Hace tiempo, me impresionó especialmente un artículo publicado en el diario español ABC, que bajo el título “El ‘mosquito» que sólo escuchan los jóvenes, ¿un arma contra el botellón?” (Garrido, 2009) describía un dispositivo electrónico utilizado para dispersar adolescentes. El dispositivo, concebido en sus inicios para repeler mosquitos, emite un sonido molesto en una frecuencia que sólo puede ser oída por personas jóvenes. El aparato se ofrece en internet como una solución para ahuyentar a los adolescentes de distintos espacios o edificios.

Más allá del impacto y la desolación que puede generar la reflexión acerca de sociedades que producen aparatos para irradiar a los jóvenes como si fuesen insectos, uno no puede evitar pensar en algunos espacios, dispositivos institucionales, que han predominado históricamente en la educación y que, por distintas razones terminan, expulsando a la mayoría de los adolescentes (sin una intención manifiesta).

Nuestro país no ha podido solucionar un problema histórico vinculado a la desafiliación o expulsión de los jóvenes de la educación media. Un aspecto fundamental del problema se vincula con que nuestro sistema educativo es, a todas luces, de andar fragmentado, que se hace preguntas por partes. Por ende, a la hora de diseñar políticas para la transmisión de la herencia cultural, inequívocamente obtiene respuestas y propuestas fragmentadas, en un mundo que requiere interconexión.

Así, emerge la reflexión y la acción divorciada, por ejemplo, entre educación y cuidado, educación y trabajo, educación formal y educación no formal, cobertura y egreso, autoridad y participación, contenidos y competencias, autonomía y acción colectiva, gestión organizacional y calidad académica, institución y sujeto, centro educativo y sociedad civil, o entre público y privado. En definitiva, un divorcio de temáticas y ámbitos que se posiciona muy lejos de la realidad y de las necesidades del presente y del futuro que afrontan los adolescentes y sus familias en la cotidianidad de sus vidas.

Como dinámica de base, este divorcio se engarza en la lógica de la derivación, en la que se transfieren sujetos de un dispositivo a otro. Esta lógica asume su expresión más clara a la hora de abordar los “sujetos problema”, o los que para muchos siguen siendo los “desertores” del sistema. Así, se instaura un interjuego centrífugo en el que las instituciones y los programas asumen responsabilidades por trayectos y perfiles, responsabilizando finalmente a los sujetos por el fracaso de un sistema (de la escuela al curso de adultos para culminar el ciclo, del liceo a la Formación Profesional Básica de UTU, del liceo a la educación no formal, del docente a los padres, de los padres al “especialista” y viceversa).

La estructura tiende a buscar su reproducción sin necesidad de llevar a cabo cambios sistémicos, sustentables y de largo aliento. Se generan dispositivos, cargos, programas y proyectos ad hoc que operan en los márgenes, sobre los sujetos y sus etiquetas. Incluso se agencian formas propias de evaluación institucional que buscan la promoción de los programas pero que carecen de valor objetivo para una rendición de cuentas ciudadana.

A fuerza de frustraciones, hace tiempo que los educadores sabemos que la lógica de la derivación debilita las posibilidades de inclusión y que la segmentación se ve reforzada cuando se evoca el territorio como un talismán mágico de soluciones, sin ofrecer propuestas de acceso universal a la educación, donde lo “común” no elimine la diferencia.

Por otra parte, la ilusión de totalidad de las instituciones, enmarcada en una particular forma de gobernanza, compartimenta la certificación y acreditación de los saberes y enclaustra las posibilidades de incorporar actores y propuestas que impulsen la continuidad de las trayectorias y la singularización educativa.

Los educadores constatamos que el trabajo se vuelve cada vez más difícil y que la tarea de convocar el interés por las modalidades institucionales de educación es cada día más dura; sin embargo, seguimos apostando. Tal vez sea por ese “candor calculado” inherente a la profesión, que resulta en una apuesta política necesaria (Meirieu, 2001), o porque reconocemos que repartir signos para orientar a “los nuevos” es la única forma de no dejarlos desprovistos del derecho al legado cultural y a su inserción en el futuro.

En el fondo sabemos que un mundo complejo y contradictorio, que a cada paso proyecta nuevos retos sociales, económicos, políticos y culturales, requiere más que nunca el acompañamiento y la ampliación de las fronteras de lo pedagógico. La profesión de educar exige una disposición hacia el otro que resulta tan o más importante que el dispositivo mismo. Pero los educadores necesitan un sistema que acoja su trabajo de manera no esquizofrénica, donde enseñar y acompañar no se divorcien y tengan los apoyos que permitan hacer emerger a la persona en su singularidad y dignidad por sobre la etiqueta.

Acompañar en educación es mucho más que estar presente para asegurar que los adolescentes accedan a una silla en una institución; requiere generar condiciones, acciones y experiencias conjuntas que les permitan aprender y, más aun, alimentar el deseo de seguir aprendiendo. Hace tiempo que especialistas como César Coll (2013) nos hablan de la necesidad de una nueva ecología del aprendizaje y de la importancia creciente de las trayectorias personales de aprendizajes para acceder al conocimiento en la sociedad de la información. Está claro que el futuro requerirá, cada vez más, una educación a lo largo de la vida, pero también a lo ancho. Ello implica educadores y sistemas que permitan conectar diversos escenarios, recursos, estrategias y oportunidades para aprender, conjugando la diversidad con igualdad de participación en el espacio pedagógico común, en el lugar donde se conjuga el nosotros.

Nada de ello parece ser posible sin un cambio educativo profundo, pero para esto hacen falta dos movimientos fundamentales que son previos y que nos involucran a todos:

1) Asumir la radical corresponsabilidad por la educación. Desde distintos ámbitos (el académico, el político y el social) se reciben, un día sí y otro también, disertaciones, análisis de discurso y estudios en los que prima el ejercicio de la externalidad ante los problemas. La mayoría del tiempo, la responsabilidad de los otros ocupa el objeto de reflexión; parecería que dar cuenta de cuán implicados estamos todos en los resultados de cobertura, calidad y egreso fuera el mayor signo de debilidad.

El Instituto Nacional de Evaluación Educativa (2017) nos muestra que “casi 60% de la población considera que el sistema educativo no brinda las mismas oportunidades de aprender a todos”. Sólo este dato debería llamarnos a todos los actores (desde el lugar que ocupamos) a reflexionar sobre nuestra responsabilidad de implicarnos en propuestas de cambio por encima de banderías. Este primer movimiento al menos nos resguardaría de no caer en eso que François Dubet (2005: 74) denominó “conservadurismo radical que consiste en criticar el sistema pero rechazando al mismo tiempo cualquier cambio, aun local, con el pretexto de no abrir la vía al ciclón liberal”.

En definitiva, la negación continua no hace otra cosa que retacear oportunidades para la generación de propuestas que defiendan la educación pública más allá de la consigna, el afiche y los titulares. Los discursos de la externalidad operan como un freno que termina ocultando las desigualdades y adormeciendo el sentido de urgencia necesario para asumir cambios sistémicos fundamentales en los que se juega nuestra viabilidad como país.

2) Un segundo movimiento imprescindible se vincula a la posibilidad de procesar nuevos acuerdos y alianzas entre educación y sociedad. Es necesario afrontar, de una vez por todas, la definición política de renovar los sentidos de la educación, su función y sus finalidades; dar respuesta como sociedad a los principios estructurantes del para qué y el qué de la tarea de enseñar en el Uruguay de hoy.

Aún no hemos podido generar una imagen unificada y clara sobre el propósito de la educación a nivel país, una idea que permee fronteras de subsistemas y ámbitos como el público y el privado, lo escolar y lo social. Ello implica que todavía no podemos responder en forma inequívoca a la pregunta sobre cuáles son los conocimientos que necesita poner en movimiento un adolescente para ser ciudadano en el siglo XXI.

Resulta inexplicable que en un país pequeño como el nuestro se dispersen o superpongan esfuerzos. Sin orientaciones que nos permitan alinearnos como país, sin un sistema nacional de acreditación, seguiremos obligando a las personas a realizar una acción de reinicio cada vez que cambian de espacio educativo, como si sus aprendizajes y experiencias previas se vaciaran al ingresar a un nuevo ambiente

Es necesario seguir avanzando en inversión presupuestal y acuerdos con la sociedad civil organizada para la extensión del tiempo dedicado a la educación de los adolescentes. Políticas de Estado abiertas que permitan dimensionar en su justa medida el aporte de la educación a la cohesión social, más allá del asignaturismo.

Como en base a palabras de Michael Fullan advirtiera recientemente Mel Ainscow en la conferencia sobre inclusión organizada por Eduy21, “el cambio educativo es técnicamente simple, pero política y socialmente complejo”. No obstante, pareciera que hoy se abren nuevos lugares de debate y propuesta, espacios que antes parecían compartimentados, promoviendo el ingreso en la agenda pública de temáticas que nos interpelan a todos. Más aun, comienza a visualizarse una ciudadanía que demanda alternativas de cambio.

La educación debe prepararnos para un mundo incierto; a casi nadie debería favorecer que se mantenga un sistema basado en la derivación y el programa estático. Como ya alertó Edgar Morin (2002: 66) en su reflexión sobre educación hace más de 15 años, pensamos en el programa cuando la vida nos solicita “la estrategia y, si es posible, la serendipia y el arte”.

Seguramente, los actores a los que menos hemos considerado a la hora de pensar políticas educativas son los propios destinatarios; sin embargo, con sus acciones y conductas de no adhesión al sistema nos brindan indicadores claros que no debemos ocultar. Pensar y actuar en favor de una educación que nos habilite a enseñar y acompañar a los adolescentes en sus proyectos y trayectos nos permitirá también transformar los centros educativos en espacios de identidad, participación y sentido, lejos de los dispositivos que repelen adolescentes.

Rudyard Pereyra Educador social y docente, integrante de Eduy21.

Referencias: Coll, C (2013). “El currículo escolar en el marco de la nueva ecología del aprendizaje”, Aula de Innovación Educativa 219: 31-36.

Dubet, F (2005). “¿Mutaciones institucionales y/o neoliberalismo?”, Revista Colombiana de Sociología 25: 63-80. Recuperado de https://revistas.unal.edu.co/index.php/recs/article/view/11322.

Garrido, C (2009). “El ‘mosquito’ que sólo escuchan los jóvenes, ¿un arma contra el botellón?”, ABC.es. Recuperado de http://www.abc.es/20091006/sociedad-/molesto-pitido-para-disolver-200910061229.html.

Instituto Nacional de Evaluación Educativa (2017). Educación en Uruguay ¿Qué opinan los ciudadanos? Montevideo

Meirieu, P (2001). La opción de educar. Ética y pedagogía. Barcelona: Octaedro.

Morin, E (2002). La cabeza bien puesta. Repensar la reforma. Reformar el pensamiento. Buenos Aires: Nueva Visión.