La pandemia de la covid-19 atrapó a la humanidad fuera de guardia, aunque ya habíamos recibido, por cierto, las advertencias de brotes de menor escala –SARS, ébola, MERS y gripe aviar– durante décadas. El presidente norteamericano Barack Obama, consciente de la verdadera naturaleza de la amenaza que podrían plantear las enfermedades infecciosas, llegó a crear una unidad de Seguridad Sanitaria Global y Biodefensa dentro del Consejo de Seguridad Nacional. Pero Donald Trump, en su infinita sabiduría, la cerró.
Dadas las fuertes probabilidades de que, tarde o temprano, enfrentemos otra pandemia, la comunidad internacional, y con toda razón, está llevando a cabo discusiones sobre cómo hacer las cosas mejor la próxima vez. El mes pasado, una Reunión de Alto Nivel de las Naciones Unidas sobre Prevención, Preparación y Respuesta ante Pandemias (PPRP) produjo una “declaración política” que se calificó como un hito. El borrador de 14 páginas reconoce que, como manifestó Carolyn Reynolds, cofundadora de la Red de Acción Pandémica, la PPRP “es mucho más que una cuestión de salud nacional; es una cuestión económica y de seguridad nacional y global. Al igual que el cambio climático, las pandemias son un riesgo sistémico global y una amenaza existencial para la humanidad, y necesitamos tratarlas como tales”.
Ahora bien, ¿no es esto una obviedad? Si bien algunos han definido al acuerdo como “histórico”, no estuvo acompañado por compromisos firmes por parte de los gobiernos.
Ya sabemos lo que hará falta para tener mejores resultados la próxima vez. Después de que la covid-19 se propagara a nivel global, millones de personas en los países pobres murieron por falta de acceso a medicamentos que se acaparaban en los países ricos. Tuvimos que recurrir a exenciones de los derechos de propiedad intelectual (PI) relacionadas con el patógeno pandémico –incluidas vacunas, testeos, equipos de protección personal y terapéutica–, así como compromisos de todos de compartir su tecnología y brindar todos los fondos necesarios para ayudar a los países más pobres.
Sin embargo, durante la crisis de la covid-19, vimos de qué manera hasta los defensores más poderosos de la gobernanza internacional, como Estados Unidos, mostraron pocos escrúpulos a la hora de romper reglas y normas que, a su entender, estaban en conflicto con sus propios intereses inmediatos.
Por otra parte, gracias a un valiente pedido de libertad de información en Sudáfrica y otras filtraciones confirmadas, hoy sabemos que las grandes farmacéuticas cayeron tan bajo como para cobrarles a algunos países en desarrollo más de lo que les cobraban a los países desarrollados. Algunas también insistieron en que el grueso de sus productos se exportara a Europa desde los mercados emergentes donde se los fabricaba, aun si los propios ciudadanos de esos países estuvieran desesperados por medicamentos.
Peor aún, mientras que los gobiernos de los países en desarrollo tenían que cumplir con obligaciones contractuales estrictas, a las propias empresas se las eximió incluso del requerimiento mínimo de entregar a su debido tiempo los suministros que habían prometido. E insistieron en el secreto –por razones que hoy son claras–, incluso en casos en los que eso implicaba violar las leyes de transparencia de un país. Muchos gobiernos de países en desarrollo, en consecuencia, se vieron ante la disyuntiva de tener que elegir entre salvar las vidas de sus ciudadanos y preservar los valores democráticos. Como solución de compromiso, al menos un país optó por recurrir a Rusia en busca de vacunas. Para otros, China era el único proveedor posible.
Cualquier estrategia racional debe empezar con el reconocimiento de que controlar una pandemia es en beneficio de todos. Dada la aparente incapacidad de los países ricos y poderosos de cumplir con sus compromisos durante una crisis, la solución razonable es garantizar la capacidad de producir productos pandémicos en todas partes y eliminar los impedimentos previsibles para los países que lo hagan. Eso implica acordar una exención de PI sólida y fijar sanciones duras para cualquier laboratorio que interfiera indebidamente en el uso por parte de otra empresa de la PI especificada, incluso en casos en lo que la producción se exporte a terceros países en el mundo en desarrollo.
Para anticiparse a las amenazas futuras, hoy se debería transferir parte de la tecnología relevante, y los gobiernos y las empresas deben comprometerse a facilitar cualquier transferencia adicional que puedan requerir los patógenos futuros. Los gobiernos deberían contar con las herramientas y la autoridad legal para obligar o inducir a las empresas dentro de sus jurisdicciones a compartir esa tecnología, y los países en desarrollo deberían tener el derecho de presentar una demanda legal si eso no se cumpliera. Dicho esto, los mecanismos de cumplimiento globales son débiles y, durante la pandemia de la covid-19, fuimos testigos de una violación de las reglas y las normas internacionales por parte de países en el Norte Global –sin consecuencia alguna–. Es por eso que resulta tan importante tener capacidades de producción y desarrollo de drogas en el Sur Global.
Tampoco podemos confiar en que las economías avanzadas vayan a ofrecer financiamiento de emergencia cuando la situación lo exija. En las negociaciones actuales, incluso lograr que hagan compromisos previos ha sido extremadamente difícil. Una vez más, para anticiparse a las amenazas futuras, deberíamos movilizar los fondos necesarios ahora y establecer reglas claras para distribuirlos. Aun si es poco probable que algunos gobiernos suministren fondos de inmediato –el mundo no debería esperar nada de los republicanos en el Congreso de Estados Unidos–, sigue siendo posible forjar un acuerdo vinculante para distribuir el dinero a través de canales multilaterales como los bancos de desarrollo y el Fondo Monetario Internacional.
Aquí hay un quid pro quo. Dado que controlar cualquier patógeno futuro exigirá datos, necesitamos que todos los países se comprometan a compartirlos. Pero, durante la crisis de la covid-19, Sudáfrica fue, en efecto, castigada cuando identificó una nueva variante del virus: otros países respondieron imponiendo restricciones de viajes al país, aunque no estaba claro dónde se había originado la variante o si era más prevalente en otra parte. Este episodio marca un precedente potencialmente desastroso para la próxima pandemia. Los países deberían tener incentivos para ser abiertos; garantizar el acceso a tecnologías y financiamiento de emergencia es esencial para este objetivo.
Con la covid-19, priorizamos las ganancias de las compañías farmacéuticas por sobre las vidas y el bienestar de la gente en los países en desarrollo. Fue inmoral, vergonzoso y contraproducente. Mientras se permita que un patógeno se descontrole en alguna parte, existirá el riesgo de nuevas mutaciones peligrosas que amenazan a todos. Y mientras Estados Unidos y sus aliados europeos libraban una batalla por los corazones y las mentes en el mundo en desarrollo, se pegaron un tiro en el pie y expusieron las debilidades de sus propias democracias. Lo que ve el resto del mundo son gobiernos tan cooptados por las grandes farmacéuticas que pondrán sus intereses por delante de su propia seguridad.
Debemos preparar el terreno para una respuesta más justa, inclusiva y racional la próxima vez. Frente a esa tarea urgente, las reuniones de las Naciones Unidas del mes pasado estuvieron muy lejos de lo que se necesita.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario en la Universidad de Columbia y copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional. Copyright: Project Syndicate, 2023.