Uruguay enfrenta una severa crisis económica por tercera vez en cuatro décadas. Si bien sus orígenes fueron muy diferentes, repasar los efectos de las crisis anteriores sobre la desigualdad y la pobreza en Uruguay puede contribuir al debate actual sobre el diseño de políticas de contención al rápido deterioro de las condiciones de vida de la población. Esto se vuelve particularmente relevante porque Uruguay enfrenta actualmente una aguda retracción económica (5,9% del PIB en 2020), y el esfuerzo fiscal realizado por el gobierno para mitigar el deterioro de las condiciones de vida de la población (1,4% del PIB) es uno de los más bajos de América Latina (cuyo promedio es 3,9% del PIB).
América Latina se ha caracterizado por enfrentar severas crisis económicas periódicas que implicaron retrocesos sustanciales en sus magros logros con respecto a la reducción de la pobreza y las desigualdades estructurales. Los análisis de las crisis de las décadas de 1980 (deuda externa) y 1990 (efecto Tequila) indican que sus consecuencias recaen desproporcionadamente sobre las poblaciones que enfrentan mayores privaciones.
Uno de los aspectos tal vez más dramáticos de las crisis, y sobre el que nos interesa llamar la atención especialmente en este artículo, radica en su corrosiva asimetría: mientras que en períodos muy cortos la desigualdad y la pobreza de ingresos pueden aumentar sustancialmente, el regreso a los niveles originales lleva mucho más tiempo (De Janvry y Sadoulet). A su vez, se ha constatado en varios trabajos para Uruguay y un amplio conjunto de países que el crecimiento económico no contribuye por sí solo a la redistribución, sino que esta depende de las políticas que se desplieguen en cada período. Esto significa que es muy difícil que las recuperaciones logren revertir completamente los deterioros del bienestar de la población generados durante las crisis. Por ejemplo, el aumento de la incidencia de la pobreza en América Latina, resultante de la crisis de la deuda externa de 1982, se revirtió luego de 25 años (Cepal, 2020). Así, los períodos de crecimiento económico posteriores a las crisis han estado orientados a revertir parcialmente el deterioro, más que a expandir logros preexistentes.
Originadas en el sistema financiero, las crisis de 1982 y 2002 se vincularon al manejo macroeconómico local frente a contextos internacionales o regionales fuertemente adversos. El primer caso se enmarcó en la crisis regional de la deuda externa. En el segundo episodio, la recesión se inició en 1999 y se agudizó fuertemente en 2002, debido a un manejo de la política económica que no logró contener la vulnerabilidad de la economía uruguaya frente a las crisis de Brasil y Argentina.
En la Gráfica 1 se presenta la evolución del salario real y del PIB por habitante entre 1968 y 2019. Obsérvese que durante la crisis de 2002 los valores del salario real descendieron a los niveles de 1982, destruyendo en muy poco tiempo toda la mejoría lograda en el período democrático. Aun cuando en 2005 se restauró la negociación salarial tripartita y desde el último semestre de 2004 los salarios mínimos se revalorizaron en forma significativa e ininterrumpida, recién en 2009 estos valores volvieron a ser similares a los de 1998. A la vez, la disminución de ingresos salariales generada durante el gobierno de facto fue de tal magnitud que, en 2018, el salario real medio representaba 78% del valor de 1968.
Si bien comparte sus orígenes internacionales o regionales y el crecimiento económico fue bajo en el último lustro, a diferencia de las dos anteriores, la presente crisis no se desencadenó en el sistema financiero, ni se produjo luego de una prolongada recesión económica. Además, se verifica en forma concomitante en muchos países del mundo, lo cual dificulta la recuperación, pues los principales socios comerciales de Uruguay también están afectados y no es posible determinar si la demanda externa podría actuar como mecanismo propulsor. Este aspecto constituye una diferencia central con la recuperación económica de 2003.
Los estudios disponibles para América Latina indican que las crisis dejan al descubierto, con particular agudeza, las condiciones de precariedad del empleo de los estratos de menor nivel socioeconómico, su bajisima capacidad de ahorro y acceso a activos, el débil desarrollo de los sistemas de protección social, el escaso despliegue de las políticas redistributivas, y la reducida voz para demandar mayores derechos y medidas más enérgicas. A ello se suma que la crisis actual pone particularmente de relieve el carácter multidimensional del bienestar y las desigualdades preexistentes. Solo a título de ejemplo, se suman: las posibilidades de trabajar a distancia; las condiciones de vivienda para convivir con los espacios adecuados, el acceso a telecomunicaciones para trabajar y/o recibir clases a distancia (que no se han vuelto de libre acceso y corren por cuenta de los hogares sin ningún tipo de apoyo o subsidio); la disponibilidad de tiempo, la distribución de la carga de trabajo y desigualdades dentro del hogar; el acceso a servicios de cuidado de la salud y las condiciones de salud mental, así como en la participación social y en las libertades en general. También se ha alertado acerca de la mayor carga de los efectos de la crisis sobre las mujeres, por su inserción laboral y la desigual distribución de las tareas dentro de los hogares.
Pobreza y desigualdad en las últimas cuatro décadas
La Gráfica 2 ilustra la evolución del salario real y la desigualdad de ingresos de los hogares medida a través del coeficiente de Gini, cuya trayectoria de largo plazo es ya conocida. Entre 1968 y 1981 se dio una marcada concentración de ingresos, estrechamente asociada a la política de contracción de salarios reales ya mencionada.1 Al inicio de la restauración democrática se observa una moderada reducción de la desigualdad. Sin embargo, en la década de 1990, la supresión de la negociación tripartita, aunada a la liberalización comercial, contribuyó al acrecentamiento de los diferenciales salariales por nivel educativo y a un incremento de la desigualdad laboral. Así, desde mediados de la década de 1990 hasta 2008, los ingresos se concentraron. Luego, por primera vez en 15 años, la desigualdad comenzó a descender hasta 2013, y desde allí permaneció estable hasta 2019.
Al comparar la evolución de la desigualdad cuatro años después del momento de mayor caída de la actividad económica en cada crisis, se observa un patrón levemente progresivo en el primer episodio, en tanto en el segundo resulta regresivo. De hecho, mientras que la crisis de 1982 fue seguida de reducciones del índice de Gini, en 2002 se observaron caídas de los niveles de desigualdad recién en 2008. Bucheli y Furtado (2004) concluyen que la crisis agudizó la tendencia a la concentración de ingresos ya observada en el segundo lustro de la década de 1990.
Por otra parte, la relación entre el crecimiento económico y la desigualdad afecta directamente los cambios en los niveles de pobreza alcanzados en cada período. Los análisis previos de descomposición de las variaciones de la pobreza ponen de manifiesto cómo las caídas de la pobreza se han asociado al crecimiento económico y a la redistribución. En los dos períodos que rodean a las crisis (1982-1984 y 1999-2003), los efectos de crecimiento y redistribución se potenciaron, aunque este último cobró más relevancia en la crisis de 2002. A la vez, las épocas de recuperación muestran patrones variados, que pueden asociarse a la magnitud de las políticas desplegadas. Mientras que entre 1984 y 1989 la reducción de la pobreza resultó principalmente del crecimiento, entre 1995 y 1999 la mayor concentración de ingresos generó un leve aumento de la pobreza, aun cuando los ingresos crecían. Entre 2003 y 2012, el efecto redistribución fue más relevante o similar al crecimiento para explicar la caída de la pobreza. Finalmente, entre 2012 y 2018, la caída de la pobreza fue muy moderada y fue liderada por el efecto crecimiento. Estos resultados ponen de manifiesto nuevamente que pobreza y desigualdad no son fenómenos separados, en tanto la redistribución potencia el aumento de los ingresos en los sectores de menores ingresos.
Un rasgo relevante del caso uruguayo refiere a que los dos períodos de crisis se caracterizaron por la escasez de medidas de contención estatal o políticas fiscales contracíclicas. Si bien en 2002 se protegieron programas de recortes presupuestales y se expandieron los comedores escolares, no se desplegaron medidas de expansión del sistema de transferencias no contributivas, como sí lo hicieron otros países. La respuesta comenzó recién en 2004, con una expansión en la accesibilidad al sistema de transferencias no contributivo para hogares con bajos ingresos, con independencia de su situación contributiva, así como el aumento del salario mínimo nacional. A la vez, cabe recordar que los elevados niveles de pobreza monetaria que resultaron de la crisis de 2002 fueron uno de los fundamentos de la implementación del Panes, al asumir el nuevo gobierno en marzo de 2005 y crearse el Ministerio de Desarrollo Social. Recién a partir de 2008 se aumentaron sustancialmente los valores de las prestaciones por las asignaciones familiares (AFAM) no contributivas y se expandió la cobertura, alcanzando en 2018 a 80% de los hogares con niños del primer decil de la distribución del ingreso.
Si bien permanece incambiado desde 2008, la cobertura de este sistema dotó de mejores condiciones a los gobiernos para brindar rápidas respuestas ante posibles crisis. Esto se debe a que existe un dispositivo que funciona como malla de contención por dos vías: aumento de la cobertura si hay personas cuyos ingresos se reducen, y potencial aumento de la prestación, ya sea transitorio o permanente. Sin embargo, la unificación de este sistema con el ala contributiva de las AFAM sigue pendiente.
Los impactos de la crisis de 2002 en el mediano y largo plazo
Se señaló anteriormente que, debido a los efectos asimétricos de las variaciones del PIB sobre el bienestar, las consecuencias de las crisis sobre las condiciones de vida de las personas no desaparecen cuando estas se superan, sino que pueden mantenerse por largos períodos de tiempo. Esta afirmación puede extenderse a los dominios no monetarios del bienestar, donde las velocidades de cambio y la persistencia pueden ser aún mayores.
Durante la crisis de 2002, la brusca caída de los recursos de los hogares generó una gran preocupación por las condiciones nutricionales de la población y puso de relieve las limitaciones de la información existente. Por esta razón, en 2004 se inició el Estudio Longitudinal del Bienestar en Uruguay (ELBU), con el objetivo de generar información socioeconómica y antropométrica sobre los niños y estudiar sus privaciones con un enfoque multidimensional.2 Los hogares fueron visitados nuevamente cuando los niños se encontraban en segundo año (2006), cuando cursaban los primeros años de enseñanza secundaria (2011) y, luego, entre los 18 y 20 años, cuando contaban con la edad de finalización de la enseñanza obligatoria (2017). Actualmente se está preparando una nueva ola.
Con la información recabada en 2011 y 2017, se encontró que la desnutrición en los primeros años de vida se asoció fuertemente con la repetición escolar posterior y la desvinculación de los adolescentes del sistema educativo en etapas tempranas (Failache et al., 2018). Es probable que estos resultados también se asocien al tipo de inserción laboral que haya podido alcanzar esta cohorte. A la vez, quienes se desvincularon del sistema educativo seguramente se encuentren entre la población más afectada por la actual crisis. El ELBU también permitió realizar análisis de la evolución de la pobreza y la desigualdad multidimensional (Failache et al., 2016), en los que se encontró que los logros fueron notoriamente menores que lo que podría observarse a partir de medidas basadas en los ingresos. A la vez, el crecimiento del ingreso, el empleo y las prestaciones sociales se asoció mucho más fuertemente con la superación de la pobreza monetaria que con logros multidimensionales.
Otros trabajos han buscado identificar a la población vulnerable a caer en situaciones de mayor privación en períodos recesivos. Así se constató que la vulnerabilidad frente a la pobreza monetaria abarca a una proporción de la población que oscila entre 40% y 55% (Colafranceschi et al., 2018). A la vez, entre 15% y 30% de la población es vulnerable a caer en situaciones de pobreza multidimensional.
La reseña anterior tiene por objeto mostrar que los efectos de la crisis persistieron mucho más allá de su epicentro y se verificaron aun cuando el país estaba en plena expansión económica. Al mismo tiempo, las privaciones iniciales influyeron sobre dimensiones no afectadas directamente en el momento de la crisis.
Reflexiones finales frente a la crisis actual y las respuestas de política social
Desde su inicio, la crisis económica actual evidenció con crudeza las privaciones y las desigualdades persistentes en la sociedad uruguaya en su multidimensionalidad. Las estimaciones disponibles indican que, en los primeros meses de la pandemia, se verificó un aumento sustancial en la incidencia de la pobreza, que, según datos recientemente divulgados por el Instituto Nacional de Estadística, alcanzó a 11,4% de personas. A ello se agrega que una parte significativa de la población vio reducidos sus ingresos, aun cuando no cayó por debajo del umbral de pobreza. Las restricciones en los consumos mínimos y los efectos en educación y salud no observables en corto plazo amplificarán la caída y brechas de ingresos hacia el mediano y, aun, el largo plazo. Por eso, los efectos sociales de la crisis no pueden monitorearse exclusivamente a partir de un indicador.
A diferencia de la recuperación posterior a 2003, intensiva en la demanda de empleo no calificado, los pronósticos indican que la salida de la presente crisis se acompañará de una aceleración de la robotización (Cepal, 2020). Esto reduciría la participación de la masa salarial en el PIB, y crearía peores condiciones para la redistribución.
En las últimas cuatro décadas se han sucedido períodos de mejora y empeoramiento de las condiciones de vida de la población, y, particularmente, de los sectores de menores ingresos, en los que las crisis arrebatan rápidamente los logros de los períodos de auge: los avances redistributivos han sido revertidos rápidamente por las recesiones. Con base en el análisis de esta evolución es posible extraer algunas conclusiones:
En los períodos de crecimiento económico, desde la restauración democrática hasta el presente, sólo se verificaron caídas de la desigualdad cuando se aplicaron nuevas políticas redistributivas.
Las crisis perjudican en mayor medida a los más vulnerables, en tanto quienes están en mejores condiciones en el punto de partida se recuperan más rápidamente. Esto implicaría que es posible que un conjunto sustantivo de la población adulta afectada por la crisis actual haya experimentado deterioros en los episodios anteriores.
La pobreza y la desigualdad no pueden pensarse separadas: las caídas de la pobreza suceden a una mayor velocidad si se acompañan de la igualación de los ingresos.
Las respuestas de sostén de ingresos para las poblaciones vulnerables han sido siempre tardías. En las dos crisis previas estas se efectivizaron en la fase de recuperación, lo cual significa que en la peor etapa del ciclo económico no hubo políticas de fuerte contención de la caída de ingresos.
Al transformar a una significativa proporción de la población vulnerable en pobre, los efectos de las crisis ponen de manifiesto que las políticas redistributivas deben cubrir a un amplio conjunto de la población. La experiencia pasada indica que se debe actuar rápidamente en políticas de mediano y largo plazo sobre dimensiones monetarias y no monetarias del bienestar, porque los efectos de las crisis persisten más allá de las recuperaciones del crecimiento económico. Al respecto, son llamativos los anuncios de recorte de la política de comedores escolares. Nótese que, aun cuando en la crisis de 2002 las medidas fueron escasas, el comedor escolar se expandió, en un contexto fiscal considerablemente más restrictivo que el actual.
Un aspecto fundamental radica en estabilizar y suplementar los ingresos de los hogares en el corto plazo, con base en el reforzamiento y la expansión de instrumentos existentes y la implementación de nuevas políticas de redistribución y/o alivio a la pobreza, articuladas con los programas ya existentes. Las transferencias monetarias constituyen una condición necesaria de la política social, que deberían complementarse, por ejemplo, con otras políticas que permitan mejorar la conectividad y el equipamiento, de forma de viabilizar el teletrabajo y la escolarización de niños y adolescentes en todos los estratos sociales. Por otra parte, el número de beneficiarios de AFAM no ha aumentado en el contexto de crisis, sino que registra una leve caída entre marzo y agosto de 2020. La no expansión de la cobertura de AFAM y de la Tarjeta Uruguay Social es muy llamativa, pues en el contexto de crisis se debería registrar un rápido aumento y extender las prestaciones a hogares sin menores de 18 o mayores de 65, abarcando hogares en situación de informalidad laboral a quienes el seguro de desempleo no comprende.
Debería suprimirse el control de las condicionalidades y dar de alta a quienes perdieron el beneficio por esta razón. Las contraprestaciones constituyen un elemento regresivo, aún más en el contexto de una crisis.
Los montos transferidos deberían ser adecuados a la magnitud de la pérdida y sostenidos en el tiempo a efectos de estabilizar ingresos, pues la recuperación de los hogares cuando la economía vuelve a crecer no es automática. Si bien a lo largo de 2020 se aumentaron los montos transferidos en 50%, debe notarse que el deterioro de los ingresos de los hogares requiere de incrementos considerablemente mayores para ser efectivos (Brum y De Rosa, 2020). La medida de indexación de la base de prestaciones y contribuciones en base al índice medio de salarios erosiona aún más los ingresos de la población vulnerable, que es la que recibe las prestaciones sociales (seguro de enfermedad, seguro por desempleo, AFAM contributivas). Desafortunadamente, la escasa voz de estos sectores para demandar mayores apoyos ha llevado a que la discusión pública se centre en los efectos sobre la imposición a la renta, que afecta a los trabajadores que se ubican por encima de la mediana de la distribución de ingresos laborales y al 20% de jubilados de mayor ingreso.
La mayor redistribución hacia los estratos de menores ingresos debe acompañarse de mayores contribuciones del resto de la población, y muy especialmente de los estratos altos.
En varios trabajos se constata que los períodos posteriores a las pandemias/epidemias se han caracterizado por una fuerte construcción institucional. En este sentido, un aspecto central sería retomar la reforma inconclusa del sistema de transferencias de 2005-2008, iniciada en otro período poscrisis, y reformar todo el sistema, de manera de unificar el sistema de transferencias y prestaciones, con el objetivo de avanzar hacia un régimen de imposición a la renta y la riqueza expandido con respecto al actual. A la vez, las políticas que logren transformaciones sustantivas en las dimensiones no monetarias del bienestar, y particularmente las referidas a las condiciones y acceso a la vivienda, deben recibir un fuerte impulso. De otra forma, las cargas de las crisis seguirán cayendo desproporcionadamente sobre los sectores de mayores niveles de vulnerabilidad económica y social.
(*) Este artículo es una síntesis de un trabajo más largo que puede consultarse en fcea.edu.uy/images/dtoeconomia/Blog/PobrezaydesigualdadenUruguayv2.pdf. Investigador/a y docentes del Instituto de Economía, Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, Udelar.
Referencias bibliográficas
Bértola, L. (2005). “A 50 años de la curva de Kuznets: Crecimiento económico y distribución del ingreso en Uruguay y otras economías de nuevo asentamiento desde 1870”. Investigaciones de Historia Económica.
Brum M. y De Rosa M. (2020). Estimación del efecto de corto plazo de la pandemia de covid 19 en Uruguay.
Bucheli, M, y Rossi, M. (1994). “Distribución del ingreso en el Uruguay (1984-1992)”. Documento de Trabajo 10/94. Departamento de Economía (FCS-Udelar).
Cepal (2020). “Enfrentar los efectos cada vez mayores del covid-19 para una reactivación con igualdad: nuevas proyecciones”. Informe especial covid-19, número 5.
Colafranceschi, M, Leites, M, y Salas, G. (2018). “Progreso multidimensional en Uruguay. El futuro en foco”. Cuaderno de Desarrollo Humano. PNUD.
Failache, E, Salas, G, y Vigorito, A. (2018). “Desarrollo en la infancia y trayectorias educativas de los adolescentes. Un estudio con base en datos de panel para Uruguay”. El Trimestre Económico.
Janvry, A, De y Sadoulet, E. (2000). “Growth, poverty, and inequality in Latin America: A causal analysis, 1970-94”. Review of Income and Wealth.
Melgar, A. (1983). “Distribución del ingreso y asignación de recursos”. Serie investigaciones 32, CLAEH.
Terra, JP, y Terra, M. (1983). “Distribución del ingreso social en el Uruguay”. Serie investigaciones, CLAEH. Montevideo.
-
Este aspecto ha sido destacado en diversos trabajos, como Melgar (1983); Terra y Terra (1983); Bértola (2005). ↩
-
http://fcea.edu.uy/estudio-del-bienestar-multidimensional-en-uruguay/108-departamentos/departamento-de-economia/proyectosiecon/estudio-longitudinal-de-bienestar-en-uruguay/928-lanzamiento-de-la-cuarta-ronda-del-estudio-longitudinal-de-bienestar-en-uruguay.html ↩