Estos últimos años hubo mucha preocupación por la retirada de la democracia y el ascenso del autoritarismo, y con buenas razones. Del primer ministro húngaro Viktor Orbán a los expresidentes de Brasil, Jair Bolsonaro, y de los Estados Unidos, Donald Trump, tenemos una lista cada vez más larga de autoritarios y aspirantes a autócratas que canalizan una forma curiosa de populismo de derecha: mientras prometen proteger a la ciudadanía ordinaria y preservar viejos valores nacionales, aplican políticas que protegen a los poderosos y echan a la basura viejas normas. Y nos dejan a los demás tratando de explicar en qué radica su atractivo.
Explicaciones hay muchas, pero una que se destaca es el aumento de la desigualdad, un problema derivado del capitalismo neoliberal moderno, al que también se le pueden hallar muchos vínculos con la erosión de la democracia. La desigualdad económica tiene como resultado inevitable la desigualdad política, aunque con diversos grados según el país. En uno como Estados Unidos, donde las donaciones a partidos en las elecciones no están sujetas a casi ningún control, el principio de “una persona, un voto” se ha transformado en “un dólar, un voto”.
Esta desigualdad política se retroalimenta y eso produce medidas de gobierno que afianzan todavía más la desigualdad económica. Las políticas fiscales favorecen a los ricos, el sistema educativo favorece a los ya privilegiados y la regulación antimonopolio mal diseñada y aplicada tiende a dar a las corporaciones rienda suelta para acumular y explotar poder de mercado. Además, como los medios están dominados por empresas privadas, propiedad de plutócratas como Rupert Murdoch, el discurso dominante refuerza en general las mismas tendencias. Hace mucho que a los consumidores de noticias se les dice que cobrar impuestos a los ricos daña el crecimiento económico, que los impuestos a la herencia son gravámenes a la muerte, etcétera.
En tiempos más recientes, a los medios tradicionales controlados por los superricos se les han sumado empresas de redes sociales controladas por los superricos; la única diferencia es que las segundas tienen incluso más libertad para difundir desinformación. Gracias a la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996, las empresas con sede en los Estados Unidos no tienen responsabilidad por lo que publiquen terceros en sus plataformas ni por la mayoría de los otros daños sociales que causan (por ejemplo, a las adolescentes).
En este contexto de capitalismo sin rendición de cuentas, a nadie debería sorprender que tanta gente recele de la creciente concentración de riqueza o crea que el sistema está arreglado. La difundida sensación de que la democracia ha generado resultados injustos debilitó la confianza en ella y llevó a algunos a concluir que sistemas alternativos podrían ser más eficaces.
Este debate no es nuevo. Hace 75 años, muchos se preguntaban si las democracias podían crecer tan rápido como los regímenes autoritarios. Ahora muchos se preguntan cuál de los sistemas “produce” más justicia. Pero este debate se desarrolla en un mundo en el que los muy ricos tienen herramientas para moldear el pensamiento en los niveles nacional e internacional, a veces con mentiras lisas y llanas (“¡Nos robaron la elección!”, “¡Las máquinas de votación estaban amañadas!”, una falsedad que le costó a Fox News 787 millones de dólares).
Uno de los resultados ha sido una polarización cada vez más profunda que obstaculiza el funcionamiento de la democracia, especialmente en países, como Estados Unidos, con sistemas de escrutinio uninominal por mayoría simple (donde “el ganador se lleva todo”). Cuando Trump fue electo presidente en 2016 con una minoría del voto popular, la política estadounidense, que en otros tiempos alentaba a resolver los problemas con la búsqueda de acuerdos, ya se había convertido en una competencia desvergonzada por el poder, un torneo de lucha libre en el que al menos uno de los lados parece creer que no tiene que haber reglas.
En un contexto de polarización tan excesiva puede parecer que hay demasiado en juego como para hacer concesiones. En vez de buscar puntos de acuerdo, quienes tengan el poder usarán todos los medios a su disposición para conservarlo (como han hecho abiertamente los republicanos mediante la manipulación del trazado de distritos electorales y medidas para suprimir la participación de votantes).
Las democracias funcionan mejor cuando lo que está en juego no parece ni demasiado ni demasiado poco (en el segundo caso, la gente no sentirá mucha necesidad de participar en el proceso democrático). Hay opciones de diseño que las democracias pueden hacer para mejorar las chances de encontrar este feliz término medio. Los sistemas parlamentarios, por ejemplo, alientan la formación de coaliciones y suelen dar el poder al centro en vez de a los extremos. Otras soluciones que han demostrado ser útiles son el voto obligatorio y por orden de preferencia, lo mismo que la existencia de un funcionariado de carrera dedicado y protegido.
Estados Unidos suele presentarse como un faro de la democracia. Aunque siempre hubo hipocresía (desde la benevolencia de Ronald Reagan hacia Augusto Pinochet hasta el hecho de que Joe Biden no se haya distanciado de Arabia Saudita ni denunciado el fanatismo antimusulmán del gobierno del primer ministro indio Narendra Modi), al menos Estados Unidos encarnaba un conjunto compartido de valores políticos.
Pero ahora la desigualdad económica y política se ha vuelto tan extrema que muchos rechazan la democracia. Esto es terreno fértil para el autoritarismo, sobre todo para la clase de populismo de derecha que representan Trump, Bolsonaro y el resto. Pero ya está claro que estos dirigentes no tienen ninguna de las respuestas que buscan los votantes descontentos. Por el contrario, las políticas que aplican cuando se les da el poder sólo empeoran las cosas.
En vez de buscar alternativas en otra parte, tenemos que reflexionar sobre nuestro propio sistema. Con las reformas adecuadas, las democracias pueden volverse más inclusivas, más responsables ante la ciudadanía y menos responsables ante las corporaciones y los ricos que hoy controlan la billetera. Pero para salvar la política también se necesitan reformas económicas igual de drásticas. El único modo de empezar a mejorar con justicia el bienestar de toda la ciudadanía (y desinflar la ola populista) es dejar atrás el capitalismo neoliberal y cumplir mejor la promesa de prosperidad compartida de la que tanto hablamos.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, profesor distinguido en la Universidad de Columbia y copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional. Copyright: Project Syndicate, 2023. Traducción: Esteban Flamini.