Ya aceptamos ampliamente que la relación económica y tecnológica entre Estados Unidos y China estará caracterizada por una combinación de cooperación y competencia estratégicas. En gran medida vemos con buenos ojos a la cooperación estratégica, ya que para solucionar los desafíos que compartimos —desde el cambio climático y las pandemias hasta la regulación de las tecnologías de última generación— es necesaria la participación de las dos mayores economías del mundo. Pero solemos percibir la competencia estratégica como una posibilidad preocupante y hasta amenazadora. No tiene por qué ser así.
La ansiedad que genera la competencia chino-estadounidense, especialmente en el ámbito tecnológico, refleja la percepción por ambas partes de que es inevitable un enfoque basado en la seguridad nacional, prácticamente de suma cero. Este supuesto orienta la toma de decisiones en un sentido poco constructivo y confrontativo, y aumenta la probabilidad de errores en las políticas.
En realidad, hay tipos buenos y malos de competencia estratégica. Para entender los beneficios de la buena competencia y cómo aprovecharlos lo único que debemos hacer es considerar la manera en que la competencia alienta la innovación dentro de las economías.
En las economías avanzadas y con ingresos medio-altos, la innovación en productos y procesos alienta mejoras en la productividad, algo fundamental para impulsar el crecimiento a largo plazo del PBI. El sector público desempeña un papel fundamental para dar el envión inicial a esa innovación a través de la inversión en capital humano y ciencia básica, y de la investigación tecnológica. El sector privado luego se hace cargo en un proceso de competencia dinámica, al que Joseph Schumpeter dio el famoso nombre de “destrucción creativa”.
Según la dinámica shumpeteriana, las empresas que producen innovaciones exitosas adquieren cierto poder transitorio en el mercado, que les permite obtener rentabilidad por sus inversiones. Pero cuando otros continúan innovando erosionan las ventajas que había conseguido el innovador inicial. Y el ciclo de la competencia y el avance tecnológico continúa.
Pero este proceso no se autorregula y existe el riesgo de que los innovadores de la primera ronda puedan aprovechar su poder de mercado para evitar que otros los desafíen. Por ejemplo, pueden denegar o impedir el acceso a los mercados, o comprar a los potenciales competidores antes de que crezcan demasiado. Los gobiernos a veces ayudan con subsidios a quienes están en posición de evitar la competencia.
Para proteger la competencia —y todos sus beneficios de largo alcance para la innovación y el crecimiento—, los gobiernos deben diseñar un conjunto de reglas que prohíban o desalienten los comportamientos anticompetitivos. Estas normas están incorporadas en las políticas antimonopolio o de competencia y en los sistemas que definen los límites de los derechos de propiedad intelectual.
Estados Unidos y China son líderes en la promoción de muchas tecnologías que pueden impulsar el crecimiento mundial, pero la medida en que lo hagan depende, sobre todo, de sus objetivos principales.
Como ocurre con las empresas innovadoras líderes en una economía, la meta primaria puede ser el dominio tecnológico, es decir, establecer y conservar un claro y sostenido liderazgo tecnológico. Para eso los países intentarán tanto acelerar internamente la innovación como obstaculizar los avances de sus mayores competidores (por ejemplo, negándoles el acceso a la información, el capital humano, otros insumos clave o los mercados externos).
Ese es un escenario de mala competencia estratégica: socava los avances tecnológicos en ambos países —y, de hecho, en toda la economía mundial—, principalmente porque limita el tamaño del mercado al que se puede acceder. Para empeorar aún más las cosas, probablemente ese objetivo sea imposible de lograr en el largo plazo. Como quedó demostrado en varios estudios recientes, China se está acercando a Estados Unidos en muchas áreas.
Como el dominio tecnológico a largo plazo es poco probable, es posible que los países busquen un objetivo más práctico y potencialmente beneficioso. Para Estados Unidos ese objetivo es no rezagarse, y para China, completar el proceso de ponerse a la par en áreas en las que actualmente está atrasada. En este escenario, tanto China como Estados Unidos compiten con fuertes inversiones en los puntales científicos y tecnológicos de sus economías.
Esto no deja afuera las políticas que procuran aumentar la autosuficiencia y la capacidad de recuperación. Por el contrario, a medida que se desploma la confianza entre los países y proliferan los impactos sistémicos, una economía mundial completamente abierta —en la cual la eficiencia y las ventajas comparativas son los factores determinantes— ya no es una opción. Ya se están reestructurando y reorganizando las cadenas mundiales de aprovisionamiento, las inversiones y los flujos financieros con un sesgo hacia los socios comerciales confiables, y tanto China como Estados Unidos han diseñado estrategias orientadas a la resiliencia.
En sí misma, la diversificación no es una posición política anticompetitiva. El Made in China 2025 y las estrategias de doble circulación incluyen cláusulas para impulsar la capacidad tecnológica china y reducir simultáneamente su dependencia de las tecnologías, los insumos y hasta la demanda extranjeros. Del mismo modo, la Ley Estadounidense de Creación de Oportunidades para la Manufactura, el Predominio en Tecnología y la Fortaleza Económica (America COMPETES Act) de 2022, impulsada por los dos partidos mayoritarios, busca ampliar las capacidades científicas y tecnológicas del país y dinamizar sus cadenas de aprovisionamiento, principalmente mediante la reducción de su dependencia de las importaciones chinas. Si bien todavía no se dio su forma final a la ley, sus disposiciones podrían ser en gran medida compatibles con una buena competencia estratégica.
El área en que la buena competencia resulta imposible es en cuestiones de seguridad nacional, defensa y capacidades militares. Aunque muchas tecnologías se pueden usar durante los conflictos, las que resultan fundamentales y son utilizadas principalmente por motivos militares y de seguridad tendrán que quedar aisladas de lo que, de otro modo, es una competencia tecnológica mundial relativamente abierta.
El peligro actual es que sean demasiadas las tecnologías que se consideran relevantes para la seguridad nacional y, por lo tanto, se rijan por reglas de suma cero. Este enfoque tendría en gran medida el mismo efecto que la insensata búsqueda de un dominio tecnológico sostenido y socavaría los beneficios económicos de la competencia.
Idealmente los países deberían tratar de alcanzar la frontera de la innovación y mantenerse en ella sin procurar impedir que otros los desafíen. Es fundamental acordar normas internacionales para proteger un sistema de esas características, que produciría mucho más progreso tecnológico y crecimiento mundial que un sistema dominado por un único actor tecnológico como Estados Unidos, o un sistema con una versión de competencia estratégica donde todo vale. Considerando las significativas dificultades económicas mundiales —entre ellas, el envejecimiento de la población, los grandes excesos de deuda soberana, las crecientes tensiones y conflictos geopolíticos, y las perturbaciones del lado de la oferta— y las crecientes inversiones para superar los desafíos ambientales y de inclusión, el mundo necesita una forma beneficiosa de competencia estratégica hoy más que nunca.
Michael Spence, premio nobel de economía, es profesor emérito en la Universidad de Stanford e investigador superior en el Instituto Hoover Copyright: Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org.