1

Cuando la pelota giró hacia mí venía brillosa, como en cámara lenta, en un eje de magia de colores. Era por la década de 1980 en una calle de tierra de La Coronilla.

Mi viejo ya había muerto, en la dictadura, y la economía de la casa era siniestra. Íbamos rumbo al Chuy, a esa frontera seca con precios rendidores de comestibles. Era una excursión mentirosa, un rejuntado de vecinos con el solo objetivo de bagayear yerba, azúcar, aceite y latas.

La memoria tiene cuestiones insólitas, es un espiral implacable que da vueltas y el tiempo no para.

2

La Coronilla era entonces una parada obligatoria del bondi.

El viejo GM ya no era un galgo joven como cuando su escondida figura brillaba en la Organización Nacional de Autobuses, la ONDA. Para volver a su ronroneo rítmico y acelerado de otros tiempos –ahora que en su parabrisas derecho, entre la puerta y la larga palanca de cambios, había un cartel que rezaba “Excursión”– precisaba descanso, como los viajeros que estiraban sus gambas antes de sacar de la bolsa refuerzos de mortadela y alguna flaca milanga de carne picada.

Calles de tierra, olor a sal penetrante del mar y un sol de fuego de un destino que seguramente aparecería sumado al Chuy en aquellas fotocopias pegadas con cinta adhesiva a la columna. De ahí se arrancaba la tirita de papel con el número de teléfono del señor del ómnibus, que, cuando no tenía sus manos engrasadas y con olor a gasoil, era el dueño de la empresa de excursiones que hacía salidas familiares al Chuy pasando por la costa atlántica.

En el descanso de la parada se armó un picado rapidísimo en la calle con los viajeros.

De la bodega salió una Cinco Aros gastada que había lucido sus gajos blancos y negros en otras calles, otros yuyales, y quizá hasta había corrido en raídas canchitas con arco y todo.

El veterano le pegó con el empeine derecho a la globa, que venía rodando en el aire, seca, brillante como una estrella.

El veterano era el Mono.

Es decir, el Mono, el crack Schubert Gambetta, una leyenda del fútbol uruguayo, un campeón mundial del Maracaná de 1950.

3

¡El Mono Gambetta y la siesta!

Otros soles, otras horas habían visto al Mono Schubert Gambetta abrazarse desesperadamente a la pelota, colgándose de esa globa que era la gloria cuando ella viajaba en el último córner de los brasileños, cuando el inglés pitó el fin del partido y las 200.000 almas de Maracaná no sabían lo que hacía ese portentoso uruguayo que un rato antes le había movido la carrocería al bailarín puntero brasileño como midiendo el aceite. Como ahora, en la calle arenosa de La Coronilla, el chofer empresario de la excursión a la frontera de las mayonesas, guaraná, garotos y kisukos y kichutes medía el del ómnibus con una larga varilla desvestida por una estopa oscura y pegajosa.

El rugido de Maracaná era brutal.

El Mono hizo la siesta como si hubiera tomado un par de vasos de vino oscuro.

Es que habían llegado cuatro horas antes del partido y había unos colchones en el vestuario de aquel estadio que aún conservaba el perfume que tiene esencia de encofrado y cemento armado.

¿Qué iba a hacer? Entregarse a los brazos de Morfeo hasta que hubiera que arrancar a escribir, a jugar esa página única de la vida.

Después del 50, volvió a salir campeón con Nacional, ya veterano. Y terminó su carrera con la camiseta de aquel Mar de Fondo de hacha y tiza.

4

No sé qué pasó. No sé por qué me acuerdo de estas cosas ahora.

El Mono Gambetta vivía en aquellos años en la línea de frontera entre Lagomar y Solymar.

Balnearios frondosos, sin agua potable, donde llovía un poco y se cortaba la luz, y por ahí pasaban tres ómnibus por día rumbo a Montevideo.

Era una odisea ir y una batalla volver.

El Mono, campeón mundial, era albañil y vivía de changas.

Al igual que aquel ja derecho sólido, de pierna fuerte, marca recia y temperamento feroz.

El Mono en sus años finales era pala, pico, cuchara y fretacho.

Campeón con Nacional, se terminó la retirada futbolística en el mítico Mar de Fondo.

Gambetta viene del lunfardo tano, de gamba, que significa “pierna”.

Con los años, me doy cuenta de que aquel veterano macizo que me tiró un pase maestro en una calle polvorienta de La Coronilla fue campeón mundial con la celeste, campeón tricolor, bagayero humilde y albañil de pórtland, pedregullo y macetazos que te hacen temblar el alma.