Al igual que en la columna anterior, al inicio compartamos una historia. Ya hace algún tiempo, en el marco de mi trabajo en un proyecto socioeducativo, ayudaba a estudiar a una adolescente para una prueba del liceo. Era al día siguiente, quedaban varios temas por ver y, obviamente, el tiempo no fue suficiente para todo. La adolescente, lejos de preocuparse, explicó que lo que le faltaba lo estudiaría en su casa, mirando YouTube. Conocí a varios hermanos y hermanas de esta adolescente, y era común que usaran este sitio web como estrategia de aprendizaje, no sólo con fines estudiantiles. Uno de ellos se jactaba de que en YouTube había aprendido a tocar un instrumento musical.

En el artículo anterior nos interesó presentar algunas reflexiones acerca de los espacios institucionales en los que los adolescentes uruguayos aprenden. Subrayamos, a partir del aporte de Bernard Charlot (2006), que existen lugares, tiempos y personas que nos ayudan en el proceso de aprender. Como parte de estas últimas, están aquellas que tienen la tarea específica de enseñar: los educadores. Categoría que hoy debemos pensar en sentido amplio, incluyendo en ella a maestros, profesores y educadores sociales. Todos estos profesionales de la educación, con sus diferencias, tienen el encargo de enseñar ciertos saberes. En este artículo nos proponemos presentar algunas ideas respecto de lo que está en juego en términos del saber, en el encuentro entre adolescente y educador, y al lugar de este en el proceso de aprendizaje de aquel.

En primer lugar, señalemos que el encuentro entre adolescente y educador supone la participación de ambos en una relación de saber, entendida como una relación social basada en el aprender (Charlot, 2006: 96). Obviamente que el adolescente puede aprender en cualquier relación social; sin embargo, no toda relación social tiene la finalidad específica de que el adolescente aprenda. Tampoco se trata de ignorar que el adolescente tiene sus propios saberes, muchos de los cuales resultan “no saberes” para el educador. Sin embargo, en esta relación de saber particular existen lugares y tiempos diferentes respecto del saber que convoca. El educador ocupa el lugar de supuesto saber y tiene la posibilidad de anticiparse al acto de enseñanza. El adolescente ocupa el lugar de sujeto del aprender, lo que le implica un tiempo de trabajo posterior al tiempo de la enseñanza. Es por medio de ese trabajo retroactivo que el adolescente establece su propia relación con el saber, relación que, en palabras de Jacky Beillerot (1998: 53), “no designa el saber sino el vínculo de un sujeto con el objeto”.

La condición primera del ser humano es el fundamento último de toda teoría de la educación: el pequeño hombre está obligado a aprender para llegar a ser sujeto (Charlot; 2006: 59). No obstante, los sujetos nunca sabemos en forma plena, estamos inevitablemente atravesados por el “no saber”. En tal sentido, el deseo de saber es una relación con una falta, con lo que no se tiene. Nuevamente en palabras de Beillerot, el deseo de saber “es a la vez una especie de compensación, sobre un fondo de falta y de duelo, y una fuente inextinguible, permanentemente renovable, que hace de él un deseo poderosamente constructor y civilizador” (1998: 154).

Pero el deseo de saber no es algo natural, sino que se construye a partir de nuestra propia historia. Es necesario que en este proceso percibamos el deseo de saber en otros. ¿Los educadores actualmente tenemos deseo de saber? ¿Somos capaces de apasionarnos por el saber? ¿Estamos convencidos de la relevancia que tiene el aprendizaje de ciertos saberes para los adolescentes? ¿Cuáles son estos saberes? En definitiva, también se trata de reflexionar sobre nuestras propias relaciones con el saber y sobre nuestro deseo de enseñar. ¿Deseo, estás ahí? Desde hace algún tiempo, en Uruguay se ha instalado el debate en materia de políticas educativas en torno a la necesidad de definir un marco curricular común. Tiempo atrás, el Consejo Directivo Central de la Administración Nacional de Educación Pública presentó el Marco Curricular de Referencia Nacional (MCRN), que se estructura a partir de la definición de perfiles de egreso, competencias a desarrollar y aprendizajes fundamentales a promover. Extenso debate se ha desarrollado históricamente acerca del tema de las competencias. Algunos discursos sostienen que es un error oponer las competencias al saber, en la medida en que programar en términos de competencias no desconoce el valor del saber, sino que se cuestiona por el vínculo de este con el ejercicio concreto de una competencia. Más allá de la postura que se asuma en el debate, creemos que es necesario reivindicar el lugar del saber en el encuentro entre adolescentes y educadores.

Pero la definición de un marco curricular común es una preocupación que debe extenderse a todos los escenarios institucionales donde se realizan prácticas educativas. En tal sentido, ¿cuáles son los saberes que queremos que los adolescentes aprendan, en esas otras instituciones educativas, que transitan por fuera de lo “escolar”? En el marco de las políticas socioeducativas de nuestro país existen diversidad de proyectos destinados a los adolescentes. Resulta oportuno y necesario instalar la reflexión respecto de qué aprendizajes se quiere promover en los adolescentes desde estos programas y proyectos, reduciendo los niveles de discrecionalidad institucional y profesional que muchas veces operan sobre los adolescentes. Junto al diseño curricular, la formación de los educadores ha sido otro de los temas de debate a la hora de analizar las transformaciones necesarias en materia educativa. En particular, la no creación del Instituto Universitario de Educación (IUDE), tal como lo establece la vigente Ley de Educación, es otro ejemplo de las dificultades existentes para procesar cambios. Más allá de una nueva institucionalidad posible, la actual formación de los educadores debe someterse a revisión.

Lorenzo Luzuriaga (1960: 129) sostiene que un educador necesita una preparación doble para el ejercicio de su profesión: de cultura general y de técnica pedagógica. ¿La formación actual de los educadores aporta a esa preparación en cultura general? ¿Es responsabilidad de la formación aportar en tal sentido? ¿Qué preparación brinda la formación en relación con lo que cada uno de los educadores tiene como encargo enseñar? ¿Qué dimensiones debe contemplar una preparación pedagógica para enseñar y educar en los tiempos que corren? ¿Será necesario otro tipo de preparación para ejercer las profesiones educativas en la actualidad?

Finalmente, pensar en el saber nos obliga a referirnos al saber propio del enseñar, al saber puesto en juego por el educador en el ejercicio de su profesión. Una parte de ese saber se lo brinda la formación, pero hay otra que es producto de su experiencia. Durante el desarrollo de su oficio, el educador va construyendo una relación consigo mismo y con su trabajo. ¿Cómo se conoce y se reconoce ese saber de la experiencia desde el diseño y la ejecución de las políticas educativas, la formación profesional y el lugar del propio educador?

La reflexión sobre la enseñanza acompaña a la humanidad desde la Antigüedad, pero el oficio del enseñante se ha ido transformando a lo largo de su historia. Nuestras escenas cotidianas nos reclaman nuevas formas de pensar las profesiones de la educación. Los adolescentes de hoy tienen diversas y nuevas oportunidades de entrar en contacto con múltiples saberes, y mediante internet en el momento en que más lo deseen. Sin desconocer las posibilidades y motivaciones que las tecnologías brindan para que los adolescentes aprendan, incluso sin la presencia adulta, el saber es el mediador que convoca al encuentro educativo en cualquiera de los escenarios institucionales posibles.

Uno de los sentidos de la palabra “escena” refiere a la parte de un lugar que se destina a la representación de una obra. Junto con el reconocimiento de que los adolescentes pisan diversos suelos institucionales, debemos reconocer que parte de estos suelos también deben ser pisados por los educadores. Su presencia resulta necesaria para que la obra se desarrolle con sus dos actores protagónicos. Se trata de la representación de una obra que tiene que ver con lo humano y con compartir lo común entre todos. Si bien el educador es sólo una de las personas que potencialmente ayudan a que los adolescentes aprendan, salir de escena supone renunciar a sus responsabilidades. El educador debe mantenerse en escena para colaborar con que el “pequeño hombre” se transforme en “sujeto”, para procurar que lo común le corresponda efectivamente a cada uno, y para, como señala Philippe Meirieu (2001: 30), “promover lo humano y construir humanidad”.

Será cuestión de seguir discutiendo, en escena y fuera de ella, cuáles son esos saberes que nos resulta indispensable que los adolescentes aprendan, independientemente de las trayectorias que realicen. Y al mismo tiempo, continuar pensando cuáles deberían ser las nuevas formas de los oficios educativos en estos tiempos.

Referencias citadas

Beillerot, J; Blanchard-Laville,C; Mosconi, N (1998), Saber y relación con el saber. Buenos Aires: Paidós.

Charlot, B (2006), La relación con el saber. Elementos para una teoría. Montevideo: Trilce.

Luzuriaga, L (1960), Diccionario de Pedagogía. Buenos Aires: Losada.

Meirieu, Ph (2001), La opción de educar. Barcelona: Octaedro.