autoridades, frente al gobierno. Aún se muestra dolido. Tiene consciencia de que lo que tenía no era gran cosa; mañana tendrá menos.

Volver a unirse

La ocupación se levantará el 14 de noviembre a media tarde, dos semanas después de recibir la Oferta Educativa que dió comienzo al conflicto. Todavía pasarán varios días antes de que se termine de negociar. La solución será mediocre. Alguien perderá mucho, alguien perderá solo un poco. Pero, con el cierre de la residencia estudiantil, las condiciones ya no son propicias.

Nos gustaría narrar una historia con final feliz y edificante. Nos conformaríamos con una historia trágica pero heroica, e incluso con una historia canallesca cuya violencia imbécil moviera a la indignación o a la acción. Pero lo que tenemos para escribir ocupa otro registro de lo oscuro: el de la violencia estructural y cotidiana.

Los estudiantes del CFE ya son personas cuyas oportunidades han sido limitadas, si las comparamos con quienes estudian en UdelaR y Universidades privadas. Personas del interior, de clase popular, de familias sin estudios terciarios, con contextos socioculturales que impiden ir a Montevideo. Cuando sus oportunidades sean más limitadas, no tendrán otra opción más que aceptar. ¿Qué otra cosa pueden hacer? ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Educar implica responder preguntas inherentemente conflictivas. ¿Qué nos queda por pensar? Sin perder conciencia de lo que nos hace diferenciarnos, queda por pensar cómo hacer para volver a unirse. Quienes no ocupamos los lugares centrales debemos pensar cómo haremos para tener una educación de calidad, con las condiciones siendo lo que son. Los encuentros, las discusiones, las caminatas y las sentadas llevadas a cabo durante el conflicto muestran la potencia de las comunidades educativas –cuando se organizan–.