En mi columna anterior señalaba que los uruguayos y las uruguayas hemos sabido ser prudentes y conquistar confianza, y agregaba que estos atributos no deberían impedirnos ser audaces. Es que, más allá de las diferentes visiones que tenemos sobre el país, a esta realidad no hay que gestionarla. Hay que cambiarla yendo al encuentro de esa transformación, sabiendo que el peor riesgo de un gobierno no es equivocarse, sino flotar, dejarse llevar por la corriente y, lo que es mucho peor, la autocomplacencia.

La actitud articulada con ofensiva y la responsabilidad constituyen quizá la mejor síntesis cuando se intenta definir el alma que alienta en la conducción del cambio social. En una aproximación que nos permita ir a la raíz de una postura como la señalada, digamos que el tiempo no puede estar ausente. Es que la consideración de su transcurso y la historia que se escribe en el tiempo son imprescindibles para comprender el cambio en su espíritu y su profundidad.

Cuando observamos la realidad de este escenario conceptual, percibimos cambios importantes. ¿En qué otra época ha habido transformaciones relevantes a ritmos tan rápidos como en la actualidad? ¿En qué otra época se modificaron con tanta velocidad los desafíos de las sociedades, de la civilización? Ello se verifica en todos los terrenos: política, economía, tecnología, ambiente, cultura. Y al mismo tiempo se comprueba la enorme desproporción entre la velocidad de esos cambios y la capacidad política y académica del mundo actual para generar ideas que estén a la altura de esos cambios y conduzcan a propuestas coherentes con tales ideas.

Creo que este desequilibrio es uno de los más graves y complejos de la actualidad: no hay respuestas políticas e intelectuales a la crisis mundial de la economía, los cambios sociales, las tensiones culturales.

En estas circunstancias, Uruguay puede y debe plantearse como objetivo fundamental el de progresar en su nivel de desarrollo económico y social, así como el de ser un país de avanzada y hasta de vanguardia en lo que refiere a aspectos sustantivos de nuestra realidad social. Esta es la actitud, la postura nacional que intenté definir como una ofensiva responsable en mi columna anterior.

Como lo señalé entonces, se trata de poner en juego valores económicos y valores humanos, aspectos materiales y espirituales, esto es, los de nuestros fueros internos. Es que se trata de la riqueza en la dignidad y en la vida de todos nuestros compatriotas, que trasciende el mero bienestar ya alcanzado.

En rigor, una concepción como la señalada antes debe ser considerada como un gran cambio cultural parte del cual vamos aprendiendo colectivamente a vivir la vida de otra manera. Como lo propone el enfoque del universalismo cultural, se trata de asumir la diversidad y construir cercanías, cohesión social.

¿Es esto un sueño posible? ¿Estamos hablando de un país ideal? Los uruguayos queremos mucho a nuestro país. Esto seguramente le sucede a mucha gente en el mundo y es comprensible. Es la afirmación de un sentido de pertenencia que nos defiende de la enajenación y la pérdida de identidad. Pero los países ideales no existen. Es imposible definirlos y –mucho más– expresarlos en metas.

Por esta razón, lo que importa es el rumbo, la orientación. Si algún día llegáramos a pensar que hemos llegado a ese país ideal, habremos matado definitivamente esa posibilidad. Es que, como señalé en mi columna anterior, somos un país en obra, en el que la conciencia de que el esfuerzo es permanente y no termina es el ingrediente que le da vida al objetivo propuesto.

¿Seremos capaces de adoptar y compartir esta conducta? Ya lo hemos hecho. Podemos porque pudimos. A partir de la gran crisis de 2001 y 2002 construimos nuestro propio camino de cambios y de avances con la participación de todo el sistema político y sin borrar identidades. Si no lo hubiéramos hecho, sería difícil plantearnos ahora un avance hacia niveles más altos de desarrollo económico y social. El camino que el país eligió para dejar la crisis atrás supuso transformaciones estructurales fundamentales e imprescindibles, como las que se verificaron en las capacidades de inversión y crecimiento, en la inserción internacional, en la generación de empleo, en la estructura productiva, en la promoción y protección de los derechos humanos, en la democratización de la cultura y el papel de esta última en la construcción de cercanías, en el estado colectivo de ánimo y la reconstrucción de la confianza.

¿Hay un modelo a copiar para seguir transitando por este camino? No creo en los llamados modelos. Se trata frecuentemente de construcciones cerradas e inflexibles. Precisamente por su rigidez se presentan históricamente asociadas a experiencias fracasadas, como las que se han apoyado en un estatismo dominante, o en el reinado estricto de las leyes del mercado, o en los ajustes fiscales permanentes con cataratas de impuestos y un gasto público inocuo respecto a las necesidades de la sociedad.

Sabiendo que, como señalé antes, lo que importa es el rumbo, la orientación, prefiero siempre una definición clara de esta última apoyada en valores humanos superiores, como la libertad, la justicia, la democracia, la participación, la prosperidad –que también es un valor humano superior– y el tránsito paso a paso, sin atajos tentadores pero traicioneros. En dicho tránsito cada paso cuenta: ninguno es más importante que el rumbo y cada uno se apoya en la solidez del precedente, de modo que es el conjunto el que asegura la dirección correcta.

Este enfoque nos lleva de la mano a la necesidad de fortalecer a las instituciones y –en términos generales– a las reglas de juego, no para mantenerlas incambiadas, sino para que su propia evolución sea parte de la transformación. Una abundante evidencia mundial indica que en la búsqueda de niveles cada vez más altos de desarrollo económico y social la tendencia institucional apuntará a la modernización y a la especialización de la sociedad.

Uruguay debe mantener esta concepción de su proceso de búsqueda de más altos niveles de desarrollo económico y social, lo cual incluye no sólo algunas transformaciones estructurales esenciales, sino también la imprescindible autocrítica para encarar definiciones y corregir errores, de los cuales hay que aprender siempre. Me refiero a todos los ámbitos de la sociedad que mencioné antes, pero asignando un énfasis especial a las capacidades humanas y físicas del país.

Por una parte, la apuesta a la calidad es un lineamiento estratégico para el Uruguay y ello tiene que poner en juego un gran esfuerzo en los campos de la educación, el conocimiento, la innovación y el desarrollo cultural. Por otra parte, tenemos desafíos enormes y también habrá que encarar una gran dedicación a gestar avances en materia de transportes, comunicaciones, puertos y energía.

No se trata de un camino fácil. La lucha contra la burocracia está plagada de problemas, lo que –a su vez– tiene mucho que ver con otra gran deuda que tenemos y que es la modernización estatal. Pero, como vengo sosteniendo en estas notas sobre la actitud que debe inspirar la postura del país para encarar los cambios a impulsar, también importa enfrentar y vencer a la falta de audacia y a la comodidad de no arriesgar, actitudes incompatibles con el rumbo de un país que quiere avanzar.