El partido jugado en el Campeón del Siglo entre Peñarol y Racing de Avellaneda fue algo extraordinario, no en su sentido más básico, que sale de lo ordinario y regular de todos los días, sino en su acepción calificativa que destaca lo que se vivió.

Tal vez muchos de ustedes habrán escuchado o leído o hasta expresado que fue un pobre partido de fútbol. Que casi no se jugó, que hubo muchas faltas y pocas emociones de gol, que esto, que lo otro. Sin embargo, más allá de la alegría de los hinchas mirasoles –quienes podrían justificar su calificación positiva del partido en el mero hecho de haber ganado y encaminado la expectativa de avanzar–, el evento íntegro, desde que numerosísimos hinchas aurinegros salieron de su casa o su lugar de trabajo para ir el estadio, desde que los argentinos, también por miles, llegaron por aire, tierra y mar a Montevideo, desde que cada uno pensara el partido aunque no fuera al estadio, aunque no pudiera conseguir pantalla para verlo, aunque sólo lo fuera siguiendo por la radio, fue algo excepcional, que quedará en el recuerdo, no ya de los grandes partidos, de los goles sublimes o de las defensas exitosas, pero sí de las noches de copa que se acomodan en los anaqueles de los futuros recuerdos.

Sin que sea una exageración, se puede afirmar que los y las rioplatenses sabemos, conocemos, vivimos el fútbol. Por eso, sus manifestaciones se transforman en rápidos motivos de análisis, juicios, afirmaciones, certezas e incertezas que nacen de lo vivido, de lo apreciado de los sentidos en la cancha, que puede traer consigo alegrías o frustraciones.

Desde hace más de 130 años, el fútbol late en nuestras costas y se ha ido metiendo de tal forma en nuestras vidas que es, sin duda, la manifestación sociocultural más importante de nuestras sociedades.

Son años de fútbol

Por los desvíos machistas y las conductas heteropatriarcales que nos han dominado durante décadas, los hombres –pero ahora, felizmente, también miles de mujeres– estamos entrenados y capacitados para establecer valoraciones, juicios y aciertos acerca de los desarrollos de un partido de fútbol y su contexto.

La drástica evolución de la apreciación privada de lo que sucede en los lances de un partido ha quedado marcada desde aquellos primeros tiempos en que sólo se acercaban unos pocos a ver cómo los criollos se entreveraban con los ingleses locos. Desde las primeras narraciones escritas en los diarios, que daban cuenta de las formaciones y de quienes habían anotado goles, hasta las primeras crónicas. Y después, los mismos pasos evolutivos en la radio, con relatores que contaban y opinaban, después con comentaristas y, más tarde, los comienzos de la apreciación por televisión, y más, y más, y más, hasta desembarcar no muy lejos de ese maravilloso sketch humorístico de Pedro Saborido y Diego Capusotto, “Cuatro gordos hablando de fútbol”.

El partido Peñarol-Racing estuvo bueno aun cuando no hayan jugado bien desde la estética y la percepción artística del juego. Pero jugaron bien en su empeño, en la tensión de querer superar o neutralizar, en el intento de engaño, en la respuesta táctica de parar el juego.

Fue un partido bravo, duro, áspero, por la valía de los rivales, por la importancia de lo que se están jugando. Es una competencia de élite, una contienda de alto nivel, sin llantos y más o menos dentro de las reglas, entonces, lo que se busca es ganar o conseguir un buen resultado que, como el hijo criollo de la media inglesa, teóricamente es no perder de visitante.

¿Cómo se ganó?

Peñarol lo ganó y dio un pasito adelante en su expectativa de meterse en la próxima fase. Queda la revancha del martes, de visitante y ante un equipo de muy buenas condiciones, que además está obligado a ganar para seguir.

Lo ganaron los jugadores, con todo su temple e idoneidad y, además, con una gran gestión en la defensa de situaciones que los superaban, ya sea por la técnica del contrario o porque sus líneas habían sido trasvasadas y sólo quedaba un último recurso para apagar el fuego. En tal sentido, los centrales Javier Méndez y Nahuel Herrera estuvieron estupendos, pero también la línea de cuatro toda, con Emanuel Gularte por la derecha y Maxi Olivera por la izquierda. Y el golero chileno Brayan Cortés y el mediocampista argentino Eric Remedi.

Pero también lo ganó Diego Aguirre, quien optimizó sus posibilidades y buscó la salida correcta cuando todo parecía complicarse, especialmente cuando la salida de Leo Fernández. Por momentos parecía que los de la academia iban a su caza, para amedrentarlo o disminuirlo, incluso para sacarlo, como a la postre sucedió, aunque ese es un extremo que uno no quiere ni pensar.

Lo ganó también, de alguna manera, la gente –lejos de caer en ese grosero error de que los partidos se ganan desde la tribuna–, que expuso, con su presencia y su expectativa, un respaldo absoluto a los sueños de su equipo y de sus jugadores. Lo ganó la idea central de alejarse de la grotesca y anacrónica idea de “los cagamos a patadas y les ganamos”, un discurso bárbaro y perverso que muchas veces ha estado arriba de la mesa.

Peñarol no ha ganado nada. Apenas ganó un partido, la mitad llena del vaso, que ahora tendrá su contraparte. Lo hizo en una cancha que no está perfecta, sin hacer un fútbol de propuesta de belleza estética para los parámetros de los exigentes críticos –creo que vale la pena pensar que, aunque sea un desvío, a los uruguayos no nos sienta mal el llamado juego directo si no hay otra forma–, pero demostrando que está a la altura de la alta competencia del fútbol sudamericano y que puede acomodarse en la cortita del partido a partido. No es así porque “esto es Peñarol” o por la idea-fuerza guerrera que quieran, sino porque sus jugadores tienen valencias representativas del fútbol uruguayo contemporáneo, y su cuerpo técnico maneja las ideas y las estrategias con convicción y elasticidad.

Nosotros, la gente que teje las noches de copa y extiende esas sensaciones únicas y renovables con cada equipo, cada instancia, cada sueño inconfesado pero presente, somos el marco para hacer de aquello que los vendedores de ilusiones descartan como malo, pobre u olvidable algo inolvidable que quede latente de ilusiones y goce, como unas vacaciones de verano de infancia.

La Copa está, es y será divina.