(1) El futuro está ahí, esperando nuestro pensamiento y nuestra acción. Tengo la sensación de que precisamente en estos días estamos adoptando un presupuesto quinquenal sin haber podido convenir cómo visualizamos el futuro a largo plazo, digamos, durante el próximo cuarto de siglo. Me parecen derrotistas aquellas visiones de la educación que se limitan a ayudar a los alumnos a que se ubiquen en la realidad presente, tal como esta se va conformando por el imperio de poderes nacionales y multinacionales. Pretendo y propongo que los educadores hagamos el esfuerzo de inspirar nuestra labor presente en la imagen de un mundo más justo y feliz, regido por valores superiores, un mundo que advendrá por concreciones de nuestra imaginación, por la fuerza de nuestras convicciones y deseos y por la generosa creatividad que tiene nuestro pueblo. Es decir, no quiero padecer la tristeza de que me construyan el futuro. Quiero sentir que lo vamos construyendo entre todos, incluidos nosotros los educadores, incluidos también nuestros alumnos, tal como hace un rato nos lo recomendaba el doctor Pablo Martinis.

La primera tarea, mil veces emprendida y siempre inconclusa, consiste en identificar, combatir y erradicar los daños que aún azotan a la humanidad. ¿Hasta cuándo las Naciones Unidas nos seguirán diciendo que el mundo cuenta todavía con alrededor de mil millones de seres condenados a la pobreza, el hambre, la subescolarización y la marginalidad? ¿Hasta cuándo nos comprometeremos periódicamente, en solemnes reuniones y documentos, a eliminar el flagelo de la guerra, a reducir la desigualdad en y entre los países, a proteger los recursos naturales y frenar el cambio climático, a facilitar el acceso a la justicia para todos? Ahora, tras múltiples programas similares, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) acaba de adoptar 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible para la etapa 2015-2030.

He trabajado más de 20 años en el Sistema de la ONU y he arribado a dos conclusiones. La primera es que ningún objetivo nacional ni mundial se satisface sin un elevado grado de voluntad política de los gobiernos y del nivel de conciencia de los pueblos acerca de sus propios problemas. La segunda, que la educación es parte fundamental de la respuesta; una educación que forme para el conocimiento crítico del presente y para la construcción de un futuro necesariamente distinto. Para crear este futuro distinto y en gran parte desconocido necesitamos el aporte de una educación también distinta y, en gran parte, también desconocida. No creo posible abordar esta labor prospectiva sin organizarla. Nos estamos malacostumbrando a las improvisaciones, a la ruptura no siempre justificada con el pasado, al lanzamiento de innovaciones no sometidas a experimentación y evaluación rigurosas, a la imitación de modelos exóticos para ponernos aparentemente al día. Cuando hacemos balance de nuestros esfuerzos y los cotejamos con la suerte que la sociedad ha reservado a algunos de nuestros alumnos, nos preguntamos: ¿valió la pena? Necesitamos sustituir las incertidumbres que hoy debilitan nuestro trabajo por un horizonte común, convincente y prometedor, por una verdadera política de Estado. Formo parte de un pequeño colectivo de educadores independientes, el Grupo de Reflexión sobre Educación, al que llamamos GRE, que, después de cinco años de trabajo, ha llegado a la conclusión de que es hora de que se emprenda la elaboración del Plan Nacional de Educación. A título personal, digo que en el nivel preuniversitario no disponemos de un instrumento al que pueda darse ese nombre, pues el trabajo iniciado en la Administración Nacional de la Educación Pública con ese fin entre 2008 y 2011 ha sido discontinuado. Propongo que nos pongamos a trabajar desde ahora para que el próximo Congreso Nacional de Educación adopte, si no los contenidos, por lo menos el formato y las pautas metodológicas del futuro Plan Nacional de Educación.

Se trata de una labor prioritaria, que no requiere mayor presupuesto, que ha de resultar del trabajo conjunto de las entidades públicas vinculadas al desarrollo y a la educación, de los sindicatos de trabajadores y educadores, de las fuerzas políticas, de los promotores de la cultura, de los orientadores de la economía y de todos los contribuyentes a la felicidad colectiva.

En ese trabajo desafiante han de participar los jóvenes y, sobre todo, los estudiantes. Será la suya ya no una misión reparadora, como las de hace 70 años, sino la misión creadora de nuevos valores que sustenten el mundo al que tienen el derecho y el deber de aspirar.

Soy optimista. Mi patria adoptiva cuenta con los medios para dibujar prontamente el rostro de su futuro social, educacional, económico y cultural. Es tarea política, claro está, como lo es también, y me ratifico en afirmarlo, la propia educación. Apliquémonos fraternamente a ello y dentro de poco diremos: valió la pena.

  1. Fragmento final del discurso que Miguel Soler pronunció en el cierre de un curso de formación para maestros comunitarios, organizado por el Consejo de Educación Inicial y Primaria, en el que se conmemoró el 70º aniversario de la iniciación de las Misiones Socio Pedagógicas en Uruguay.