Los niños, de quinto y sexto año de la escuela rural 88, de Las Violetas, Canelones, estaban sentados en mesas y sillas que formaban una u que miraba al pizarrón. En ese lugar central había una mesa con una especie de pecera –pero no lo era–, tres pequeñas macetas de material reciclable, un microscopio, una balanza y varias pipetas. Esperaban a la prensa para mostrarle el nuevo experimento en el que están trabajando. Niños y maestros de esa y otras escuelas rurales de Canelones, así como estudiantes de liceo y de formación docente del departamento, trabajan en ciencia a partir de una nueva herramienta: la Enseñanza de la Ecología en el Patio de la Escuela (EEPE). La propuesta es novedosa y tiene varias virtudes: trabaja desde el interés de los estudiantes, los alienta a investigar, les enseña contenidos y aborda cuestiones éticas.

El científico y ecólogo estadounidense Peter Feinsinger creó la EEPE en la década de 1980. Ya en ese entonces era un prestigioso investigador, pero un día, en un posgrado de ecología de comunidades, luego de asignarles a los estudiantes lecturas sobre el diseño de reservas, los jóvenes le hicieron notar que aquello no tenía sentido porque los artículos no tenían nada que ver con la conservación real. Tras pensar sobre estas críticas, empezó a trabajar en la capacitación a maestros. Su enseñanza prendió con fuerza en América Latina.

En Uruguay, esta metodología se expande a partir del trabajo del biólogo Emanuel Machín, que se formó con el grupo de EEPE de la Universidad del Centro en Tandil (Argentina), al que se unió para dar talleres para docentes en provincias argentinas. Oriundo de Canelones, Machín impulsó la creación del área protegida François Margat, en el entorno del arroyo Canelón Chico. Eso lo llevó a recorrer centros de enseñanza del departamento, y en 2014 hizo un taller EEPE para maestros rurales de Canelones. La semilla prendió y se multiplicó.

La EEPE “es una metodología más para investigar”, explicó Machín a la diaria. Detalló que “se apoya en el ciclo de indagación, que tiene tres componentes: la pregunta, la acción –que es cuando se ejecuta el diseño de muestreo para la colecta de datos a partir de los cuales se intentará contestar la pregunta– y la reflexión sobre lo que se encontró”. A partir de lo que se observa en el patio de la escuela, surge la pregunta, que debe ser respondible (cuántos, cuáles, qué peso, cómo varía), comparativa, atractiva, sencilla y coherente.

“Feinsinger se dio cuenta de que el método hipotético deductivo, el que se usa para la ciencia y también en las escuelas, no era nada amigable, no sólo con los estudiantes y los docentes, sino también con los científicos”, dijo Machín. “El método hipotético deductivo te presenta una hipótesis que tenés que probar, y vos con tu ego vas a querer que sea cierta”, razonó.

Acción y reflexión

Desde hace un par de años los niños de la escuela 88 salen al patio para investigar. De la mano de la EEPE han aprendido a tomar muestras de la cañada Etcheverría, que pasa a pocos metros de la escuela. En 2016, mediante macroinvertebrados que colectaron en la cañada –que conservan en frasquitos–, analizaron el estado de ese curso y de dos puntos del arroyo Canelón Chico. Este año continúan la investigación, pero además sumaron otro proyecto. En él trabajaban el viernes al mediodía, cuando la diaria llegó a la escuela.

Darío Greni, director de la escuela y maestro de quinto año, y Mónica Macedonio, maestra de sexto año, les cedieron la palabra a los niños. Ellos informaron que aquello que a los ojos de esta cronista parecía una pecera era en verdad un fotobiorreactor. ¿Un qué? Con claridad y confianza, explicaron: “‘Foto’ viene de luz, ‘bio’ de vida y ‘reactor’ porque hay un ser vivo que reacciona a la luz solar”. Aquel recipiente de vidrio tenía microalgas en su interior, e iban a cultivarlas para usar como biofertilizante. Habían visitado la escuela sustentable de Jaureguiberry, en donde habían visto un fotobiorreactor. Se les ocurrió crear uno para investigar qué beneficio tiene regar las plantas con biofertilizante. Con lujo de detalles explicaron cómo habían hecho el recipiente –dos días atrás– y cómo funcionará. Aclararon que el fotobiorreactor debe ser cerrado para que el agua no se evapore cuando lo expongan a la luz solar y para concentrar el CO2 , la temperatura y el pH. “Vamos a medir el pH. Tiene que estar entre 6,5 y 8; si es muy alto se complica”, explicaron. También respondieron que lo medirán “con pehachímetro o con tirita”. “Hoy lo tendríamos que medir, ¿y si lo medimos ahora, maestra?”, propusieron.

Las tres macetas estaban vacías, y la tarea para ese día era sembrar dos semillas de rúcula en cada una; por sugerencia de Machín, hicieron réplicas y usaron nueve macetas. Para poder comparar las plantas, cuidaron que tuvieran las mismas condiciones de vida. Pesaron los 160 gramos de tierra que le pusieron a cada maceta, y plantaron las semillas a idéntica profundidad. De la serie de tres, a una sólo la regarán con agua, a la otra con el biofertilizante del fotobiorreactor, y a la tercera con biofertilizante comprado. Registraron todo lo que hicieron, y en el futuro anotarán cuánto mide cada planta.

“La hipótesis sería cuál haría que crezcan los cultivos más grandes...”, comenzó a explicar uno de los niños. Las miradas bastaron. “¿Por qué hipótesis?”, preguntó Machín. El maestro explicó que el año pasado, cuando se presentaron en los Clubes de Ciencias, el jurado insistió en conocer la hipótesis, pero ellos no la tenían formulada porque habían trabajado con el método de indagación, y no con el hipotético. “Ellos empezaron a exponer y constantemente les preguntaban: ‘¿Y la hipótesis?’. No los dejaban avanzar. Ellos les respondían: ‘Tenemos pregunta investigable’. Pero las juezas no entendían y volvían a preguntar por la hipótesis. Ellos se marearon en la explicación y no pasamos a la nacional”, lamentaron los maestros.

Sin leer ningún cuaderno y corrigiéndose entre ellos, los niños dieron a conocer la hipótesis del nuevo proyecto: “El biofertilizante que sale del fotobiorreactor acelera el proceso de crecimiento de la planta; es más rápido que el comprado. Eso es lo que queremos comprobar”. “¿Quieren que la hipótesis sea verdadera?”, preguntó Machín. “Sí”, respondieron. “¿Y si no?”, retrucó. “Marchamos”, dijeron. “¿A dónde?”, ironizó Machín, y amplió: “Ese es el problema de la hipótesis, y de verdad a los investigadores que escriben artículos les pasa lo mismo: quieren que su hipótesis sea verdadera. Es la naturaleza humana, es nuestro ego; entonces estás influyendo, porque, de una forma u otra, vos estás metiendo el dedito para que te dé”, les dijo. “Nos condicionamos a que tenga que ser verdadera”, aportó el maestro. Y uno de los niños complementó: “Y si te da mal vas a seguir y seguir hasta que te dé bien”.

Machín les aconsejó: “Más allá de que laburen la hipótesis y lo tengan claro, que es buenísimo, porque la verdad es que hay que saberlo, no se obsesionen con la hipótesis, porque lo que está bueno es encontrar resultados, descubrir qué es lo que está pasando, no que la hipótesis sea verdadera”. Los ayudó a pasar la hipótesis al proceso de indagación, a una pregunta que sea respondible: “¿Cómo varía el crecimiento de las plantas con diferentes abonos? Misma planta, misma semilla, misma especie, con diferentes tratamientos. Esa es la pregunta y es lo que sustituye a la hipótesis: ¿será que con diferentes abonos la planta crece diferente? Y no estoy diciendo nada de que me tiene que dar así”. Para completar, les recordó que una de las definiciones más importantes de la ciencia es que “es un proceso ético y honesto”. Los niños sabían de qué hablaba.

Por sus propios medios

¿Qué ventajas tiene el ciclo de indagación? “Parte de la curiosidad de ellos y, de ese modo, es mucho más fácil adaptarlo, aplicarlo a los aprendizajes y a lo que logran a fin de año, porque están motivados, y todo lo que tiene que ver con las ciencias les gusta mucho”, resaltó la maestra. También destacó la transversalidad del proyecto: en relación con el fotobiorreactor, señaló: “Trabajamos desde matemática, con la parte de estadística, de gráficos, de cálculo, la parte de lengua; ellos mismos se van evaluando y viendo lo que pueden mejorar y lo que no pueden explicar, y todo eso ayuda a lograr mejores aprendizajes”.

Mónica Zabaleta es docente de biología de Secundaria y del Instituto de Formación Docente de Canelones, y desde hace tres años aplica la EEPE en sus clases. Entre las ventajas, resaltó “la sencillez metodológica” –“no aquello complicado del método científico: hipótesis, inferencia, volver a la hipótesis”–, que permite agudizar la observación, y trabajar de manera colaborativa y cooperativa con los estudiantes.

Andrea Larroca y Micaela Ortellado son estudiantes de cuarto año de magisterio; conocieron la EEPE con Zabaleta y en verano cursaron un taller con Machín. Ambas destacaron que el método “apunta a la construcción de la ciencia, a que el niño sepa que la ciencia no siempre está allí, que la puede construir y que pueda experimentar”. Ortellado resaltó la importancia de “reivindicar el proceso”, ya que “no todo es producto” y también es bueno “ver que ese producto tuvo un largo camino”, que incluye aciertos y errores.

Zabaleta destacó, además, la defensa de carteles que hacen los estudiantes, que demuestra que es algo que ellos “realmente construyeron y conocen, y no lo están diciendo de memoria, sino que lo dicen porque pudieron seguir paso a paso un procedimiento”. Aclaró que antes de la salida al patio trabaja en el marco teórico, porque es necesario salir con algún conocimiento que dé más elementos para formular la pregunta. “No ha sido fácil. Estamos muy acostumbrados a memorizar y a decir las cosas de los libros, pero esto lleva mucho de pienso: ¿qué voy a hacer, qué voy a medir, qué voy a observar, cómo va a ser la pregunta para que yo pueda hacer un diseño metodológico?”, transmitió. Como al resto, a ella también le encanta el desafío.