Estados Unidos y China siguen en un curso de colisión. La nueva guerra fría entre ambos puede terminar recalentándose por la cuestión de Taiwán. La “trampa de Tucídides” –en la que una potencia en ascenso parece destinada a chocar con un poder hegemónico gobernante– se asoma ominosamente. Pero una escalada seria de las tensiones sino-norteamericanas, para no hablar de una guerra, todavía se puede evitar, lo que le ahorraría al mundo las consecuencias catastróficas que, inevitablemente, sobrevendrían.
Siempre habrá al menos algunas tensiones cuando una potencia en ascenso desafía el poder global prevaleciente. Pero China se enfrenta a Estados Unidos en un momento en que el poder relativo de este puede estar debilitándose, y cuando está decidido a impedir su propia decadencia estratégica. Ambas partes, en consecuencia, se están volviendo cada vez más paranoicas respecto de las intenciones de la otra y la confrontación, esencialmente, ha suplantado la competencia y la cooperación saludables. Ambos países tienen parte de culpa.
Bajo la presidencia de Xi Jinping, China se ha vuelto más autoritaria y ha avanzado aún más hacia un capitalismo de estado, en lugar de adherir al concepto de “reforma y apertura” de Deng Xiaoping. Asimismo, la máxima de Deng, “esconde tu fuerza, espera tu momento”, ha cedido espacio a una asertividad militar. China implementa una política exterior cada vez más agresiva y las disputas territoriales entre ella y varios vecinos asiáticos se han agravado. Ha intentado controlar el Mar de la China Oriental y el Mar de la China Meridional, y se ha vuelto cada vez más impaciente por una “reunificación” con Taiwán por cualquier medio necesario.
Sin embargo, Xi ha acusado a Estados Unidos de perseguir su propia estrategia agresiva de “contención integral, cerco y supresión”. Por otro lado, muchos en Estados Unidos temen que China pueda desafiar la hegemonía estratégica estadounidense en Asia –un factor decisivo en la paz, la prosperidad y el progreso relativos de la región desde la Segunda Guerra Mundial–.
Los líderes chinos también temen que Estados Unidos ya no esté comprometido con el principio de “una sola China” que ha sustentado las relaciones sino-norteamericanas durante medio siglo. No sólo Estados Unidos ahora es menos “estratégicamente ambiguo” respecto de la cuestión de si defender o no a Taiwán; también ha atizado los miedos de contención por parte de China al reforzar sus alianzas indopacíficas a través del pacto Aukus (Australia, Reino Unido y Estados Unidos), el Quad (Australia, India, Japón y Estados Unidos) y un eje asiático por parte de la OTAN.
Un primer paso para impedir una colisión es reconocer que algunos de estos temores reinantes son excesivos. Por ejemplo, la ansiedad estadounidense respecto del ascenso económico de China es reminiscente de su actitud frente al ascenso de Alemania y Japón hace décadas. Después de todo, China tiene problemas económicos importantes que podrían recortar su crecimiento potencial a apenas 3%-4% por año, muy por debajo de la tasa de crecimiento del 10% anual que alcanzó en las últimas décadas. China tiene una población que envejece y un desempleo juvenil estratosférico, altos niveles de deuda tanto en el sector privado como en el público, una caída de la inversión privada como resultado de la intimidación ejercida por el partido gobernante y un compromiso con el capitalismo de estado que obstaculiza el crecimiento de la productividad total de los factores.
Asimismo, el consumo doméstico chino se ha debilitado debido a la creciente incertidumbre económica y a la falta de una red amplia de seguridad social. Frente a una deflación que se consolida, China ahora debe preocuparse por una japonificación: un período prolongado de crecimiento perdido. Al igual que tantos mercados emergentes, podría terminar en la “trampa del ingreso medio”, en lugar de alcanzar un estatus de ingresos altos y de convertirse en la economía más grande del mundo.
Si bien Estados Unidos puede haber sobreestimado el potencial ascenso de China, también puede haber subestimado su propio liderazgo en muchas de las industrias y tecnologías del futuro: inteligencia artificial (IA), aprendizaje automático, semiconductores, computación cuántica, robótica y automatización y nuevas fuentes de energía como la fusión nuclear. China ha invertido profusamente en algunas de estas áreas en el marco de su programa “Hecho en China 2025”, pero su objetivo de alcanzar un dominio de corto plazo en diez industrias del futuro hoy parece improbable.
Los temores estadounidenses respecto de un predominio de China en Asia también son excesivos. China está rodeada por casi 20 países, muchos de los cuales son rivales estratégicos o “amienemigos” –la mayoría de los pocos aliados que sí tiene, como Corea del Norte, le representan un drenaje de recursos–. Aunque se suponía que su iniciativa “Un cinturón, una ruta” le iba a permitir hacer nuevos amigos y crear nuevas dependencias, se está topando con muchos obstáculos, entre ellos, gigantescos proyectos fallidos (elefantes blancos) que conducen a incumplimientos de pagos de deuda. Por más que China quiera dominar el sur global y sus “estados oscilantes” internacionales, muchas potencias medianas rechazan y contrarrestan esta ambición.
Estados Unidos ha impuesto acertadamente algunas sanciones para mantener las tecnologías clave fuera del alcance del ejército chino y para frustrar la búsqueda por parte de China de un dominio en IA. Pero debe tener cuidado de limitar su estrategia a una eliminación del riesgo, y no a un desacople, más allá de algún desacople tecnológico necesario y límites a la inversión directa en China y Estados Unidos. En tanto determina qué sectores incluir en su estrategia de “un patio pequeño y una valla alta”, debe evitar ir demasiado lejos. Las sanciones comerciales que le impuso Donald Trump a China se aplicaban a un amplio rango de bienes de consumo y, en su mayoría, deberían eliminarse gradualmente.
En lo que concierne a Taiwán, Estados Unidos y China deberían intentar alcanzar un nuevo acuerdo para distender la peligrosa escalada de hoy. El presidente estadounidense, Joe Biden, debería reafirmar claramente el principio de una sola China, y realinear sus compromisos y declaraciones públicas con el principio de “ambigüedad estratégica”. Estados Unidos debería venderle a Taiwán las armas que necesita para defenderse, pero no a un ritmo o a una escala que pueda incitar a China a invadir la isla antes de que su defensa de “puercoespín” avance demasiado. Estados Unidos también debería manifestar claramente que se opone a cualquier avance taiwanés hacia una independencia formal y debería evitar las visitas de alto nivel a líderes taiwaneses.
China, por su parte, debería interrumpir sus incursiones aéreas y navales cerca de Taiwán. Debería manifestar claramente que cualquier reunificación será estrictamente pacífica y de común acuerdo; debería tomar nuevas medidas para mejorar las relaciones entre ambas orillas del estrecho, y debería distender las tensiones con otros vecinos sobre disputas territoriales.
China y Estados Unidos necesitan implementar políticas que reduzcan las tensiones económicas y geopolíticas, así como fomentar una cooperación saludable sobre cuestiones globales como el cambio climático y la regulación de la IA. Si no llegan a un nuevo acuerdo sobre las cuestiones que generan su confrontación actual, terminarán colisionando. Eso llevaría, inexorablemente, a una confrontación militar que destruiría la economía mundial y que podría, incluso, escalar a un conflicto (nuclear) poco convencional. Los altos riesgos exigen una limitación estratégica de ambas partes.
Nouriel Roubini, profesor emérito de Economía en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York, es economista jefe en Atlas Capital Team y autor de Megathreats: Ten Dangerous Trends That Imperil Our Future, and How to Survive Them (Little, Brown and Company, 2022). Copyright: Project Syndicate, 2023.