Sobre la calle Bado alguien pregunta una dirección. Aunque no soy del barrio, adivino. Me corro a un solcito mientras en la cantina del club 25 de Agosto juntan el mediodía. Los ruidos del parque zoológico, hoy en día sobre todo de pájaros criollos y exóticos, rodean la cueva del león de Villa Dolores, como le dicen. Ya no es más el hogar de las famosas jirafas, el elefante triste, los otros leones. Ahora es un pulmón de la ciudad que mi sobrino llama “el parque de los píos”. Todo aquello se confunde con frenadas de goma sobre la cancha nueva del cuadro. Los pibes entran y salen y la pelota naranja, picando, es como un metrónomo grave, como un reloj donde el tiempo no para.
Los pibes levantan las pesas de la gloria, se elevan en el aire con gesto de televisión. Se parecen a los cracks más lejanos y ficcionales, pero alimentan sus sueños de basquetbolista con las estrellas de barrio más cercanas. A Javier Álvarez le pasó algo parecido, aunque todo indicaba que seguiría los pasos de su abuelo, Cococho Álvarez, que le dio apodo a casi todos los que lo sucedieron. Nadie disputó más partidos con la camiseta de Nacional como Emilio Álvarez. Jugó dos mundiales con Uruguay y hace algunos días, como otros cracks han hecho en otras oportunidades, Nicolás Lodeiro lo recordó en su vuelta a Nacional, rememorando sus primeros años en el Parque Central, donde Cococho era una presencia fija.
“Hice baby fútbol en Unión Vecinal y en Intermezzo Pocitos”, dice Javier en las gradas de la cancha del 25 donde unos pibes juegan a hacerle fintas al destino. “Después me fui a Miramar con mi tío Óscar Roquete. Hice séptima y sexta, pero era vago para entrenar, me gustaba la pelota en el pie. ‘A mí dame la pelota’, decía, y en ese tiempo me hacían correr desde el estadio al parque Charrúa ida y vuelta, o playa, duna, caballito, todo eso, y no, no quería eso. Jugaba de puntero, o en el mediocampo, de 10, de 8”. En la familia sólo el tío Gabriel jugaba al básquetbol, pero en Argentina. Se había radicado allá después de que lo compraran en sus años mozos. Hijo de Cococho, hermano de Walter, que se llama igual que el abuelo y es el padre de Javier y Nicolás, otro que ha sabido trillar las tablas. “Como era del barrio, siempre venía a domar al 25 de Agosto. A tirar unos tiros, o cuando se armaba doma de cinco contra cinco, tres contra tres, dos contra dos”, cuenta Javier. Primero me explica que la doma es como un picado en el fútbol, y luego concluye que un día lo vio el técnico de turno, Rafael, le dijo si quería practicar y organizó un cinco contra cinco que “era lo mío”. “Tenía 16 años”, recuerda, “al otro año me ascendieron a primera”.
Una vida en el básquet
Ahí empezó su carrera en el baloncesto; según relata, “en ese tiempo no era tan físico, y yo era un guacho, se jugaba a 30 segundos de posesión, era un básquetbol más pensante, lento. Hoy en día es todo rápido, si no entrenás estás en el horno. Con mi edad y el físico que tenía, dije, con esto puedo”.
Debutó a los 17 años en segunda con la camiseta del cuadro de su barrio. Jugó el último Federal con Aguada, en ese tiempo sólo competían los equipos de Montevideo. Cuando se inauguró la Liga Uruguaya se le abrió el panorama y se instaló en Independiente de Mercedes. Sudó además las camisetas de Sayago, Bohemios, la de Nacional, como su abuelo aunque con las manos, Capurro, Aguada, Trouville, Unión Atlética y Paysandú, que fue su último año, antes de volver donde todo comenzó: “Como hasta los 25 años era jugador del club, hacía el Metro con el club y la Liga con Independiente a préstamo. Jugaba todo el año. Cuando 25 bajó a tercera se complicó con el préstamo, porque los jugadores de mi edad eran dueños de su pase y los clubes no estaban dispuestos a pagar un préstamo. Entendí que tenía que tener mi pase, entonces hice un contrato con el club para comprarlo, jugué gratis en tercera y en segunda para pagarlo”.
“Yo amo el fútbol”, sostiene, “miro fútbol de la C de Italia, de la B de acá, cualquier fútbol, y tengo amor por Nacional”. Por eso, agrega, “en esos años siempre me anotaba en algún fútbol 5 o campeonato de fútbol playa cuando terminaba el torneo. En cierto momento había una promoción de Pilsen que organizaba partidos contra la selección de fútbol playa que se preparaba para el Mundial en Portugal. Si ganabas te pagaban un asado para el equipo y 12 casilleros de cerveza. No habían perdido ninguno, y en el último partido contra nosotros terminamos ganando 4-3 con tres goles míos. El Quique Bello me quiso llevar al Mundial, pero arrancaba la pretemporada con Aguada”. Otro de los que intentaron convencerlo, a pesar de que ya estaba entrado en años para ser futbolista, fue Eduardo Giovannini –padre de su amigo Fernando–, que estaba en la directiva de Nacional. Eduardo convenció a Daniel Enríquez, que era el gerente deportivo, y lo fueron a tentar para cambiar las tablas por el césped, pero, dice Javier, “ya estaba haciendo mi carrera. Mis amigos me puteaban porque decían que era mejor jugador de fútbol que de básquetbol”.
“Lo colectivo y lo grupal son valores del deporte que a mí me sirvieron como herramienta”.
La primera vez que se lesionó pisaba las tres décadas. Ligamentos cruzados y meniscos; “nunca me había pasado nada y no tenía idea cómo iba a quedar”. Era su cuarto año consecutivo con la camiseta de Olimpia. Cococho fue tejiendo su propio mapa. Walter, su padre, atento a la jugada, le dijo que había un llamado en la intendencia, Javier se anotó y quedó. “La lesión fue en noviembre de 2011, el llamado fue en diciembre, en enero me operé y en febrero quedé en el llamado. Primero arranqué en la administración, pero no me gustaba el encierro, pedí para cambiar y me dijeron que había una cuadrilla de jardinería. Me encantó el grupo, laburar al aire libre, y hasta el día de hoy estoy ahí. Van 13 años”. Sin embargo, el cuerpo respondió y Javier volvió a tirar de tres. “En junio de ese año me contrató Unión Atlética para la Liga. Entrenaba sólo de noche, no hacía doble horario, daba ventaja, pero no podía descuidar el laburo. Fue un desgaste bárbaro hacer las dos cosas. Me estaba preparando para no jugar más la Liga, pero me llamó Trouville, el profe me preparó muy bien, llegamos a la final con Malvín. Después sí ya me dediqué a jugar el Metro y tercera para poder priorizar el trabajo; volví al principio”, señala con orgullo.
Miramar y 25 en básquet no se pueden ni ver. Sin embargo, hay varios como Javier que jugaron al fútbol en Miramar y al básquet en 25. En básquet Miramar y 25 llenan las canchas, se pelean, se corren y se extrañan. La historia de estos clubes escribe la vida de Villa Dolores y La Mondiola, donde ser el más rana es todo un tema.
“En 2025 volver a 25, se dio todo”, entiende Javier, que no quiso dejar sin broche el final de una carrera colorida. “Desde hace unos años están metiéndose muchos pibes a ayudar al club, pibes de mi generación que jugaron conmigo, que son amigos, que son del barrio de toda la vida, hinchas. Gente joven con nuevas ideas para un club que siempre fue familia, barrio. Tomaron esa iniciativa, me llamaron para decirme que tenían ese sueño, que era el sueño que tenía yo, de poder retirarme en mi club”.
La pelota se escapa de unas manos y rebota cerca de nosotros en las gradas, Javier la agarra, estira la mirada y la clava de tres desde atrás de la valla que separa a los fanáticos de quienes “reciben” ese fanatismo. Los pibes lo miran y saben que ese quizás fue uno de los mejores momentos del día: “Estos pibes que están acá entrenando son hijos de jugadores del club, pibes del barrio, familias. Lo colectivo y lo grupal son valores del deporte que a mí me sirvieron como herramienta. Lo aprendés de jugar en tantos cuadros, con pila de personalidades, con gente que viene del extranjero que no habla tu idioma, los distintos barrios y las distintas hinchadas, distintos estilos de vida. Aprendés a quién le puede doler una broma, a quién no, a quién le sirve, vas adquiriendo esas cosas para la vida misma”.
Javier recibió de su abuelo el amor por el deporte, de su viejo, por transitiva, de su tío, hacia él, sus hermanos y sus primos. También lo guio el hecho de haberse cruzado con Leandro García Morales, “un crack, un fuera de serie”, de haber jugado contra Marcelo Capablo en sus últimos años, contra Luis Pierri, contra el Pata Pereyra, que después fue su representante; los buenos momentos de Martín Osimani, Fernando Martínez, el Pica Aguiar o Esteban Batista. También recuerda con cariño, dando una mano como asistente técnico en 25, haber visto los primeros pasos de Bruno Fitipaldo.
Cuando arrancó en 25, el piso todavía era de bitumen. Ni idea tenía Javier que iba a cumplir el sueño de volver a su club después de dejar su eco en varios techos de dolmenit o chapa. Su vuelta, dice, “como la asunción en primera del técnico Fabián Cabrera, también de la casa”, es el contexto de un regreso esperado.
“La temática de este año es darle esa esencia, de jugadores y técnicos formados en 25, que hace años que no pasa; brindarle esa pertenencia y transmitirla a los más chicos”. Por algo confiesa que “me encantaría retirarme jugando con mi hermano Nico, que arregló en Layva”. Ese pensamiento, que abre la posibilidad de que espere un año más a su hermano, trae el recuerdo de otra historia: “Con Nico cumplimos otro sueño que fue jugar juntos en Trouville, también acá en 25 y en Lagomar. En Lagomar jugamos también con mis dos primos argentinos. Jugamos los cuatro con Nicolás, Gonzalo y Sebastián. Primero vino Gonzalo y jugamos los tres con Nico, después Nico y Gonzalo se fueron a Atenas y vino Sebastián a jugar conmigo a Lagomar. Al año siguiente cuadró todo para jugar los cuatro juntos. Soñado”.