Bruno Zuculini tenía unos pies de pibe con los que iba en busca del mundo o de un día, un día lejano en el que con esos pies iba a hacer un gol en una final. A su papá, Marcelo, le llevaba la vida y el mundo desplazar a esos pies de pibe desde una punta del inmenso conurbano bonaerense hasta casi la otra punta para que ese hijo y su hermano mayor, Franco, entibiaran el sueño de fútbol, de Racing, de Primera División, de goles, de final.
Se dormía, a veces, agotado, ese Bruno más Brunito que Bruno, en los recovecos del auto del padre, quizás replicando lo que soñaba despierto. Y no puede dormirse ahora Bruno, cuando acaricia la memoria nunca vieja de aquellas jornadas de sueños laboriosos y cuando, al mismo tiempo, aprieta la memoria flamante de que sus pies –ya no de pibe, sus pies de 31 años que ya deambularon muchos partidos en muchas geografías– pisaron un área coqueta de Río de Janeiro, portaron al cuerpo que dormía –o más o menos dormía– adentro del auto de su padre y consagraron una noche entre las noches para hacer el segundo gol con el que Racing venció a Botafogo 2-0 en Río de Janeiro, la llave definitiva hacia la Recopa Sudamericana.
Bruno no necesitaba ni un centímetro de ese gol para ser un símbolo porque su condición simbólica reside en aquel esfuerzo, en cada viaje con su papá y su hermano, en su forja de profesional arriba del césped en el que su club abriga y modela jugadores hasta cimentar una identidad y hasta, en una de esas, un día lejano pero ojalá, salir campeón.
Extraordinario: en una edad en la que el negocio y los negociados que se entretejen desde el fútbol mueven muchachos de una entidad a otra, de una plata a otra, el Racing dueño de la Copa Sudamericana se impuso al Botafogo, que es dueño de la Copa Libertadores con dos tantos marcados por dos figuras nacidas en el club y retornadas al club. El primero, el que encaminó lo que Zuculini sellaría, lo convirtió Matías Zaracho, destacado mediocampista juvenil, alcanzapelotas consumado en los días durante los que sus pies de pibe rumbeaban detrás de la vida, del mundo y de un gol en una final, venido hace nada desde las canchas brasileñas, hacia donde había migrado luego de dar la vuelta olímpica del torneo local con Racing en 2019. O sea: otro emblema de la misma camiseta casi desde la cuna. O sea: uno y otro, pibes del club en una edad en la que los poderes económicos de miles de rincones y de la Argentina desbaratan la idea de ser un club.
Hay un video que luce radiante en las redes sociales de la institución, anterior a la definición con Botafogo, en el que se ve a Zaracho y a Zuculini andando juntos y con sus pies de sueños sobre el césped del Predio Tita, el espacio en el que crecieron. Tita es Tita Mattiussi, Elena Margarita Mattiussi, la mujer que, primero con su papá y su mamá y luego en la autonomía, vivió por, para y en Racing, cuidando como hija y como madre a generaciones enteras de futbolistas. Para rendirle tributo, en julio de 2000, los socios y las socias inauguraron ese espacio que aguantó épocas muy feas para la entidad en lo económico y lo deportivo. Tanto como la propia Tita, que murió en 1999.
En esos pastos, sobre una calle encantadora que se denomina Pitágoras, maduraron las ilusiones de campeones del mundo como Rodrigo de Paul y Lautaro Martínez, las atajadas de estrellas como Juan Musso, las imaginaciones de talentos como Luciano Vietto, alguien que dio la vuelta al globo con la pelota atada a los tobillos y que regresó hace unos meses para la doble fiesta internacional que disfruta Racing y para convertir, de penal, el gol inaugural de la primera final ante los brasileños, que también terminó 2-0. Zaracho, Zuculini y Vietto nacieron allí, partieron y volvieron como quizás algún día lo hagan De Paul, Lautaro y Musso, tres que se arriman al Tita en cada paso por la Argentina.
En una era que reparte fugacidades y esfuma pertenencias, Racing parece afirmar las sonrisas de su gente en lo permanente (como les ocurre a tantos clubes con tantas personas y a tantas personas con tantos clubes) y en el fortalecimiento de esa cadena con el sitio de origen. El flamante presidente de la casa, Diego Milito, eslabonó sus rutas iniciales en las canchas como delantero de Racing y sacó boleto a Avellaneda de nuevo en 2014 para gritar un título mientras la hinchada ahogaba un canto de resistencia inolvidable: “Las buenas ya van a venir”.
En 2019, el maestro de Zaracho fue Lisandro López, otro crack que escaló de las inferiores a la categoría máxima, de allí a los suelos más famosos y de esos suelos rumbo al punto de partida. Franco Zuculini, el hermano mayor de Bruno, actúa de enlace entre el plantel y la dirigencia después de haber puesto el alma por esos colores. El estandarte máximo de esas parábolas es el entrenador: Gustavo Costas ejerció como mascota radiante del campeón mundial de 1967, como defensor adorado (“que Costas es lo más grande del fútbol nacional”, afinaba la tribuna), como director técnico casi sin salario en las horas de finanzas desfondadas y como trotamundos de su profesión y como Gardel con todos los guitarristas en la gloria de la Sudamericana y de la Recopa. Pero, más que nada, con el corazón latiendo mucho más que lo que aguanta un corazón: un hincha que domina los secretos de su oficio, que lidera desde la capacidad de expandir afectos y contenciones, que dirige al equipo, en los tropiezos y en las cumbres, que no desprecia los conocimientos hasta sofisticados de su grupo de trabajo, pero que le devuelve al fútbol esa ternura que justifica su condición de poderosa aventura humana.
En la previa a la final de Río, las cuentas de Racing expandieron este posteo: “Saber de dónde venimos es una maravilla y un derecho. Transmitirlo de generación en generación, una obligación. Ojalá los hijos de nuestros hijos escuchen alguna vez la historia del equipo que llegó a Río de Janeiro detrás de un sueño llamado Recopa”. Miles y miles lloraron con ese posteo igual que, en estos ratos, lloran por otra alegría. En los pies de sueños de Zuculini y de Zaracho caben muchas cosas. Y, en especial, eso que respira Racing, eso que brilla ahora igual o más que una Recopa: ser parte de una historia.