El cambio climático y la pérdida de biodiversidad están llevando a los ecosistemas vitales del mundo al borde del colapso. Los científicos advierten que ya se han violado seis de nueve límites planetarios clave. Proteger y conservar las selvas tropicales es crucial, pero para hacerlo necesitamos inversión en estado de derecho y en nuevos modelos económicos que combinen reducciones significativas de las emisiones con alternativas viables para desmontar los bosques. En ninguna parte este desafío es más apremiante que en la Amazonia.
Con una extensión de más de ocho millones de kilómetros cuadrados, la Amazonia es hogar de la selva tropical más grande del mundo. También es la primera línea de los delitos ambientales, entre ellos, la apropiación de tierras y la minería aurífera ilegal, así como industrias extractivas tales como la tala de árboles, la ganadería y la producción de soja. Debido a estas actividades, grandes sectores de la región se están acercando a un punto de inflexión irreversible que podría transformar la selva tropical en una sabana. A pesar de las reducciones recientes en materia de desmonte de los bosques, la deforestación y la degradación severa de la tierra ya han afectado al 26% de la región, lo que pone a más de 10.000 especies de plantas y animales en riesgo de extinción.
Si la deforestación ilegal y el modelo de desarrollo extractivista persisten, advierte el Instituto de Recursos Mundiales, las emisiones de carbono de la región en 2050 serán cinco veces más altas que el umbral que se estableció en el acuerdo climático de París. Se podría destruir la alarmante cantidad de 57 millones de hectáreas de bosques —una superficie del tamaño de Francia—, con consecuencias nefastas para el clima, la biodiversidad, las corrientes oceánicas y los suministros mundiales de alimentos.
Una manera segura de desacelerar y revertir todas las formas de deforestación y degradación de la tierra es aumentar el valor económico de los bosques en pie. Necesitamos una mayor seguridad e incentivos de mercado —la capacidad de lucrar a partir de la protección de la naturaleza— para promover la descarbonización y la conservación. Con ese objetivo, un modelo especialmente prometedor es la bioeconomía, que abarca la agricultura, la ganadería y la pesca regenerativas; el cultivo maderero y no maderero; la producción de energía verde y renovable; los biomateriales sustentables (entre ellos, pesticidas, fertilizantes y productos cosméticos y farmacéuticos); el ecoturismo y otros servicios relacionados; la moda y los textiles sustentables, y los servicios basados en la captura de carbono y en la conservación biológica y ambiental.
El entusiasmo por la bioeconomía está creciendo, especialmente en la Cuenca del Amazonas. Una Conferencia Panamazónica de Bioeconomía que se llevó a cabo en Belém, Brasil, en el pasado mes de junio, reunió a cientos de expertos de más de 100 organizaciones de toda la región. No se trata simplemente de ambientalismo “para sentirse bien”; los potenciales retornos económicos no son desdeñables. Según algunas estimaciones, la implementación plena de una estrategia de bioeconomía le permitiría a Brasil reducir las emisiones de dióxido de carbono en 550 millones de toneladas y generar 284.000 millones de dólares por año para 2050.
Sin embargo, más allá de algunas empresas progresistas, todavía hay resistencia de parte de los sectores extractivos, que consideran que tienen poco para ganar con un cambio de estas características. El andamiaje institucional de la bioeconomía de la Amazonia recién se está erigiendo, y desarrollarlo exigirá de investigación y desarrollo sostenido y de alta calidad, de una disponibilidad de infraestructura y capital, y de cadenas de suministro nuevas y resilientes. Las salvaguardas para proteger la propiedad intelectual de los bioproductos y de los recursos genéticos son esenciales, como lo son las estrategias para el intercambio respetuoso de conocimientos con las comunidades indígenas.
Una tarea urgente es la de esclarecer qué conlleva y qué no el modelo de la bioeconomía. Tal como están las cosas, los ocho países que comparten la selva tropical tienen interpretaciones encontradas, y las definiciones que se aplican en la Amazonia suelen ser distintas de las que promulgan los gobiernos, las empresas y las ONG en Norteamérica y Europa Occidental. Determinar qué se incluye en la bioeconomía es de vital importancia, porque esto forjará los cimientos de un futuro verde. Es por eso que en el Instituto Igarapé nos estamos asociando con el programa Amazonia Forever del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para expandir la biotecnología de una manera que respete la diversidad regional.
El programa Amazonia Forever del BID está liderando la iniciativa de promover y acelerar las oportunidades de la bioeconomía a través de un respaldo financiero y de asistencia técnica para las startups locales, las bioempresas y los productores y cosechadores en todos los niveles de la cadena de valor. Como fomentar sinergias entre investigadores, emprendedores, inversionistas, productores y comunidades en zonas remotas presenta enormes obstáculos logísticos, el BID y otros se están centrando en los productos de alto valor agregado que se necesitan para hacer que la bioeconomía tenga éxito.
La expansión de este modelo exige conexiones más estrechas entre académicos e investigadores de la bioeconomía, razón por la cual hemos mapeado varios grupos de comunidades de investigación que trabajan en cuestiones vinculadas en toda la región. Algunas de las más avanzadas parecen estar en Brasil y Colombia, donde se suelen encontrar políticas y programas de bioeconomía robustos y bien dirigidos. Ambos países tienen sectores productivos de rápida evolución que están promoviendo prioridades científicas y tecnológicas, a la vez que se nutren de las experiencias y contribuciones valiosas de las comunidades tradicionales.
En Ecuador y Perú, las políticas de bioeconomía son menos avanzadas, a pesar de los muchos esfuerzos liderados por el gobierno para promover las bioempresas y la bioinnovación en ciertos sectores. Ecuador está en vías de desarrollar una política de bioeconomía nacional. Por el contrario, Bolivia y Venezuela se han resistido a utilizar el término bioeconomía (a favor de “uso sustentable de la biodiversidad”), y siguen más enfocados en iniciativas de menor escala para abordar la seguridad alimentaria e insumos específicos como los biofertilizantes. Por último, en Guyana y Surinam las estrategias incipientes de bajo carbono y economía verde enfrentan un lobby de combustibles fósiles poderoso y arraigado.
A pesar de las definiciones encontradas, hay algunos principios compartidos. Por lo general, se coincide en que la bioeconomía incluye actividades que hacen uso de los recursos biológicos y, normalmente, implican una innovación científica y tecnológica, así como perspectivas y experiencias de conocimiento ancestral y tradicional. Promover el valor agregado a través de una eficiencia en materia de procesamiento y cadenas de suministro es clave, como lo son los servicios ambientales y el reemplazo de productos basados en combustibles fósiles por alternativas sustentables.
Entender cómo convergen y divergen estas estrategias de la bioeconomía es esencial para desarrollar políticas coherentes y estrategias de inversión sostenibles. En tanto no se reconozcan las asimetrías conceptuales entre las definiciones locales y los lineamientos globales, los potenciales beneficiarios podrían desaprovechar las oportunidades de financiamiento. En definitiva, el impacto ambiental y social de las inversiones relacionadas con la bioeconomía dependerá de hasta qué punto aborden, de manera genuina, las necesidades, prioridades y capacidades específicas de un país. Si las iniciativas de la bioeconomía han de amplificarse, necesitarán capital paciente y aceptación de parte de un amplio rango de partes interesadas, tanto a nivel regional como global.
El cambio de modelos de producción extractivista a modelos ecológicos no es sólo un imperativo estratégico nacional. Es una cuestión de supervivencia humana. La bioeconomía tiene un vasto potencial, pero enfrenta una dura competencia por parte del delito ambiental y de las industrias existentes. Al apalancar de manera sustentable la biodiversidad rica de la Amazonia y promover el estado de derecho podemos construir un futuro próspero y sustentable para el bosque y sus habitantes, haciendo al mismo tiempo aportes importantes para la descarbonización. El primer paso es generar conciencia sobre los dividendos económicos que la naturaleza es capaz de arrojar.
Robert Muggah, cofundador del Instituto Igarapé y del Grupo SecDev, es miembro del Consejo Global del Futuro de las Ciudades del Mañana del Foro Económico Mundial y asesor para el Informe sobre Riesgos Mundiales. Tatiana Schor es directora del programa Amazonia Forever del Banco Interamericano de Desarrollo. Ilona Szabó, cofundadora y presidenta del Instituto Igarapé, integra la Junta Asesora de Alto Nivel sobre Multilateralismo Efectivo de la Secretaría General de las Naciones Unidas. Copyright: Project Syndicate, 2023.