Sobre la importancia del informe

El “Informe mundial sobre la desigualdad 2026”, publicado el martes, constituye la tercera edición del reporte, que comenzó en 2018 y tuvo su segunda edición en 2022. Esta serie de trabajos está asentada en las contribuciones de los más de 200 académicos de todo el mundo que forman parte del Laboratorio Mundial de Desigualdad (Wid, por sus siglas en inglés), y que han logrado reconstruir “la mayor base de datos sobre la evolución histórica de la desigualdad global”.

El esfuerzo colectivo detrás de estos aportes ha sido clave para generar los insumos estadísticos que alimentan los debates recientes sobre la magnitud y las causas de la desigualdad, arrojando luz sobre los distintos mecanismos que pueden ser desplegados para morigerar este fenómeno.

En particular, esta nueva edición cuenta con un mayor alcance para entender esta problemática, desentrañando los diversos vínculos que operan entre las “nuevas dimensiones de la desigualdad que definen el siglo XXI”: el clima, las disparidades de género, el acceso desigual al capital humano, las asimetrías del sistema financiero global y las disparidades territoriales. “En conjunto, estos temas revelan que la desigualdad actual no se limita a los ingresos o la riqueza; afecta a todos los ámbitos de la vida económica y social”.

Además, esta nueva entrega llega en un “momento crítico”, dado que a nivel global “el nivel de vida se está estancando para muchos”, al tiempo que “la riqueza y el poder se concentran todavía más en los estratos más altos”. En paralelo, “la investigación independiente se ve amenazada en lugares donde la libertad académica antes parecía segura”, un hecho estrechamente ligado a la dinámica reciente de la desigualdad. En este sentido, el reporte advierte que “la creciente desigualdad socava la confianza, debilita nuestras democracias y alimenta el descontento”.

La desigualdad extrema no es un fenómeno inevitable

En línea con las advertencias recientes del Comité Extraordinario de Expertos Independientes sobre la Desigualdad Global, que fue designado por el presidente de Sudáfrica para elaborar el primer informe del G20 sobre este fenómeno, el informe comienza enfatizando que, si bien “la desigualdad ha sido durante mucho tiempo una característica definitoria de la economía mundial, en 2025 ha alcanzado niveles que exigen una atención urgente”.

En efecto, los beneficios derivados de la globalización y del crecimiento económico durante las últimas décadas han favorecido desproporcionadamente a una minoría, un resultado que era evitable, dado que es producto de “decisiones políticas e institucionales”. Estas decisiones fueron, a lo largo de los años, ensanchando las brechas entre los que tienen y los que no, con efectos que van mucho más allá de la esfera correspondiente a los ingresos y el patrimonio.

Como señala el documento, la desigualdad “sigue siendo extrema y persistente” y “se manifiesta en múltiples dimensiones que se entrecruzan y se refuerzan mutuamente”. Este círculo vicioso “remodela las democracias”, fragmenta las coaliciones y erosiona los consensos políticos.

Sin embargo, concentrados en la parte llena del vaso, el reporte señala que “los datos también demuestran que la desigualdad se puede reducir”, como demuestra el efecto que han tenido las transferencias redistributivas, la fiscalidad progresiva, la inversión en capital humano y el fortalecimiento de los derechos laborales en muchos contextos.

Destaca también la importancia que revisten las propuestas sobre los impuestos mínimos al patrimonio de los multimillonarios, dado el potencial de los recursos que podrían obtenerse para financiar la educación, la salud y las estrategias de adaptación al cambio climático. Como se ha destacado en el marco de la discusión local, generada a partir de la propuesta formulada por el PIT-CNT, “reducir la desigualdad no es sólo una cuestión de justicia, sino que también es esencial para la resiliencia de las economías, la estabilidad de las democracias y la viabilidad de nuestro planeta”.

La desigualdad en cifras

La actualización de los datos indica que el 10% de la población de mayores ingresos gana más que el 90% restante y que la mitad más pobre captura menos del 10% de los ingresos totales. En el caso de la riqueza, donde la concentración es mayor, ese 10% superior de la distribución posee el 75% de la riqueza total, en contraste con el 2% que queda en manos de la mitad más pobre del planeta.

Foto del artículo 'Nuevo informe del Laboratorio de Desigualdad Global'

A su vez, “el panorama se vuelve aún más extremo cuando pasamos más allá del 10%”: sólo el 0,001% más rico, que nuclea a menos de 60.000 personas, controla actualmente tres veces más riqueza que la mitad de la población global combinada (en la mayoría de los países, el 50% más pobre rara vez posee más del 5% de la riqueza nacional). Se agrega, además, que la participación de este selecto grupo de multimillonarios ha crecido sistemáticamente desde 1995, pasando de representar casi el 4% por aquel entonces al 6% en la actualidad. Esto evidencia, en particular, la persistencia que caracteriza a la desigualdad más allá de sus niveles.

Y lo preocupante no es sólo la persistencia y el nivel actual, sino también la aceleración que viene mostrando la desigualdad extrema. Los datos indican que, desde los años 90, la riqueza de los “multimillonarios y los centimillonarios” ha crecido a un ritmo del 8% anual aproximadamente, cifra que casi duplica la tasa de crecimiento correspondiente a la mitad más pobre de la población. Dado que “los más pobres han obtenido ganancias modestas, pero estas se ven eclipsadas por la extraordinaria acumulación en la cima”, vivimos en “un mundo en el que una pequeña minoría ejerce un poder financiero sin precedentes, mientras que miles de millones de personas siguen excluidas”.

Foto del artículo 'Nuevo informe del Laboratorio de Desigualdad Global'

La desigualdad y el cambio climático

Entre las aristas propias que reviste la desigualdad en el siglo XXI, la del cambio climático es una de las más relevantes, dada la magnitud que tiene este desafío existencial que enfrentamos actualmente. Dentro de los contornos de este desafío colectivo también emergen profundas desigualdades.

Foto del artículo 'Nuevo informe del Laboratorio de Desigualdad Global'

En este sentido, la mitad más pobre de la población mundial es responsable apenas del 3% de las emisiones de carbono asociadas a la propiedad de capital privado, mientras que en el caso del 10% más rico esa proporción escala hasta el 77%. De hecho, sólo el 1% más rico representa el 41% de las emisiones en la órbita privada, casi el doble de la cantidad combinada del restante 90% de la población más pobre.

Detrás de estas disparidades subyace la vulnerabilidad, dado que los que menos emiten (que en su gran mayoría pertenecen a países de ingresos bajos) son los que están más expuestos a los efectos de las crisis climáticas. Dicho al revés, los mayores emisores son los que cuentan con las mayores garantías para sortear los impactos generados por sus propias emisiones. Por este motivo, “esta responsabilidad desigual es también una distribución desigual del riesgo”, de forma que la “desigualdad climática es tanto una crisis medioambiental como social”.

Desigualdad de género

Además de su expresión en ingresos, riqueza y aspectos ambientales, la desigualdad se arraiga en “las estructuras de la vida cotidiana”, estableciendo los parámetros de los que se reconoce y se recompensa, así como en qué dirección se mueve el reparto de oportunidades.

Sobre este aspecto, el reporte sostiene que entre las divisiones “más persistentes y generalizadas” de lo anterior se encuentra la brecha que separa a hombres y mujeres. En términos globales, las mujeres obtienen algo más de un cuarto de los ingresos laborales totales, un porcentaje que casi no ha variado durante las últimas dos décadas.

El informe permite distinguir estas disparidades desde una perspectiva territorial, poniendo de relieve las brechas dentro de las brechas: en Medio Oriente y África del Norte esta proporción es del 16%, en el sur y sudeste de Asia asciende al 20% y se ubica en 28% y 34% en África subsahariana y Asia oriental, respectivamente. Si bien las cifras mejoran para el resto de las regiones, en ningún caso las mujeres capturan más del 40% de los ingresos laborales.

En efecto, destaca el informe, “las mujeres siguen trabajando más y ganando menos que los hombres”. Considerando las tareas domésticas y de cuidados, en el primer caso la media es de 53 horas a la semana y en el segundo es de 43 horas. Sin embargo, el valor de ese mayor trabajo es sistemáticamente menor.

En esta línea, si se excluye el trabajo no remunerado, las mujeres ganan sólo el 61% de los ingresos por hora de los hombres, y cuando se incluye el trabajo no remunerado, la cifra cae al 32%. “Estas responsabilidades desproporcionadas restringen las oportunidades profesionales de las mujeres, limitan su participación política y ralentizan la acumulación de riqueza”. De esta manera, la desigualdad de género no es únicamente una cuestión de justicia, sino que es también una cuestión de ineficiencia estructural: “Las economías que infravaloran el trabajo de la mitad de su población socavan su propia capacidad de crecimiento y resiliencia”.

Desigualdades territoriales

Como es habitual, los promedios esconden situaciones profundamente heterogéneas y la distribución espacial de las desigualdades no es ajena a esta realidad.

Aun corrigiendo por las diferencias de precios que son propias de cada región, “una persona promedio en América del Norte y Oceanía gana aproximadamente trece veces más que alguien en África subsahariana y tres veces más que el promedio mundial” (125 euros versus 10 euros). Y esto también refleja medias, dado que al interior de cada una de estas regiones descansan brechas igualmente significativas.

En particular, en América Latina el 10% de mayores ingresos concentra casi el 60% de los ingresos totales, en tanto que la mitad más pobre posee menos del 10%. En el caso de la riqueza, estos dos guarismos ascienden al 70% y al 2% en cada caso, respectivamente. En efecto, en América Latina, así como sucede en África subsahariana, Medio Oriente y África del Norte se combinan ingresos muy bajos para el 50% más pobre con una concentración extrema en el tope superior de la distribución, arrojando las mayores brechas entre lo que tiene el 10% superior y el 50% inferior del mundo (entre 41 y 103 veces).

Redistribución, fiscalidad y evasión

Como se adelantó, el análisis intertemporal de la desigualdad entre países revela que las políticas pueden operar con efectividad para moderar las disparidades, en particular la fiscalidad progresiva y las transferencias redistributivas. En Europa, América del Norte y Oceanía, los sistemas tributarios y las políticas de transferencias achican sistemáticamente las brechas de ingresos en más del 30%. Además, el informe enfatiza que, incluso en América Latina, las políticas redistributivas introducidas después de la década de 1990 han habilitado “grandes avances” en la reducción de las inequidades.

Un factor clave detrás de los pliegues territoriales de la desigualdad tiene que ver con la formación del capital humano, cuya desigualdad “se sitúa en niveles que probablemente son mucho mayores que lo que la mayoría de la gente imagina”. A modo de ejemplo, este año el gasto medio en educación por niño en África subsahariana es de apenas 220 euros, frente a los 7.430 euros de Europa y los 9.020 de América del Norte y Oceanía; se trata, por tanto, de una diferencia de más de 1 a 40 veces, que es aproximadamente tres veces mayor que la diferencia en el PIB per cápita vigente entre las regiones. En suma, “estas disparidades determinan las oportunidades vitales de varias generaciones, afianzando una geografía de oportunidades que exacerba y perpetúa las jerarquías de riqueza a nivel mundial”.

A su vez, agrega el informe, la fiscalidad falla en donde más se necesita, que es justamente en la parte más alta de la distribución de los ingresos y el patrimonio: “Los ultrarricos evaden el pago de impuestos”. Con relación a este punto, las estadísticas revelan que las tasas impositivas efectivas sobre la renta aumentan de forma constante para la mayoría de la población y que caen para los multimillonarios y los centimillonarios. Esto determina que la carga de los impuestos que enfrentan las élites es desproporcionadamente menor que para el resto de la población, generando un patrón regresivo que priva a los estados de los recursos que son necesarios para fortalecer las inversiones en educación, salud y acción climática.

Además, esto socava la equidad y la cohesión social, en tanto erosiona la confianza y el apoyo en el sistema tributario. Por este motivo, la tributación progresiva es crucial, dado que no sólo moviliza ingresos para la financiación de los bienes públicos y para la reducción de la desigualdad, sino que también dota de legitimidad a los sistemas tributarios desde una perspectiva de justicia (debe pagar más el que tiene más).