Derecho a la educación y mandato de obligatoriedad en la Enseñanza Media. La igualdad en cuestión. Coordinadores: Pablo Martinis, María Noel Míguez, Nilia Viscardi, Adriana Cristóforo. Colaboradoras: Paula Achard, Sofía Angulo, Camila Falkin, Verónica Habiaga. Edición: Universidad de la República, Comisión Sectorial de Investigación Científica. 2017.

Lejos de presentar una visión simplista, cerrada, conformista con diagnósticos recurrentes, el libro Derecho a la educación y mandato de obligatoriedad en la Enseñanza Media aborda algunas problemáticas desde la investigación educativa y desde la psicología, dejando en evidencia el grado de complejidad que adquieren esas tensiones de la enseñanza media en nuestro país.

Desde el título ya encontramos pistas en relación con los nudos problematizadores: derecho a la educación y mandato de obligatoriedad. Podríamos preguntarnos cómo debe leerse esta primera parte del título: ¿esta dupla está planteándose en términos de oposición o de complementariedad? Si la educación está concebida como un derecho, entonces es discutible que deba ser obligatoria, y, a la inversa, si es obligatoria, qué sentido tiene promulgar que es un derecho. Punto interesante para reflexionar y perspectiva no común en los debates. Como si esta especie de acertijo no fuera suficiente, el título termina con una frase demoledora: la igualdad en cuestión. Eso que ha sido a lo largo de la historia de este país, una especie de buque insignia, desde el discurso vareliano en adelante, sobre el rol de la educación como igualadora, aquí se cuestiona. Y lo hace desde una mirada profunda y compleja, en el sentido de en qué medida es el propio sistema el que, a través de sus prácticas, pone en peligro la igualdad. Es decir que, ya desde el título, se entretejen tres nudos bien complejos: el derecho a la educación, el sentido de la obligatoriedad y la cuestión de la igualdad.

¿Cómo se despliega, luego, la trama? A partir de las investigaciones realizadas para este libro y correspondientes a trabajos anteriores, se abordan cuestiones que atraviesan al sistema educativo hoy, especialmente en la enseñanza media, y a todos sus protagonistas, estudiantes, docentes, directivos, familias y comunidad.

Lo primero que me parece importante destacar del planteo de los autores es el énfasis que traduce respecto de la complejidad del acto educativo, más que del acto, diría de todo el proceso educativo, en toda su extensión, ese proceso que, no se sabe a ciencia cierta, dónde comienza y dónde termina. El libro muestra con precisión la complejidad que habita el acto mismo, es decir, el momento de la clase, ese momento único e irrepetible, tanto para el profesorado como para el estudiantado. Cómo vive ese momento el que enseña, el que aprende, o mejor dicho, los que enseñan y los que aprenden, porque justamente algo que queda claro es que este proceso se vive en claves diferentes y es muy difícil –y me arriesgaría a decir peligroso– generalizar. También analiza el contexto, es decir, las instituciones educativas en las que se desarrolla ese acto y el afuera, los contextos de donde provienen los estudiantes, o, mejor dicho, la percepción y el discurso que elaboran docentes e instituciones sobre esos contextos.

El afuera y el adentro

En grandes líneas, el problema principal que plantean los cuatro trabajos del libro refiere a las dificultades para procesar la educación en los actuales contextos. A partir de allí, se disparan varios asuntos, algunos de ellos, diría yo, ya son clásicos, mientras que otros resultan desafíos sustantivos que hay que enfrentar para pensar posibles modificaciones de las realidades actuales. Una visión muy generalizada en los discursos, aunque no sé si podríamos llamar hegemónica, refiere a poner en el afuera del sistema educativo la mayor parte de las problemáticas y visualizar que este no se encuentra preparado para recibir a las poblaciones que ahora acceden a la enseñanza media (cumpliendo con el mandato de la universalización y la inclusión, es decir, de la obligatoriedad aludida en el título).

Se insiste en que esas poblaciones vienen con códigos propios que no son los del sistema, que no tienen la base para poder transitar por el liceo. “En este sentido, podemos señalar que el mandato de universalización interpela a los actores de la enseñanza media, los cuestiona en su identidad tradicional. Quizá la principal dificultad a la que nos enfrentamos es que la interpelación se produce desde una discursividad sociopolítica y jurídica que podría sintetizarse en el mandato ¡incluyan!, pero sin que tenga un correlato del todo desarrollado en términos de la oferta de un discurso pedagógico que sustituya al tradicional de la educación media” (Martinis y Falkin: 52).

Esa interpelación llega al punto más extremo cuando se pone en duda si esas poblaciones pueden o no pueden aprender, es decir, se pone en duda el principio de educabilidad. Allí estamos cuestionando todo nuestro ser docente. Allí, la interpelación alcanza los abismos más profundos a nivel profesional, emocional y personal. Pero también institucional.

En el resto del discurso, sin llegar a ese extremo, es decir, cuando la interpelación no se produce o se queda en la superficie, se encuentran una serie de afirmaciones que en su gran mayoría parecen fundamentar la problemática en el otro, en el que viene de afuera, el que no está preparado, el que viene sin saber nada, el que en la casa no aprende nada… lo interesante es que este discurso no refiere solamente a la queja, sino también a la causalidad. Es decir, en general, el primer asunto que aparece cuando se plantea algún tipo de dificultades u obstáculos en el proceso de aprender, se recurre al contexto: vulnerabilidad, pobreza, abuso, falta de familia, contexto de violencia o drogadicción.

El asunto entonces es cómo se evalúa el contexto, porque creo que todos pensamos que el contexto tiene importancia e incidencia en las posibilidades de aprender de un adolescente, pero también sabemos que eso es bien diferente a plantear que es determinante. El mayor riesgo de esta postura es que obtura todo proceso de investigación, análisis y reflexión dentro de la institución, de la clase y del proceso de enseñanza, porque total, si todas las causas están en el afuera, entonces no vale la pena explorar lo que sucede adentro. Y, además, esta postura condena a sectores de la población a seguir quedando afuera del sistema, por lo tanto, contradice la inclusión, la educabilidad, y entonces cuestiona la igualdad de oportunidades.

Las “soluciones” propuestas desde el afuera

Este enfoque del problema tiene otra ramificación, que se vincula con algunos de los planteos de los dos trabajos del libro que provienen del área de la psicología, y que refieren a cómo ese afuera, ese contexto, en muchos casos, recurre a soluciones fáciles para esos adolescentes. Así aparece la sobrediagnosticación sobre dificultades de aprendizaje, que resulta ser un gran paraguas en el que incluimos desde el estudiante que presenta ritmos o incluso intereses distintos hasta los que realmente presentan algún tipo de dificultad cognitiva, que, como sabemos, son una minoría. “La necesidad de diagnosticar lo diferente siempre se constituye desde una lógica del déficit, de aquello que falta para cumplir con una expectativa. Lo diferente en la educación pasa por aquel estudiante que no logra alcanzar las demandas y expectativas escolares, esas que lo anteceden desde lo instituido, el deber ser de las instituciones” (Cristóforo y Achard: 228).

Y la respuesta, en muchos casos, es la medicalización. Si no podemos con estos adolescentes, entonces, calmemos sus disrupciones, tratemos de normalizarlos, de homogeneizarlos. Inclusión y universalización estarían, entonces, reforzando la idea del papel homogeneizador del sistema educativo. Y uno se pregunta: ¿dónde quedó aquello de la educación liberadora?

Volviendo al interior de la institución y siguiendo con esta perspectiva de ubicar la problemática en el afuera, entonces el profesor no puede hacer nada o, por lo menos, no puede hacer lo suficiente. Aquí se suma en los discursos, muy frecuentemente, el tema de la falta de preparación de la formación docente para esta realidad. Sería interesante saber cuándo egresaron los docentes entrevistados, de qué centros de formación docente, para poder tener alguna noción de qué formación recibieron. Y más allá de eso, me parece interesante incluir la discusión sobre cómo hace una institución para formar a sus profesores para la sociedad que va a existir varios años después, ¿cómo puede saber cómo será esa sociedad? Sobre todo, cuando la sociedad está mostrando signos de fractura social que no estaban previstos en la matriz de esas instituciones formadoras. Este discurso docente es otra faceta de seguir poniendo la causa del problema afuera y evitando el análisis, la reflexión y las modificaciones de las prácticas individuales y colectivas.

Por último, en relación con este aspecto de depositar el problema en el afuera, entonces no es educativo, no es responsabilidad del docente. Por eso es necesario que haya más asistentes sociales, psicólogos, educadores sociales, psicopedagogos y, además, porteros y policías, porque la violencia es otro de los problemas que azotan las instituciones educativas, y también viene de afuera según los discursos relevados.

Creo que es muy difícil lograr visualizar un equilibrio en los análisis de estos discursos, en donde poder ubicar correctamente la incidencia del contexto, la de la institución, la de las prácticas educativas, las de la vocación, las del malestar docente, para poder llegar a una aproximación a una explicación de lo que sucede en nuestras instituciones de nivel medio. “Estos argumentos ponen de manifiesto que el/la docente debe correrse del lugar de víctima desde el cual sostiene que los problemas surgen fuera del liceo y es allí donde se resuelven. Los/las docentes deben salirse de ese rol para problematizar lo que sucede en sus aulas y repensar las pedagogías propuestas en función de las características de sus estudiantes. Esto no sólo generaría un mayor y mejor vínculo con las adolescencias, sino que podrían desplegar sus prácticas pedagógicas para las que se formaron” (Míguez y Angulo: 213).

¿El aprendizaje o los aprendizajes?

Por otro lado, me gustaría aportar una preocupación que ronda por mi cabeza desde hace ya bastante tiempo y que la lectura de este libro ha vuelto a despertar. Creo que hemos avanzado mucho en el proceso de los diagnósticos. Tenemos un instituto dedicado especialmente a evaluar el sistema educativo y, por lo tanto, a elaborar diagnósticos a partir de esas evaluaciones. La academia investiga desde diferentes perspectivas y suma aportes de investigadores preocupados por el tema. Sin embargo, no sé si este avance en los diagnósticos se ve reflejado en posibles caminos de modificación, de cambios, reformas, nuevas formas de pensar la institucionalidad y la enseñanza.

Porque, en definitiva y volviendo al título de este libro, todas las personas tienen derecho a la educación: eso no se discute, está claramente sostenido en la ley y en la conciencia de todos. Por lo tanto, todos, también los vulnerables, los pobres, los que no tienen una familia que los sostenga, los que viven en ambientes de violencia, todos ellos tienen derecho a acceder a las instituciones de enseñanza media, a permanecer y a poder egresar. Me gustaría agregar que, además tienen derecho a aprender. Y acá está la cuestión primordial: ¿qué quiere decir aprender?; ¿qué tienen que aprender?

Algo que se rescata en el libro y me alegra mucho es que para aprender tiene que haber cierta voluntad y también cierto deseo. Ya hace muchos años que hemos desinstalado el binomio enseñanza-aprendizaje como si fueran inseparables y como si hubiera una relación causal y mecánica entre un proceso y el otro. Hay un sujeto que enseña y otro que aprende: dos sujetos, dos acciones, dos deseos, dos actitudes. Por supuesto que enseñar quiere decir hacer todo lo posible para que el otro aprenda; o sea, esta postura no exime de responsabilidades al cuerpo docente. Por el contrario, lo profundiza. Pero me parece que el desafío es qué y cómo. Porque, siguiendo con el título, deberíamos pensar un poco más en esto de la igualdad. Creo entender que los autores plantean, en términos generales, que las instituciones educativas no están respetando la igualdad o, por lo menos, están cuestionándola, porque, en cierto modo, discriminan, señalan, algunos incluso dicen que expulsan a los estudiantes que no encajan con el sistema.

En esa misma línea, se desliza a lo largo de los trabajos otro cuestionamiento respecto de la igualdad, que está vinculado a preguntarnos si todos tienen que aprender lo mismo, en el mismo tiempo, a la misma edad. Aquí hay una profunda cuestión respecto de cómo consideramos la igualdad y cómo nos hacemos trampas al solitario todo el tiempo. Por un lado, sostenemos que todos somos diferentes, somos capaces de visualizar la importancia que tiene el contexto en los aprendizajes, las desventajas con las que llegan algunos estudiantes a la enseñanza media. Sin embargo, a la hora de enseñar, de evaluar, de exigir, pretendemos homogeneizar: les enseño a todos lo mismo, les pongo la misma prueba, los evalúo con los mismos criterios.

Si bien cada vez estoy más convencida de que esto no debe ser así, quiero quebrar una lanza por los docentes, porque sin duda esto, que es muy fácil decirlo y hasta criticar a los que no lo ven así, es muy difícil de implementar. A pesar del camino que se abre a partir de las adecuaciones curriculares, tengo la impresión de que la enseñanza sigue tendiendo a ser homogeneizadora.

La imperiosa necesidad de repensarnos

De todos modos, lo que parece claro es que, si lográramos modificar algunas actitudes y conductas, seguramente conseguiríamos transformar las instituciones en ámbitos de convivencia, de enseñanza y de aprendizaje. Algunos de esos cambios podrían pasar por el trabajo comprometido de docentes y directivos, el vínculo con la familia y la comunidad, el vínculo afectivo entre profesores y estudiantes, el rescate del saber disciplinar para un mayor trabajo interdisciplinario, el desarrollo de la creatividad. Y, sobre todo, animarnos a romper los moldes y apostar a descubrir, junto a los estudiantes, qué sentido tiene aprender.

Para eso hay que seguir caminando y abriendo puertas, porque “todas estas voces nos advierten en la necesidad de repensar la implicancia de habitar juntos el espacio escolar. Esta, como tantas discusiones en torno a la educación, se ha simplificado en la demonización de estudiantes imposibles y la victimización de docentes imposibilitados. Esa simplificación ha entrampado la discusión porque coloca a los docentes en una paralizante imposibilidad. Es decir, refuerza una apelación melancólica al pasado que inmoviliza, en tanto evoca aquello que fue y obstaculiza la construcción de lo que será. Esto constituye un punto central de la cuestión, puesto que los docentes son una pieza clave en la construcción de lo nuevo (no de lo innovador) como lo portador de posibilidad y no como superación de lo ya existente” (Viscardi y Habiaga: 143).

Nota: las citas bibliográficas corresponden a los cuatro artículos que componen el libro, a cargo de Paula Achard, Adriana Cristóforo, Sofía Angulo Benítez, Camila Falkin, María Noel Míguez, Pablo Martinis, Nilia Viscardi y Verónica Habiaga.