Desde hace más de medio siglo se ha tomado el PIB como indicador predominante para evaluar el crecimiento económico. Esto hace invisible el uso de los recursos naturales y los efectos ambientales que están detrás de la evolución de la economía. Debemos empezar a considerar otros indicadores que nos permitan incorporar la degradación del capital natural para responder la siguiente pregunta: ¿el aumento del PIB en un período es sostenible, o está condicionando nuestro desarrollo futuro como sociedad?

Según estimaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, el PIB mundial tuvo una brutal caída de 4% en 2020. En el caso de América Latina y el Caribe, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe señala que la caída sufrida el año pasado representa la mayor contracción económica en más de un siglo. Si bien el PIB es el indicador más difundido históricamente, el valor monetario de los bienes y servicios que produce un país no logra reflejar el progreso en el bienestar de las personas ni su sostenibilidad en el largo plazo.

Por esta razón, el diseño de políticas públicas debe considerar qué es lo que estamos dejando atrás cuando logramos aumentar el PIB en un punto. En el contexto de la pandemia generada por la covid-19, la contabilidad del capital natural es clave para construir una estrategia de “recuperación verde” como respuesta a la crisis socioeconómica, así como en la prevención de futuros brotes epidémicos y desastres.

Si bien se han realizado esfuerzos globales por capturar la dimensión social por medio de indicadores complementarios al PIB, la dimensión ambiental sigue estando rezagada. Lo primero ha sido abordado de forma muy completa por Germán Deagosto en el artículo El Producto Interno Bruto: la miopía estadística. Un ejemplo de esto es la construcción del Índice de Desarrollo Humano (IDH), que busca medir el progreso en tres dimensiones claves del desarrollo humano: la salud, la educación y el nivel de vida, mientras que el IDH ajustado por Desigualdad (IDH-D) considera las pérdidas en el desarrollo humano asociadas a una distribución desigual de sus beneficios. Aquí profundizaremos en el segundo punto.

Con el objetivo de incorporar la dimensión ambiental a la medición del progreso, en 2012 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobó el Marco Central del Sistema de Contabilidad Ambiental y Económica (SCAE) como estándar estadístico internacional. Este sistema busca medir la contribución del ambiente a la economía y el impacto de la economía en el ambiente (ONU, 2014). Un aspecto fundamental del SCAE es que tiene una estructura y utiliza unas clasificaciones que son compatibles con el Sistema de Cuentas Nacionales (SCN) adoptado por los países para registrar su información macroeconómica. Esto facilita el desarrollo de indicadores que integran información económica y ambiental.

Además, en estos días que corren, los países miembros de la ONU están haciendo la revisión final del Manual de Contabilidad de Ecosistemas, que fue publicado en su versión preliminar en 2014. Se espera que este manual sea ratificado próximamente por la Asamblea General de la ONU como el estándar global para medir las interacciones entre la economía y el ambiente desde el punto de vista más integral de los ecosistemas (ONU, 2020).

La aplicación de estas guías metodológicas nos permite, por ejemplo, calcular qué cantidad de agua, nutrientes, tierra y energía se utilizan para producir una tonelada de un producto determinado. También podemos estimar los efectos ambientales (contaminación de los cursos de agua, emisiones de gases de efecto invernadero, erosión del suelo) que se generan en esta producción. Estos son indicadores que reflejan la intensidad en la producción: cuántos kilos de nitrógeno se precisan para producir una tonelada de soja, cuántas toneladas de dióxido de carbono equivalente se emiten para producir un kilo de carne, etcétera.

Además, pueden construirse indicadores de “desacoplamiento” que permiten evaluar de forma conjunta la evolución de la economía y de una presión ambiental, como las emisiones de gases de efecto invernadero. Esto nos muestra si la tasa de crecimiento del PIB está “desacoplada” de la tasa de crecimiento de la variable ambiental, es decir, si la economía puede crecer sin aumentar el perjuicio sobre el ambiente.

Un aspecto clave en la incorporación del ambiente en las estadísticas nacionales es la valoración de los servicios ecosistémicos, que refieren a los beneficios que las personas obtenemos de los ecosistemas. Los ecosistemas son fuentes naturales de materia y energía, esenciales tanto para cualquier actividad económica como para el bienestar humano. Por ejemplo, el campo natural uruguayo brinda un conjunto amplio de servicios ecosistémicos: la provisión de forraje para la producción de carne vacuna y ovina, el control de la erosión del suelo, el ciclado de nutrientes, el secuestro de carbono, el almacenamiento y filtrado de agua, y la conservación de recursos genéticos y biodiversidad. Además, el campo natural tiene asociado un valor cultural de paisaje, como el bioma que ocupa la mayor parte de la superficie del país (Balian, C, y Cortelezzi, Á, 2020).

La valoración de los servicios que proveen los ecosistemas no implica ponerles un precio para que puedan ser transados en el mercado. Lo que busca es visibilizar las contribuciones de la naturaleza a la vida humana, ya que, al no considerar estos beneficios en la toma de decisiones en el ámbito público y privado, estamos asumiendo que el valor de los servicios ecosistémicos es cero. Además, cuantificar estos servicios nos permite monitorear cómo evoluciona su provisión en el tiempo y tomar medidas para evitar costos futuros por la inacción. Un ejemplo claro de esto es el cuidado de los ecosistemas y su biodiversidad para prevenir futuros brotes epidémicos y desastres asociados a la alteración de los ciclos naturales.

Varios países han logrado importantes avances en la implementación del SCAE. Por ejemplo, en Brasil se han desarrollado la Cuenta de Agua y la Cuenta de Ecosistemas. Los resultados publicados por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) muestran, entre otras cosas, que el consumo de agua es de 6,3 litros por cada 1 R$ de valor agregado bruto generado en 2017. Además, la Cuenta de Ecosistemas informa sobre la evolución en el uso y cobertura de la tierra en los biomas de Brasil, mostrando que entre el año 2000 y 2018 en la Amazonia se redujo el área de vegetación forestal en casi 270.000 kilómetros cuadrados y que aumentó la superficie de pasturas con manejo (principalmente), el mosaico de ocupaciones en el área forestal y la silvicultura (IBGE, 2020). Otros ejemplos de países que han utilizado el SCAE para el diseño de políticas son Nueva Zelanda, Australia, Países Bajos, Chile, Colombia y Guatemala.

En Uruguay hemos logrado algunos avances en el fortalecimiento de las estadísticas ambientales. El Observatorio Ambiental Nacional fue creado por la Ley 19.147 en 2013 como herramienta para centralizar, organizar y difundir la información ambiental nacional generada en distintos ámbitos del Estado. En esta plataforma se puede encontrar un conjunto de indicadores ambientales que permiten conocer, en alguna medida, el estado del ambiente y su gestión. Varios de estos indicadores se relacionan con los que reporta el país a través de los Informes Nacionales Voluntarios de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU. Sin embargo, hasta ahora, las estadísticas económicas oficiales no incorporan la dimensión ambiental. Esto dificulta el análisis integrado de ambas dimensiones y su aplicación para la toma de decisiones de política pública.

Desde 2014 se están haciendo esfuerzos interinstitucionales para introducir la contabilidad ambiental en el país. Esto resultó en que el Plan Nacional Ambiental para el Desarrollo Sostenible, aprobado en 2018 por el Gabinete Nacional Ambiental, incluyera como una de sus metas la implementación del Marco Central del SCAE para informar al diseño y evaluación de políticas públicas.

Además, a mediados de 2019 se conformó un Grupo Interinstitucional de Trabajo en Cuentas Ambientales Económicas, integrado por el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP) y el Ministerio de Industria, Energía y Minería, en articulación con el Instituto Nacional de Estadística y el Banco Central del Uruguay. Este grupo fue liderado por la (anterior) Secretaría de Ambiente, Agua y Cambio Climático y hoy en día es impulsado por el nuevo Ministerio de Ambiente.

En coordinación con este grupo de trabajo, el MGAP está desarrollando desde fines de 2019 la Cuenta Ambiental Económica Agropecuaria (CAE-Agro) por medio de su Oficina de Programación y Política Agropecuaria. Para esto, toma como base la guía de SCAE específica para el sector agropecuario publicada a inicios de 2020 en su versión definitiva (FAO-ONU, 2020). Actualmente, cuenta con los resultados preliminares para productos agrícolas y está trabajando en las tablas sobre productos ganaderos, esperando completar las relativas a silvicultura y pesca hacia finales de 2021, con una escala nacional. Además de las variables económicas de producción, exportaciones e importaciones, este trabajo parcial muestra el uso de energía, de agua, de fertilizantes y pesticidas, el uso de la tierra y las emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a los principales productos agrícolas en Uruguay, entre otras variables (MGAP, 2021).

Por su parte, el Ministerio de Ambiente comenzó en 2021 a construir la Cuenta de Agua, que incluye aspectos de calidad y cantidad de los recursos hídricos, y la Cuenta de Gastos de Protección Ambiental (GPA). Los GPA refieren a las respuestas de la sociedad ante las preocupaciones ambientales mediante la oferta y la demanda de servicios de protección ambiental y la adopción de conductas que buscan prevenir la degradación del ambiente. Por ejemplo, la gestión de residuos y de aguas residuales (ONU, 2014). Este trabajo también se está haciendo con base en las guías del SCAE específicas para estas cuentas y con una escala nacional. Además, se pretende realizar un primer ensayo de la Cuenta de Agua utilizando el manual de Contabilidad de los Ecosistemas, incluyendo parte de los servicios ecosistémicos asociados a la calidad del agua en la cuenca del río Santa Lucía, principal fuente de agua potable del país.

Es incuestionable que el modelo de desarrollo productivo lineal es insostenible y ha llevado a superar varios de los límites planetarios. En agosto de 2020 ya habíamos consumido todos los recursos que la naturaleza puede generar en un año. Esta fecha, que marca el “déficit ecológico”, no ha dejado de adelantarse desde 1970 pese a que hubo un leve retroceso en este último año marcado por la pandemia (Global Footprint Network, 2020).

Es así que en la última década se han impulsado, a nivel global, paradigmas de desarrollo productivo alternativos, como la bioeconomía, la economía circular y la economía verde. Estos paradigmas plantean repensar los patrones de producción y consumo con base en la sustitución de los recursos fósiles por recursos renovables y biológicos, la valorización de los residuos y subproductos, la reducción de las emisiones contaminantes, y la regeneración y restauración de los servicios ecosistémicos, de forma de avanzar hacia una economía sostenible, circular e inclusiva.

Acompañando esta tendencia, el uso de un marco contable para medir e informar sobre los stocks y flujos de capital natural de forma sistemática e integrada con la información macroeconómica constituye una herramienta potente para informar la toma de decisiones en el diseño e implementación de políticas públicas para el desarrollo sostenible. Además, nos permite dar respuesta a compromisos internacionales adquiridos por el país en materia ambiental, como son las Contribuciones Determinadas a nivel Nacional al Acuerdo de París de Cambio Climático y el reporte de los indicadores de los ODS.

Si bien Uruguay está logrando avances importantes en la construcción de algunas Cuentas Ambientales Económicas de forma interinstitucional, persiste el desafío de lograr el desarrollo integrado de un sistema nacional de contabilidad ambiental y la definición de la institucionalidad formal que asegure la continuidad del trabajo.

La autora agradece a Magdalena Borges, Laura Piedrabuena, Federico Araya, Ana Virginia Chiesa, Mara Hoffmeister, Natalia Román, Jaqueline C Visentin y Raquel Piaggio por sus contribuciones.

Referencias: