Cuando un racimo de jugadores minuanos comenzaron a correr por (casi) todo el estadio a Kevin Torena, con distintos frentes de pelea repartidos por el Casto Martínez Laguarda y una panorámica visual que si no implicara niveles insólitos de violencia sería digna de un cuadro renacentista, la sensación de descontrol en sentido estricto –imposibilidad de controlar– tomó por completo la escena justo antes de que incubara una idea, una interpelación con la que hasta ahora estoy lidiando.

La inercia habitual, casi como una activación de protocolo inmediato de acción y respuesta ante cada hecho violento sucedido en alguna instancia del fútbol del interior, es contrarrestar la andanada mediática ignorante propulsada por la mayoría de los medios de prensa privados montevideanos, caracterizados históricamente por la omisión informativa sobre la vida y el día de uno de los fenómenos populares más importantes de Uruguay –sin considerar todo lo demás, incluidas las elecciones departamentales– a excepción del día después a una piñata.

Más de una vez me he preguntado de dónde emerge, de dónde sale esa reacción lindante con lo instintivo de ensayar un contrapeso a esa estigmatización que, al final, es un elemento a partir del que el interior se junta: en el fútbol disputamos a rabiar entre nosotros hasta que los montevideanos se enteran de algo y sacan a relucir la discriminación (por la vía de la ignorancia) normal para un país armado desde una concepción unitaria y centralista del desarrollo nacional. Ahí nos juntamos y desplegamos una defensa férrea de nuestro patrimonio en redes sociales, apuntalada por un puñado ínfimo de comunicadores que no se prestan para la ola boba del estímulo que viene desde las encandilantes luces a las que muchos quieren llegar.

Se me ocurre que ese reflejo defensivo es, en primer lugar, por una cuestión identitaria, de arraigo, de defensa propia; en segundo lugar, por el conocimiento cabal de la naturaleza del fútbol del interior, una red inmensa de cientos de eventos por fin de semana en los que excepcionalmente pasan cosas malas en el marco de un mundillo generalmente sano en el que cultivamos nuestras relaciones afectivas, apuntalamos nuestros legados familiares y buscamos la trascendencia sin recibir nada material a cambio y sólo dando, dando, dando.

Así reaccionamos porque nos parece absurdamente injusto que se distinga como violento un ámbito en el que un cuadro sale campeón y caen a su sede decenas de otros barrios a acompañar por estar, por tomar y confraternizar con los rivales que son vecinos a la vez que nos cruzamos con épica en nuestras canchas.

Haciendo foco

La idea iniciática que se me cruzó mientras todos corrían a las patadas y piñazos en plena final del interior es que capaz que esa defensa instintiva debe omitirse esta vez.

Que no conviene derivar el foco a la discusión con Punto penal, El País y Juan Guillermo de Pocitos.

Es hora de poner las barbas en remojo y cuestionarse con dolor si el fútbol del interior es violento o no, si la acumulación de varios hechos individuales y colectivos de violencia en la última Copa Nacional de Selecciones, torneo insignia, no se explica desde razones estructurales y nuestras, tan nuestras como todo lo bueno.

Es una misión impostergable cuya discusión no ha de restringirse a los jugadores de la selección de Lavalleja, que deben ser sancionados de acuerdo a lo que establezca el reglamento del torneo por haber desatado un desastre indimensionable.

El fútbol exacerba las emociones, las instancias decisivas nuclean niveles de estrés altísimos para personas que no son profesionales, trabajadores en cuyos cueros hay que ponerse para entender el grado de exposición que implica jugar una final nacional con limitadas herramientas para canalizar esos sentires. Pero, sin diabolizar a nadie, sin proponer que el partido que soñamos con jugar todas nuestras vidas sea una obra teatral, sin desconocer la manija del entorno, los enojos porque la violencia también viene de algunos dirigentes y periodistas y no es sólo pegar un sablazo, es asumible que no está bien que una persona agarre a piñas y patadas a otra porque perdió, o porque uno lo provocó irresponsablemente o porque le pareció que un gurí de 22 años provocó al festejar por un segundo el gol más importante de su vida frente a la hinchada rival –que habitualmente se ubica en otro espacio físico en ese estadio–, justo antes de darse cuenta y pedir perdón de todas las maneras posibles, recibiendo golpes sin devolverlos y, al rato, mirando a la nada amargado mientras podría estar llorando de alegría, minutos después de que golpearan en manada a uno de sus compañeros contra un portón, atrás de una ambulancia.

La pregunta

Será necesaria la creatividad, la innovación en las medidas por ser competencias amateur. ¿Será tanto un problema de violencia propio de algunas instancias del fútbol del interior como un problema de violencia del fútbol amateur? Como no se vive de esto, al agredir se está sometido a consecuencias que no repercuten directamente sobre una actividad que sostiene la economía personal y familiar. Ese concepto podrá ser ratificado o rebatido en la importancia efectiva que tiene o no sobre las actitudes violentas, siempre que alguna persona con cargos de responsabilidad y decisión política se haga la pregunta.

Será precisa la modestia de reconocer un problema evidente por acumulación, de pedir ayuda y crear instancias de intercambio con quienes conocen e integran el fútbol del interior, y también con profesionales, investigadores y actores de relevancia en el asunto. Quizás sea positivo que se produzcan vínculos institucionales permanentes entre la Organización del Fútbol del Interior (OFI) y la Universidad de la República –además de las ligas, la Asociación Uruguaya de Fútbol, la Secretaría Nacional del Deporte, el Ministerio del Interior, el Ministerio de Educación y Cultura, el Congreso de Intendentes, las intendencias departamentales, los jugadores y otros colectivos– y se generen las condiciones para un análisis conjunto en el que puedan participar académicos nacidos en el interior que conozcan la realidad de nuestro fútbol y la identidad colectiva de nuestros pueblos, no sea cuestión de llegar a iluminar a nadie, y, de paso, se propicie el aporte de gente cuyo conocimiento siempre ha tenido que volcar lejos de su tierra (“si te tienen que operar...”) y que puede ayudar a entender qué está pasando y si efectivamente está pasando algo estructural que nos tiene que preocupar más allá de las situaciones concretas y sus dinámicas. Nada de esto sucederá si nadie se hace preguntas.

Parece ser la hora de una revisión exhaustiva que debe nacer de las entrañas de la OFI, con producción de conciencia por la vía de campañas comunicacionales y de políticas que trasciendan el tanteo o el presionante ejercicio de tener que atajar penales o apagar incendios, siempre con ineludibles condicionamientos políticos coyunturales que no son fáciles de administrar, porque dirigir la OFI tampoco es fácil.

Ojalá estemos en la hora de un pacto, de una política institucional que trascienda las administraciones y en lugar de soslayar, de ocultar parcialmente nuestras penurias –generalmente con el aporte de algunos de nosotros, los comunicadores, por el noble ejercicio de querer hacer justicia con la historia de nuestros pueblos–, exponga abiertamente que hay un problema, que tenemos un problema, que se requiere ayuda de distintos palos porque esto importa, y, más allá de que nazca el reflejo de dramatizar por el producto televisivo, porque “nos está viendo el mundo”, esto importa porque es de nosotros y no por lo que puedan llegar a decir los de afuera.

Que sea la hora de una revisión cultural de ciertas cosas, de cuestionarse si está bien generar ciertos contextos a como dé lugar por ambiciones competitivas o por ser hincha nomás. De asumir las responsabilidades propias de cada uno –no en este hecho, sino en lo cotidiano–, sin calcular que la culpa de todo la tienen los jugadores –principales responsables de lo que pasó el sábado y encargados de asumir las consecuencias de sus actos– o la OFI, pensando en que un día alguien le gritó “negro de mierda” a un adolescente de 17 años en Pan de Azúcar, en el primer partido de la copa juvenil, porque al pibe le gustaba buscar el uno contra uno y pisar la pelota con el partido 0-0.

San José salió campeón del interior y la final, hasta terminarse por un desastre público completo, estuvo a la altura de los más de 120 años de épica de un fútbol de leyenda gracias a dos equipos que venían reflejando fielmente la identidad del fútbol del interior. Adentro y afuera, por ambiente y una euforia emocionante y emocionada, sin un solo incidente entre los hinchas pese a la tensión de la semana, incluida la alteración de los serranos por los problemas para conseguir entradas.

Cultura popular, historia nacional.

Y, ojalá, hacerse preguntas.