Desde hace ya muchos años me hago cuestionamientos sobre la situación educativa en Uruguay. Y más allá de sobre si hay crisis en la educación o no, hoy deseo enfocarme en las desigualdades del sistema educativo uruguayo. A lo mejor, luego podremos determinar en dónde se visualizan las crisis.
Desde hace más de una década trabajo en La Cruz de Carrasco, un barrio que me ha hecho sentir cómodo, aceptado. Un barrio donde siento que el trabajo educativo que realizamos un conjunto de personas rinde. Afiliado fuertemente a la propuesta pedagógica de Paulo Freire y José Luis Rebellato, la Educación Popular Liberadora me ha llevado a aprender de niños, adolescentes y vecinos del barrio. Junto a varios equipos de trabajo, en el Centro Educativo La Pascua llevamos adelante nuestra tarea, siempre comprometida con los demás y siempre edificante. También trabajamos en conjunto con los compañeros maestros de las escuelas del barrio y los profesores, que quieren a este país y lo reflejan en actos cotidianos, con acciones, con los compromisos que requiere la educación.
Desde hace más de una década visualizo el deterioro que nuestros niños y adolescentes viven en su proceso educativo. Se trabaja duro para lograr que los adolescentes logren avanzar en estos procesos; sin embargo, se les torna muy difícil. El rezago pedagógico, las “dificultades de aprendizaje”, así como todas estas “distancias” respecto de las demandas establecidas (que llevan, entre otras cosas, a la deserción), han ido en aumento año a año, y es muy difícil revertirlo. Es complicado nivelarlo siquiera acercándose un mínimo a los estándares. Niños que obtuvieron calificaciones con matices de sobresaliente en la escuela no logran culminar el ciclo básico liceal. ¿Por qué ocurre esto? ¿En todos lados suceden estas cosas? ¿Se podría afirmar que si realmente existiera la crisis educativa es para algunos nada más? Las crisis de cualquier tipo, ¿las pagan siempre los más pobres?
En el Aula Comunitaria que tenemos en el Centro Educativo La Pascua, que cuenta con 65 adolescentes, sólo 5% de la población que asiste logra cumplir con el perfil de egreso de sexto año que diseñó el Consejo de Educación Inicial y Primaria (CEIP). Y lo que despierta alarma: tan sólo 30% de los adolescentes en cuestión logran cumplir con el perfil de egreso de tercer año de primaria. Es realmente alarmante.
Evidentemente, frente a estas situaciones hay que diseñar estrategias que puedan dar respuestas. Las autoridades de la educación lo hicieron, y lanzaron una serie de programas especiales entre los que podemos encontrar a las Aulas Comunitarias, Áreas Pedagógicas, Formación Profesional Básica (FPB) y, por lo menos, una veintena más de estos dispositivos, que intentan revitalizar un sistema educativo que hace agua, al menos en los sectores más vulnerados socioeconómicamente. Que se trabaja es cierto, y fuertemente. Lo veo, recorro escuelas, liceos y UTU casi a diario. También veo que, salvo raras excepciones (que por serlo confirman la regla), los niños y adolescentes de los barrios en cuestión no tendrán muchas posibilidades en relación con otros que están en mejor posición social y económica. Y que no me vengan con que las condiciones económicas no tienen nada que ver con la educación, porque la vivienda, la alimentación y la vestimenta, son un desvelo continuo para los chiquilines y sus familias. Es debido a estos desvelos y a esas necesidades descubiertas que muchas veces la contención familiar y hasta el apoyo educativo que le puedan brindar las familias a sus hijos son escasos o nulos, y esto influye directamente en los resultados educativos.
Serían muchos los ejemplos, pero, por acercar sólo uno, el otro día le pregunté a Nahuel por qué siendo tan buen estudiante y teniendo tantas ganas de progresar, había llegado al Aula Comunitaria a cursar primer año con 16 años. No me sorprendió lo que me dijo: “Es que tengo que cuidar a mis hermanos: llevarlos a la escuela, ir a buscarlos, y eso hace que llegue tarde a los centros de estudio. Se me acumulan muchas faltas, y otros años he dejado de estudiar”. Entonces aparecen los programas especiales, más contenedores, más amables con estos adolescentes, más entendedores de las problemáticas cotidianas que viven los chiquilines, y con grandes resultados en la elevación de la autoestima y en la sociabilización; pero en términos académicos, no llegan a conformar.
Me generan cierta contradicción. Por un lado, se tornan “un mal necesario”, porque estos chicos no podrían tolerar el formato liceal clásico que nos proponen en secundaria. Los niveles con los que llegan a los centros educativos se vuelven difíciles de sobrellevar para equipos de dirección y docentes, y sobreviene el conocido final: abandono precoz (por usar un término delicado). Llegados a mayo –en el mejor de los casos–, o luego de las vacaciones de julio, tenemos a los muchachos en las esquinas, en la plaza o en la puerta del centro educativo, pero del lado de afuera, engrosando la larga lista de abandonos de nuestro sistema educativo.
Entonces no tengo dudas: opto por el programa especial, contenedor y tolerante con el problemático círculo vicioso que se cierra y que encierra a un gran porcentaje de nuestros adolescentes, aunque dé magros resultados académicos.
Al leer esto alguno podrá decir: “Este docente hace la clásica: critica mucho y aporta poco”. Podría ser, pero nosotros, desde el Centro Educativo La Pascua, hemos llevado adelante algunas propuestas que nos dieron resultados, con presupuesto cero proveniente de Secundaria. “Está bueno lo que proponen, pero recursos no hay”, se suele obtener como respuesta. Pero hay ganas y compromiso, y nos pusimos a pensar y luego a trabajar. Tenemos nuestra propuesta aplicada. En el área de la educación formal, en Aulas Comunitarias, hemos implementado dispositivos que ayudan a nivelar, a traer al alumno un poco más cerca del grado que está cursando. Le llamamos “Complementaria”. Entendemos que si nos llegaron con rezago pedagógico desde la escuela, con maestros tenemos que solucionar el problema. Así pusimos maestros a trabajar sobre temas escolares. Nos pareció que necesitábamos profundizar más y creamos “Individualizada”, que es el clásico mano a mano: docente y alumno. Vimos los avances.
En referencia a la educación no formal, implementamos los programas “Conocer”. Un sistema alternativo de enseñanza de varios niveles (local, nacional y regional), donde los niños y adolescentes del Club de Niños y del Centro Juvenil recorren y estudian su barrio y otros barrios de la ciudad (“Conocer Montevideo”); en tres recorridas al año y durante tres años recorremos el país y lo conocemos geográfica e históricamente en sus espacios más representativos, en sus fiestas, sus costumbres, su gente, sus actividades productivas (“Conocer el Uruguay”), y finalmente viajamos al exterior, recorriendo la región, descubriendo otros paisajes, otras comunidades y otras mujeres y hombres, con otras costumbres, con otras actividades productivas y con otras religiosidades, que nos permiten acrecentar nuestro acervo cultural y académico. Este último nivel, pergeñado por los propios chiquilines, ya que muchos de ellos ya conocían todo el país, era una locura, un sueño, pero terminó siendo una realización que ha pasado por cuatro etapas: “Tras los pasos de Artigas”, a Paraguay; “Por el camino del inca”, a Machu Picchu; “Por tierras mapuches”, bordeando el cono sur, y “Hacia la mitad del mundo”, llegando hasta el Ecuador (“Conocer Latinoamérica”).
Estos programas, además del estímulo que generan por sí mismos desde el punto de vista educativo y de crecimiento personal, sobre todo teniendo en cuenta que nuestra población se caracteriza por una escasa movilidad territorial, son utilizados pedagógicamente para acercarse al conocimiento formal y curricular, incluidas las ciencias lógicas o duras como las matemáticas, la física o la biología.
Sumado a esto, en La Pascua tenemos como actividad central y que atraviesa a la institución la escucha de los niños y adolescentes, que toman decisiones mediante un método asambleario y de autogestión. Apostamos a la ética de la participación, a la ética autónoma, contraponiéndola a la ética heterónoma (al decir de Rebellato), logrando desarrollar adolescentes críticos, participativos y autónomos, que opinen y reflexionen, que argumenten, que digan.
Así establecemos una práctica pedagógica y una lucha sin cuartel contra la desigualdad, que entendemos anterior y causal de las problemáticas que intentamos resolver. Porque están arraigadas en el sistema que nos rige y son la expresión de una crisis mucho más amplia y profunda que la que refiere sólo a la educación. Una crisis social tan amplia requiere soluciones igualmente amplias de cambio social. Y sí, aunque nos digan sesentistas, seguimos apostando a la utopía. Aunque ella, como dice Eduardo Galeano: “Está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos más. Camino diez pasos y ella se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la voy a alcanzar. ¿Para qué sirve la utopía? Sirve para eso: para caminar”.